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Elegía a los muertos actuales
Atómica flor
Frescores
Norma Menassa
El realismo
Cesare Pavese
Las brujas
"En defensa propia" una película de Miguel Oscar Menassa
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GERMÁN PARDO GARCÍA

Colombia, 1902

ELEGIA A LOS MUERTOS
ACTUALES

Un hombre en la mitad del tiempo de este siglo,
escribe una elegía a los muertos actuales.

Antes los muertos eran como yacentes lirios
extenuándose a bordo de sus pálidas barcas.
Partían entre coros de suplicantes voces,
en un asombro espiritual de estrellas.
Los niños en las alas de los arcángeles y los pájaros;
las vírgenes en góndolas de espuma
conducidas por peces de colores,
desatadas las hondas cabelleras.
Y los ancianos descendían a las clausuras vegetales,
a custodiar el corazón del mundo;
a perpetuar la fuerza de las estirpes,
y a interpretar en paulatinos éxtasis
los guturales silabarios de las formas
y el misterioso ruido de la germinación.

* * *

A nosotros estaban tan cercanos,
al fondo de sus grandes lejanías.
Sus sueños regresaban a descansar en nuestras sienes,
como alcatraces a los roquedos al presentir la oscuridad.
Si noctuna simiente perforaba
la dócil tela del frutal terreno,
sus misericordiosas manos acudían
a proteger la párvula criatura.
Y cuando llanto
desconocido
temblaba en los estambres de los ojos,
con un jirón de su tranquila veste
borraban los estigmas de esa angustia,
venida de la angustia universal.

Les llamábamos nobles compañeros;
invisibles arroyos de ternura,
semejantes al agua sumergida
que difunde lagunas sedentarias,
con un rumor sonámbulo que entienden
los muertos, o las vidas que están próximas
a los arcanos de su integridad.

* * *

Cuando llegábamos a los sitios
donde la voz apenas repercute,
disminuida por intensos musgos
y adulta población de cinerarias,
salían a encontrarnos para que nuestras plantas inexpertas
caminaran seguras en la sombra;
para que nuestras manos aún con el calor de la epidermis,
comprendieran la densidad de intransitivos claroscuros,
y para colocarnos en los hombros
la túnica de nieblas y raíces
que llevan en silencio las subterráneas jerarquías.

Conocíamos sus dominios,
como un hombre extranjero una ciudad
de espacio gris y asordinadas cúpulas.
Algún signo interior nos recordaba
los ausentes contornos de las cosas.
Brisa cordial humanizaba climas
y latitudes que la luz no azula.
Ellos nos precedían amorosos
con lenta conmoción de mar en calma.
Y aparecía sobre nuestras sienes
la palidez de una corona,
en señal de atributos inmortales.

* * *

Los muertos de hoy, harina de todas las batallas,
acendran en sus rostros la furia del asalto.
Bajo los férreos antifaces
ocultan el dolor de la trinchera.
Son el pan cuotidiano de las plantas carnívoras.
En sus pupilas como turbios lagos
languidecen parásitas acuáticas,
y tienen la llanura de su pecho
con un lobo tatuado sobre la precaria piel.

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El sabio de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo de 100x81 cm.

Nosotros les negamos la sal fúnebre del sosiego.
La sal ya redimida y compañera
del hombre, su aliada en la evasión del llanto
y en las planicies de la blanca mesa
donde el cordero la cerviz subyuga.
Y les negamos también la cal,
tan próxima a la vida y a la muerte.
La cal, máscara de máscaras de nuestra verdadera efigie.
Rostro sin fin y penitente asilo.

* * *

Les negamos la tierra de terrible eficacia.
La tierra que nos pudre, disuelve y asimila.
Los muertos de hoy carecen de tierra y amenazan
como espectrales tribus invasoras.
Se identifican con las tempestades;
con el espíritu de las brumas;
con la agresiva soledad del frío,
porque nosotros hemos arrasado
la tierra azul de las resurrecciones,
y los muertos aguardan,
aguardan
su aparición de medulares astros
en las formas telúricas y activas.

Les negamos los nombres, esos pequeños árboles armónicos
donde un jilguero transeúnte silba.
Al pronunciar un nombre fluyen ríos purísimos
y en la memoria crecen varas de azahar.
Los vertebrales nombres que le daban
arquitectura y cántico al olvido,
porque al hundirse nuestro ser vivían
en la perseverancia del basalto;
sobre la opacidad de los metales;
en la ternura casi humana del madero.
Allí estaban salvándonos,
viviendo por nosotros, siendo fieles
más allá de los días genitivos.

* * *

Les negamos los nombres y los muertos sin nombre
ya no son ni la sombra, ni el dolor ni el naufragio.
No pueden compararse con nada, son castigos
abstractos, destrucciones estelares,
hielo cósmico.
Y al decir que los muertos sin nombre son incomparables,
estas palabras quedan truncas, enarboladas hoscamente,
agonizando en cúspides de ira,
como estandarte herido por lluvias y derrotas.

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Lejano Oriente de Miguel Oscar Menassa. Óleo sobre lienzo de 81x100 cm.
NADIE, NUNCA, ME ALCANZARÁ, SOY LA POESÍA