SUMARIO
Miguel Oscar Menassa
Hay almas que hasta que no se las invente no se las conocerá (I)
Hay almas que hasta que no se las invente no se las conocerá (II)
Hay almas que hasta que no se las invente no se las conocerá (III)
Alberto Szpunberg
Apuntes
Parábolas
Navegaciones Naufragios Andanzas
Vicente Huidobro
Adán en la montaña
Esta cabeza paseando por el mundo
Mario Trejo
Con las espumas hacia el sur
Socios de Honor
Carnaval de la Tercera Edad
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NAVEGACIONES
NAUFRAGIOS ANDANZAS

I

Como ya dije, el árbol era sólo árbol hasta que vino ella
y repasó con su mano la madera, las hojas, el olor de
la corteza, hasta la sombra esparcida a nuestros pies:
“de acuerdo -dijo-: esta es la vida, esta es la muerte”, y
sonreía con el fruto de la luz maduro entre los labios.
Se hizo imprescindible entonces que los dos nos
confiásemos algunas evidencias, cosas concretas,
magias precisas:
esto es un trozo de corteza, por ejemplo, y esto otro es
el olor de un trozo de corteza,
o acá hay una marca, acaso de la hiedra no desprendida
por el viento ni por el torpe vuelo de la lechuza, sino
por “la propia gravedad que implica, compañeros,
toda indolencia”,
y cerrábamos los ojos y nos cubríamos el rostro con las
manos
para aspirar profundamente el incienso del bosque.

II

Pero, ¿cómo saber el verdadero destino de una mirada
a través de los días? ¿qué decir de los días que como
arenas esparcidas en la arena aún transparentan la
memoria?,
aunque por la leve tristeza de sus ojos, por la niebla que
rondaba entre sus gestos, en realidad era una vieja
rebelión incumplida, roída por el miedo y, por qué
no, quizás ya traicionada.
Por eso era cuestión de observar especialmente la
curiosa manera de volar que tenían los pájaros sobre
nosotros ciertas noches de verano,
cuando venían de muy lejos para descansar hasta el
amanecer entre las ramas
y luego seguir rumbo a un destino lejano, muy lejano,
pero hace tiempo prometido.

III

A la sombra del árbol yo me entregaba confiado en que,
por arriba, como una presencia, no era sólo mi voz la
que podía quebrar el silencio:
en realidad, yo recién comenzaba a descubrir que, más
incontables que la arena, infinitos eran los ecos de
cada palabra y cada silencio,
ella, en cambio, afirmaba que aspirar profundamente
todo el olor del bosque podía desanudar el llanto,
mejor dicho, nudos de distintos llantos, como
decir ojos de agua muy profundos o desgarros de
niebla entre las ramas o humedades, murmullos,
borbotones, alambiques, belladonas, pulsatillas,
camomilas, salamandras, y era cierto:
ella quemaba los ajos todos los viernes en el fuego que yo
encendía, como había aprendido, “aun bajo la lluvia”,
porque no era otro el estado de la belleza en esa precisa
coyuntura de la historia:
su rostro tembloroso sobre el aletear de la llama,
sus manos a tientas contra la bruta memoria,
esa era exactamente la situación de los cuerpos
suspendidos el uno sobre el otro,
si bien la tierra es otra cosa, decíamos, otras ciudades,
otras leyes de la materia, calles que llevan al mar,
bosques infinitos peinados por el viento, tardes
sorprendidas en su júbilo por la primera nevada,
y tanta era la intimidad en la calle, entre los árboles,
bajo los pájaros, a la sombra de nosotros mismos,
que ya no importaba seguir entre líneas las huellas de
qué si todo estaba dicho en ese azul apenas sostenido
por la tarde:
entonces, lo juro, siempre puntual, a veces hasta
sangriento, el sol se ponía señalando severamente el
final del día,
esa ciudad siempre lejana, ese destino ciego y poderoso
como un instinto.

IV

Mientras tanto, ella estaba a mi lado, entre chillidos y
revuelos de alas y más alas en el corazón tan agitado
del árbol:
“se llaman estorninos -nos decíamos en voz baja-,
vienen de un viaje muy largo”,
y mis manos la encontraban por el sentido que tienen
de ser manos, como la razón inapelable, siempre
humilde, del poema, como decir, por ejemplo, su
cadera, que en definitiva es eso, un decir, apenas un
decir su cadera o el temblor de decir su cadera o casi
un temblor en el aire del poema su cadera,
mientras arriba la danza de los pájaros era un juego
inocente como de coronación.

V

El árbol, de pronto, también era luz, ahora frágil y
amarillenta,
pero entonces tenaz como toda revelación o, al menos,
todo espejismo,
sus ojos, digamos, sus ojos para mí innombrables como
la voz ardiente de la zarza, aun cuando el árbol se
volviese noche sobre nosotros, solamente noche,
y los pájaros durmiesen, porque muy pronto, al amanecer,
partirían de golpe y todos juntos rumbo al mar

 


Horizonte de otoño de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo, 41x33 cm.

Nosotros igual nos anticipábamos con nuestras danzas y
chillidos a que nos sorprendiese el sueño:
niños, sí, niños perversos, salvajes, inocentes, vengativos
niños.

VI

Pero, historias aparte, un árbol no podía ser otra cosa
que un árbol,
por más que llegásemos a buscar abrigo bajo sus ramas
después de un largo y fatigoso viaje:
las letras del libro, incluso estos poemas, como ocurre ahora,
ya se habían convertido entonces en papel impreso,
y la prueba es que ardían acosadas por el horror, urgidas
por el miedo,
salvo algunas palabras, ciertos nombres que aun dichos
en voz baja hacían temblar.

Recuerdo una tarde en que el árbol creció de golpe
entre ocres y frescuras de veredas recién lavadas,
recuerdo muy bien esa tarde, era el otoño,
pero yo ya sabía que no era el otoño sino la derrota.

Entonces, o poco después, vino ella, exactamente ella.

VII

A un costado de su cuerpo, al otro costado de su
cuerpo,
podía amarla con la derecha, con la izquierda, con
apuro, sin apuro,
desde ella hacia sus alrededores, desde la vida hasta sus
límites,
pero mira, me decía, este es el mar y esta es la tierra,
esta soy yo y éste es el aire,
no confundas jamás la orilla con el horizonte ni se te
ocurra que son sólo barcos los barcos que se acercan
ni nubes las nubes que se alejan.
Mira, me decía, la única ciudad habitable por ahora son
estos tiempos, y la única reencarnación posible, este
encuentro:
eso sí, aprende a reconocer los pinos, los sauces
llorones, los álamos carolina, los cipreses, las hiedras
trepadoras, la oscura selva de mis palabras, que aun
en silencio crecen, pero no por ello responden a tu
nombre, ni siquiera al mío,
y yo volvía a nacer a un lado de su cuerpo, al otro lado,
el jacarandá que sembraba sombras lilas al mediodía
era el jacarandá “y en plural, con acento en la á,
jacarandáes”,
y sus manos palpitaban como luz en las aguas, como
pez en mi sangre.

VIII

Luego, poco, muy poco fue quedando del naufragio:
estas ropas de todos los días, la misma navaja en el
bolsillo, algunos papeles, el alma suspendida en la
ciudad lejana, la ávida lectura del diario a la espera
de noticias...

-No importa, ya estamos en octubre, y nada son las
palabras sin nuestro asombro.

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125.001 ejemplares: NADIE, NUNCA, ME ALCANZARÁ, SOY LA POESÍA