
El confín del tiempo
de Miguel Oscar Menassa.
Óleo
sobre lienzo, 81x60 cm.
CRÓNICA
II
Mentías, vejez: camino de brasa y no
de cenizas... Con el rostro ardiente y el alma
alta, ¿hacia qué exceso seguimos
corriendo ahora? El tiempo que mide el año
no es la medida de nues-tros días. No
tenemos comercio con lo menor ni lo peor. Para
nosotros la turbulencia divina en su último
remolino...
Vejez, henos aquí en nuestros caminos
sin límites. ¡Chasquidos del látigo
en todos los desfiladeros! ¡Y un grito
altísimo sobre la altura! Y ese gran
viento de fuera a nuestro encuentro, que curva
al hombre sobre la piedra como el arado sobre
la gleba.
Te seguiremos, ala del atardecer... ¡Dilatación
del ojo en los basaltos y en los mármoles!
La voz del hombre está sobre la tierra,
la mano del hombre está en la piedra
y extrae un águila de su noche. Pero
Dios calla en la fecha de hoy; y nuestra cama
no está hecha en la extensión
ni la duración.
Oh Muerte ataviada con el guantelete de marfil,
en vano cruzas nuestras sendas empedradas de
huesos, pues nuestro camino va más lejos.
El escudero mal trajeado de huesos a quien
damos albergue y que nos sirve a sueldo, desertará esta
noche en el recodo del camino.
Y queda esto por decir: vivimos de ultramuerte
y hasta de muerte viviremos. Pasaron los caballos
que corrían al osario, con la boca todavía
fresca de las salvias de la tierra. Y la granada
de Cibeles tiñe aún con su sangre
la boca de nuestras mujeres.
Nuestro reino es del crepúsculo, ese
gran resplandor de un Siglo hacia su cima;
no tenemos consejos reales ni campos de batalla,
sino todo un despliegue de telas sobre las
laderas, extendiendo en largos dobleces esos
grandes montones de luz ama-rilla que los Mendigos
del atardecer reúnen desde tan lejos,
como sederías de Imperio y sedas crudas
de tributo.
Estábamos cansados del dedo de tiza
bajo la ecuación sin dueño...
Y vosotros, nuestros grandes Mayores, que en
vuestras rígidas vestiduras descendéis
las rampas inmortales con vues-tros grandes
libros de piedra, os hemos visto mover los
labios en la claridad del atardecer: no habéis
dicho la palabra que crezca y nos asista.
Lucina errante sobre las aguas para el alumbramiento
de las obras de la mujer, hay otros nacimientos
hacia donde llevar tus lámparas... Y
Dios el ciego brilla en la sal y en la piedra
negra, obsidiana o granito. Y la rueda gira
entre nuestras manos, como en el tambor de
piedra del Azteca.
V
Henos aquí, vejez. Encuentro fijado,
desde hace tiempo, con esta hora llena de sentido.
La tarde cae y nos trae de vuelta con nuestras
capturas de alta mar. Ninguna losa familiar
donde resuenen pasos de hombre. Ninguna morada
en la ciudad ni patio pavimentado de rosas
de piedra bajo las bóvedas sonoras.
Es hora de quemar los viejos cascos cargados
de algas de nues-tros navíos. La Cruz
del Sur está sobre la Aduana; el rabihorcado
ha vuelto a las islas; el águila arpía
está en la jungla, con el mono y la
ampalagua. Y el estuario es inmenso bajo la
carga del cielo.
Vejez, mira nuestras ganancias: vanas son,
y libres están nuestras manos. El trayecto
está hecho y no está hecho; la
cosa está dicha y no está dicha.
Y volvemos cargados de noche, sabiendo de nacimiento
y de muerte más de lo que enseña
el sueño del hombre. Tras el orgullo,
he aquí el honor, y esta claridad del
alma floreciente en la espada grande y azul.
Fuera de las leyendas del sueño, toda
esta inmensidad del ser y esta profusión
del ser, toda esta pasión de ser y todo
este poder de ser, ¡ah todo este gran
soplo viajero que levanta bajo sus talones,
con el vuelo de sus largos pliegues -gran perfil
en marcha sobre el vano de nuestras puertas-
el tránsito veloz de la Virgen nocturna! |