“Déchirante Infortune!”
Arthur Rimbaud
Lo que yo siento no es el mar. Lo que yo siento no es esta lanza sin sangre que escribe sobre la arena. Humedeciendo los labios, en los ojos las letras azules duran más rato. Las mareas escuchan, saben que su reinado es un beso y esperan vencer tu castidad sin luna a fuerza de terciopelos. Una caracola, una luminaria marina, un alma oculta danzaría sin acompañamiento. No te duermas sobre el cristal, que las arpas te bajarán al abismo. Los ojos de los peces son sordos y golpean opacamente sobre tu corazón. Desde arriba me llaman arpegios naranjas, que destiñen el verde de las canciones. Una afirmación azul, una afirmación encarnada, otra morada, y el casco del mundo desiste de su conciencia. Si yo me acostara sobre el mar, en mi frente responderían todos los corales. Para un fondo insondable, una mano es un alivio blanquísimo. Esas bocas redondas buscan anillos en que teñirse al instante. Pero bajo las aguas el verde de los ojos es luto. El cabello de las sirenas en mis tobillos me cosquillea como una fábula. Sí, esperad que me quite estos grabados antiguos. Aguardad que mi nombre escurra las indiferencias. Estoy esperando un chasquido, un roce en el talón, un humo sobre la superficie. La señal de todos los tactos. Acaricio una melodía: qué hermosísimo muslo. Basta, señores: el baño no es una cosa pública. El cielo emite su protesta como un ectoplasma. Cierra los ojos, fealdad, y laméntate de tu desgracia. Yo soy aquel que inventa las afirmaciones de espaldas, el que acusa al subsuelo de sus culpas abiertas. El que sabe que el mar se levantaría como una lápida. La sequedad de mi latrocinio es este vil abismo en que se revuelven los gusanos. Los peces podridos no son una naturaleza muerta. El mar vertical deja ver el horizonte de piedra. Asómate y te convencerás de todo tu horror. Apoya en tus manos tus ojos y cuenta tus pensamientos con los dedos. Si quieres saber el destino del hombre, olvídate que el acero no es un elemento simple.
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SOBRE TU PECHO UNAS LETRAS
Sobre tu pecho unas letras de sangre fresca dicen que el tiempo de los besos no ha llegado. Qué extendida estás esperando la caricia dudosa, la del mar que navega persiguiéndote, el que acabará rescatando tu largo cuerpo, dejando mis dos labios insensibles.
Una tarde de otoño, un núbil corazón que chorrea la luz cuando no hay ojos se va pidiendo oscuridad sin roces, almas que no conozcan los sentidos. Para aguardar la hora, la celestial renuncia que borra las miradas, esa seguridad patente que consiste en perder súbitamente todas las bocas que se asoman. La lisura, esta reserva del espíritu, ya no podrá convocar un damasco callado, esa sutil oreja blanda en pulpa sobre la que reposar para el sueño, sobre la que musitar la forma de los besos cuando no hablan.
Escúchame, corazón despertado. Aprende a recordar uno a uno el color del cabello, aquella sed de sequedades vivas, aquel sentir entre los dientes la forma del agua que no rompe. Escúchame. Yo soy la razón muerta que ha amanecido esta mañana por Oriente, despidiéndose de unos brazos de nieve que representaban la noche resplandeciente, la llamarada incauta que surge de la boca partida de una vena cuando me abro, cuando tapo mis ojos para no ver todas las suplicantes. Fuentes del día, acabad ya vuestra historia. Tendeos una a una si es que queréis que una voz repercuta en la entraña, en la oquedad donde dedos crispados van pronunciando el nombre de la vida, buscando el tierno caramelo perdido. Buscad dónde los ojos puedan estar. Dónde podré yo estrecharos sin que el mundo lo ignore.
Amadme. Este pedal oculto repite siempre la nota do, do mío. Hermoso cuerpo, látigo descansado, ceñido ciego que no buscas porqué el cielo es azul y por qué el color de tus ojos permanece entreabierto aun cuando llueva dulcemente sobre mis velos. Las formas permanecen a pesar de este sol que seca las gargantas y hace de plata los propósitos que esta mañana nacieron frescos, a la ternura de las opresiones. "¿Me amas?", preguntaban, estrechando, los cinco corazones no mudos. "¿Me amas?" Y se habían olvidado de sí mismos, hasta perder su forma, hasta quedar como una sábana la virgen duda de sí misma, la que amanece todas las mañanas con sus labios azules recién creados por la dicha.
Vicente Aleixandre
España-1898
De “Pasión de la tierra”