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FRESCORES

Las brujas

(Hablan Circe y Leucotea)

Circe: Créeme, Leucó, en un primer momento no comprendí. Sucede a veces que equivocamos la fórmula, sobreviene una amnesia. Sin embargo yo lo había tocado. La verdad es que hacía tanto tiempo que lo esperaba que ya ni pensaba en él. En cuanto lo comprendí todo -él había dado un salto y empuñado la espada- me sonreí, tan grande fue mi alegría y al mismo tiempo mi desilusión. Hasta pensé poder prescindir de él, escapar al destino. “Después de todo es Odiseo”, pensé, “uno que quiere volver a su casa”. Pensaba ya en embarcarlo. Querida Leucó. Él manejaba aquella espada -ridículo y valiente como sólo un hombre puede serlo- y yo tenía que sonreír y mirarlo de arriba abajo, como hago con ellos, y sorprenderme y alejarme. Me sentía como una muchacha, como cuando éramos muchachas y nos preguntaban qué haríamos al llegar a grandes y nosotras nos echábamos a reír. Todo fue como un baile. Él me agarró por las muñecas, levantó la voz; yo me puse de todos los colores -pero estaba pálida, Leucó-, le abracé las rodillas y empecé a preguntarle: “¿Quién eres tú? por cuál tierra engendrado...” Pobrecito, pensaba, él no sabe lo que le espera. Era grande, de pelo rizado, un hombre hermoso, Leucó. Qué estupendo cerdo, qué lobo hubiera sido.

Leucotea: ¿Pero estas cosas se las dijiste durante el año que pasó contigo?

Circe: Oh muchacha, no hables de las cosas del destino con un hombre. Ellos creyeron que todo estaba dicho cuando lo llamaron la cadena de hierro, el decreto fatal. A nosotras nos llaman las señoras fatales, lo sabes.

Leucotea: No saben sonreír.

Circe: Sí. Alguno de ellos sabe sonreír frente al destino, sabe reír después, pero mientras, necesita hacerlo todo en serio o morir. No saben bromear con las cosas divinas, no saben oírse recitar como nosotras. Su vida es tan breve que no pueden aceptar el hacer cosas ya hechas o sabidas. Si le decía una palabra en este sentido, también él, Odiseo, el valiente, dejaba de comprenderme y pensaba en Penélope.

Leucotea: Qué aburrimiento.

Circe: Sí, pero ya ves, yo lo comprendo. Con Penélope no tenía que sonreír; con ella todo, aun la comida diaria, era serio e inédito -podían prepararse para la muerte. Tú no sabes cuánto la muerte los atrae. Morir sí es un destino para ellos, una cosa sabida, pero se ilusionan con que morir cambia algo.

Leucotea: ¿Por qué entonces no quiso convertirse en cerdo?

Circe: Ah, Leucó, no quiso ni siquiera convertirse en dios, y tú sabes cuánto le rogó Calipso, aquella tonta. Odiseo era así, ni cerdo ni dios, un hombre solo, extremadamente inteligente y hábil frente al destino.

Leucotea: Dime, querida, ¿te gustó mucho con él?

Circe: Pienso una cosa, Leucó. Ninguna de nosotras, las diosas, quiso nunca hacerse mortal; ninguna lo ha deseado jamás. Sin embargo, aquí estaría la novedad que rompería la cadena.

Leucotea: ¿Tú querrías?

Circe: Qué dices, Leucó... Odiseo no comprendía por qué yo sonreía. A menudo ni siquiera comprendía que yo sonreía. Una vez creí haberle explicado por qué la bestia está más cerca de nosotros, los inmortales, que el hombre inteligente y valeroso. La bestia que come, que se aparea y carece de memoria. Él me contestó que en su patria lo esperaba un perro, un pobre perro que tal vez había muerto, y me dijo su nombre. Comprendes, Leucó, ese perro tenía un nombre.

Leucotea: Los hombres nos dan también a nosotras un nombre.

Circe: Muchos nombres me dio Odiseo estando en mi cama. Cada vez un nombre distinto. Al principio fue como el grito de una bestia, de un cerdo o de un lobo, pero él mismo, poco a poco, se dio cuenta de que eran las sílabas de una sola palabra. Me ha llamado con los nombres de todas las diosas, con los nombres de nuestras hermanas, de la madre, de las cosas de la vida. Era como una lucha contra mí, contra el destino. Quería llamarme, tenerme, hacerme mortal. Quería quebrar algo. Empleó inteligencia y coraje -los tenía-, pero no supo sonreír jamás. No supo nunca qué significa la sonrisa de los dioses -de nosotras, que conocemos el destino.

Leucotea: Ningún hombre nos comprende a nosotras y a la bestia. Los he visto a tus hombres. Convertidos en lobos o cerdos, rugen todavía como hombres enteros. Es una tortura. En su inteligencia hay hosquedad. ¿Tú has jugado mucho con ellos?

