SUMARIO
Editorial
Miguel Oscar Menassa
Domingo 5 de octubre
Notas de dirección
Carmen Salamanca
Emily Dickinson
410
508
601
Rosalía de Castro
En su cárcel de espino y rosas
Aún otra amarga gota en el mar sin orillas
Gabriela Mistral
La otra
Puertas
Alfonsina Storni
La loba
Saludo al hombre
Retrato de un muchacho que se llama Sigfrido
Juana de Ibarbourou
El grito
Ruta
Rosa Chacel
Mariposa nocturna
Oda a la alegría
Libros

Poesía y Psicoanálisis
(1971-1991)

La cosa de la carne (III) (a)
La cosa de la carne (III) (b)
La cosa de la carne (III) (c)
Aforismos
Promoción especial para estudiar psicoanálisis
Curso 2011-2012
Descargar nº 132
en PDF

-Sí, puede ser -dijo Don Artemidoro- pero todas estas cosas me las enseñó Marlem.
Un día salimos a caminar, tomamos una calle cualquiera y presenciamos un tiroteo, mejor dicho, olímpicamente un amasijo, dos o tres personas encerradas en una jaula y otros dos que pasaban montados en una moto, disparaban unos mil balazos y dos o tres hacían impacto mortal.
-Casi un asesinato -dijo Don Artemidoro con voz trémula.
Yo seguí caminando a su lado pero, esta vez, no estaba de acuerdo con él. Seguí caminando a su lado, pero lo que yo había visto, era, directamente, un asesinato a sangre fría, pero no dije nada.
-Mire joven -prosiguió Don Artemidoro, tratando de explicarme alguna cosa- eso que vimos no fue un asesinato. Precisamente, porque usted y yo lo vimos, con lo cual deja de ser un asesinato, lisa y llanamente, para transformarse en un hecho claramente político.
Lo que Don Artemidoro había hecho era una reflexión, pero a mí no me entraba en la cabeza. De cualquier manera me daba cuenta que todos los curiosos y los periodistas que estaban junto a nosotros mirando por la ventanilla del coche ametrallado, los cuerpos destrozados y ensangrentados de las víctimas, hacían reflexiones del mismo tipo. Algo así como si hubiera sido la izquierda o bien la extrema derecha o un hecho aislado de locura, pero a nadie se le ocurría enfrentarse, en lo que decía, con lo que para mí era lo importante:
Esos hombres muertos o a punto de morir.
Para eso nadie tenía una palabra y eso aún no me dolía, pero que Don Artemidoro, en mis fantasías, hubiera quedado del otro bando, eso me dolía más que la propia muerte que se mostraba serena, esa mañana, frente a mí.
Yo estaba muriendo con el muerto y sería condenado, luego, con el asesino, pero Don Artemidoro claramente estaba en otra:
-Además, poeta, fíjese, hubo negligencia. Nadie cuidaba lo que llevaban dentro de la jaula. Los que disparaban podrían haberse acercado hasta besar literalmente a sus víctimas sin que nadie, ni nada se interpusiera.
La vida es un abanico en cuestiones, pero eso que vimos, no fue lo que se dice un asesinato.
Tratando de razonar sus razonamientos, yo intenté decir:
-Usted dice que de ser un asesinato, la cuestión de la culpa y la responsabilidad se solucionaría con el hallazgo del asesino, en cambio cuando encuentren a nuestro asesino, seguramente, será la mano ejecutora de ideas que no son sólo suyas. Es decir, encontrar al asesino, no cierra la cuestión sino que la abre.
-Casi -dijo Don Artemidoro, mientras me invitaba a que bajáramos al Metro de Conde de Casal, hacia Manuel Becerra, y mientras bajábamos las escaleras me dio una palmada en la espalda que casi me mata y concluyó:
-De un hecho así, todos somos culpables, si no hubiésemos estado todos de acuerdo, aunque más no sea inconscientemente, no lo hubieran podido hacer en la calle delante de todo el mundo.
Bajamos del Metro y rodeamos la plaza hasta meternos en un hotel de la calle Alcalá a tomarnos unas copas, cuando de repente dos encapuchados nos dicen que nos quedemos quie-tos que nada nos pasará, separan la cara de la periodista que le hacía preguntas a las víctimas y luego de besar las mejillas de los dos condenados, disparan sin asco y salen a la calle caminando como Dios manda y nadie puede detenerlos.
Yo estaba absorto, y con indignación contenida le pregunté a Don Artemidoro, mirándolo a los ojos:
-¿Asesinato?
Y Don Artemidoro tratando de parar la hemorragia con sus dedos en uno de los baleados, aún vivo, me dijo con violencia:
-Respuesta política, poeta, otra vez más, somos todos culpables.