Circe: Me los gozo, Leucó. Me los gozo como puedo. No me fue dado tener a un dios en mi cama y, en cuanto a hombres, solamente tuve a Odiseo. Todos los otros que toco se vuelven bestias, se enfurecen y me buscan así, como bestias. Yo los poseo, Leucó, su furia no es mejor ni peor que el amor de un dios. Pero con ellos ni siquiera debo sonreír; los siento cubrirme y escapar luego a refugiarse en su cueva. No se me ocurre bajar la mirada.

Leucotea: Y Odiseo...

Circe: No me pregunto quiénes son... ¿Quiéres saber quién fue Odiseo?

Leucotea: Dímelo, Circe.

Circe: Una noche me describió su llegada a Ea, el miedo de sus compañeros, los centinelas apostados sobre las naves. Me dijo que toda la noche escucharon los gruñidos y los rugidos, echados sobre mantas a orillas del mar. Y agregó que, al despuntar el día, vieron más allá de la selva levantarse una espiral de humo y gritaron de alegría, reconociendo la patria y las casas. Me dijo estas cosas sonriendo -como sonríen los hombres-, sentado a mi lado, delante de la chimenea. Dijo que quería olvidarse de quién era yo y de dónde se encontraba, y aquella noche me llamó Penélope.

Leucotea: Oh Circe, ¿tan tonto ha sido?

Circe: Leucina, también yo fui tonta y le dije que llorara.

Leucotea: Pero fíjate...

Circe: No, no lloró. Sabía que Circe ama a las bestias, que nunca lloran. Lloró más tarde. Lloró el día que le hablé del largo viaje que faltaba y del descenso al Averno y de la tremenda oscuridad del Océano. Este llanto que limpia la mirada y da fuerza, lo comprendo también yo, Circe. Pero esa noche me habló -riendo ambiguamente- de su infancia y del destino, y me hizo hablar de mí. Hablaba riendo ¿comprendes?

Leucotea: No comprendo.

Circe: Riendo. Con la boca y con la voz. Pero los ojos llenos de recuerdos. Y luego me dijo que cantara. Y cantando me senté frente al telar e hice de mi voz ronca una voz de la casa y de la infancia, la endulcé, fui Penélope para él. Se tomó la cabeza entre las manos.


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Leucotea: ¿Quién reía al final?

Circe: Nadie, Leucó. Aquella noche también yo fui mortal. Tuve un nombre: Penélope. Aquélla fue la única vez que, sin sonreir, miré de frente mi destino y bajé los ojos.

Leucotea: ¿Y ese hombre amaba a un perro?

Circe: Un perro, una mujer, su hijo y una nave para recorrer el mar. Y el retorno innumerable de los días no le pareció jamás destino, y corría hacia la muerte sabiendo lo que era, y enriquecía la tierra con palabras y con hechos.

Leucotea: Oh Circe, no tengo tus ojos, pero ahora quiero sonreír yo también. Fuiste ingenua. Le hubieras dicho que el lobo y el cerdo te cubrían como a una bestia y hubiera caído, se hubiera vuelto bestia él también.

Circe: Se lo dije. Torció apenas la boca. Después de un momento, me dijo: “Con tal de que no sean mis compañeros”.

Leucotea: Celoso entonces.

Circe: Celoso no. Se preocupaba por ellos. Comprendía cualquier cosa. Excepto la sonrisa de nosotros, los dioses. Ese día que lloró sobre mi cama no lloró de miedo, sino porque ese último viaje se lo había impuesto el destino, era algo ya sabido. “¿Y entonces por qué hacerlo?”, me preguntó ciñéndose la espada y caminando hacia el mar. Yo le llevé la oveja negra y, mientras los compañeros lloraban, él divisó un vuelo de golondrinas sobre el techo y me dijo: “Ellas también se van. Pero ellas no saben lo que hacen. Tú, señora, lo sabes”.

Leucotea: ¿Nada más te dijo?

Circe: Nada más.

Leucotea: Circe, ¿por qué no lo mataste?

Circe: Ah, verdaderamente soy una estúpida. A veces olvido que nosotras sabemos. Y entonces me divierto como si fuera una muchaha. Como si todas estas cosas les sucedieran a los grandes, a los Olímpicos, y acontecieran así, inexorables pero hechas de absurdos, de imprevistos. Lo que nunca preveo es justamente haber previsto, saber cada vez lo que haré y lo que diré -y lo que hago y lo que digo se torna así siempre nuevo, sorprendente, como un juego, como ese juego de ajedrez que Odiseo me enseñó, todo reglas y normas, pero tan bello e imprevisto, con sus piezas de marfil. Él me decía siempre que ese juego es la vida. Me decía que es una manera de vencer al tiempo.

Leucotea: Demasiadas cosas recuerdas de él. No lo has hecho ni cerdo ni lobo, y lo has hecho recuerdo.

Circe: El hombre mortal, Leucó, sólo tiene esto de inmortal. El recuerdo que lleva y el recuerdo que deja. Nombres y palabras son esto. Ante el recuerdo, también ellos sonríen, resignados.

Leucotea: Circe, también tú dices palabras.

Circe: Sé mi destino, Leucó. No temas.

Cesare Pavese
De Diálogos con Leucó

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