La sublimación I de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo de 60x60 cm.

Ya en la calle y sin rumbo fijo, caminábamos como huyendo de lo visto, caminábamos rápidamente y recitábamos en voz alta poetas griegos dándole ritmo a la tragedia.
-El río fluye -gritaba Don Artemidoro- aunque no vayamos hacia el río, su fluir permanente, nos alcanzará.
Y yo, envalentonado, le gritaba:
-Hoy he muerto y he matado, ya soy el río.
Después nos sentamos tranquilamente en el banco de una plaza y pensamos que ya, hasta la semana que viene, las cosas quedarían así. De golpe Don Artemidoro puso todo su cuerpo en tensión y me dijo entre dientes:
-Están aquí, en la plaza, a un paso de nosotros.
-¿Quiénes? -pregunté con ingenuidad.
Y Don Artemidoro, como en un suspiro:
-Los de la moto y los encapuchados, están aquí, en la plaza, cerca de nosotros, hablando.
-¿Hablando? -pregunté yo como pensando que Don Artemidoro estaba tras una de sus enseñanzas en broma y él con firmeza me contestó:
-Sí hablando, poeta y no se haga el boludo, ahí los tiene, esos son sus asesinos ¿Qué quiere que hagamos?
Y antes de que yo le contestara nada o bien, mejor los escuchamos, Don Artemidoro, encogió aún más su cuerpo y saltando por encima de mí salió volando unos veinte metros cayendo en el círculo que formaban, en sus conversaciones, los dos de la moto y los dos encapuchados y los redujo a los cuatro con suma facilidad.
Cuando yo llegué corriendo, jadeante, él ya les había matado a los cuatro y los había hecho desaparecer, después, golpeándose una mano contra otra, me miró y me preguntó:
-¿Has visto algo, poeta?
Y yo le contesté con seguridad:
-No he visto nada.
Y él con una sonrisa extrema y una voz atemperada me dijo:
-Volvamos a casa, muchacho, que los sueños, sueños son.
-Vio, poeta, en todas partes se cuecen guisantes, me dijo Don Artemidoro, cuando lo visité después de nuestro paseo, por Atocha y Alcalá.
Yo, antes de sentarme en la silla que ese día estaba justo en el centro del salón, le contesté desinteresado:
-Ése no es el problema, el verdadero problema es que en algunas partes, se cuecen otras cosas, además de guisantes y eso produce, a mi entender, todo el desequilibrio.
-Parece que hoy se siente despojado, desposeído -me dijo Don Artemidoro, sin tono.
Estaba claro, hoy no teníamos mucho interés en nuestras conversaciones y ¿quién sabe? si algún día volveremos a ellas. La sangre, las guerras, las diferencias políticas que llevan a la muerte. El Salvador. Nicaragua. África del Sur. El aparente fracaso del comunismo, quién sabe si algún día podríamos volver a hablar de Dios, del goce, del cuerpo. Tal vez, recordar sea lo único que ya se pueda hacer en las conversaciones.
Esta vez Don Artemidoro no supo lo que yo estaba pensando cuando me preguntó.
-¿Tiene culpa, poeta?
-Recuerdos, como culpas... -le dije laxamente, mientras me daba cuenta que Don Artemidoro se había recostado en el suelo en un rincón del salón y yo había quedado sentado en la silla del centro del salón como en un escenario y por si alguien pudiera, aún escucharme terminé la frase diciendo:
-Huellas, senderos marcados, lágrimas de piedra nunca de-rramadas, vidas despojadas de destinos, millones de toneladas de carne humana pudriéndose sin alcanzar un nombre, millo-nes de niños que nunca alcanzarán el abecedario, selvas arrasadas por el dolor, cristalinas aguas envenenadas delicadamente...

(sigue...)


Un toque diferente de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo de 40x50 cm.

NADIE, NUNCA, ME ALCANZARÁ, SOY LA POESÍA