FRESCORES |
Entrevista a
William Faulkner por Jean Stein
"Paris Review" Nº 12 de 1956
-¿Existe alguna fórmula que sea posible
seguir para ser un buen novelista?
-99% de talento… 99% de disciplina… 99%
de trabajo. El no-velista nunca debe sentirse satisfecho
con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno
como podría ser. Siempre hay que soñar
y apuntar más alto de lo que uno puede apuntar.
No preo-cuparse por ser mejor que sus contemporáneos
o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno
mismo. Un artista es una criatura impulsada por
demonios. No sabe por qué ellos lo escogen
y generalmente está demasiado ocupado para
preguntárselo. Es completamente amoral en
el sentido de que será capaz de robar, tomar
prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a
todo el mundo con tal de realizar la obra.
-¿Quiere usted decir que el artista debe
ser completamente despiadado?
-El artista es responsable sólo ante su
obra. Será completamente despiadado si es
un buen artista. Tiene un sueño, y ese sueño
lo angustia tanto que debe librarse de él.
Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la
borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad,
la felicidad, todo, con tal de escribir el libro.
Si un artista tiene que robarle a su madre, no
vacilará en hacerlo…
-Entonces la falta de seguridad, de felicidad,
honor, etcétera, ¿sería un
factor importante en la capacidad creadora del
artista?
-No. Esas cosas sólo son importantes para
su paz y su contento, y el arte no tiene nada que
ver con la paz y el contento.
-Entonces, ¿cuál sería el
mejor ambiente para un escritor?
-El arte tampoco tiene nada que ver con el ambiente;
no le importa dónde está. Si usted
se refiere a mí, el mejor empleo que jamás
me ofrecieron fue el de administrador de un burdel.
En mi opinión, ese es el mejor ambiente
en que un artista puede trabajar. Goza de una perfecta
libertad económica, está libre del
temor y del hambre, dispone de un techo sobre su
cabeza y no tiene nada que hacer excepto llevar
unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una
vez al mes a la policía local. El lugar
está tranquilo durante la mañana,
que es la mejor parte del día para trabajar.
En las noches hay la suficiente actividad social
como para que el artista no se aburra, si no le
importa participar en ella; el trabajo da cierta
posición social; no tiene nada que hacer
porque la encargada lleva los libros; todas las
empleadas de la casa son mujeres, que lo tratarán
con respeto y le dirán "señor".
Todos los contrabandistas de licores de la localidad
también le dirán "señor".
Y él podrá tutearse con los policías.
De modo, pues, que el único ambiente que
el artista necesita es toda la paz, toda la soledad
y todo el placer que pueda obtener a un precio
que no sea demasiado elevado. Un mal ambiente sólo
le hará subir la presión sanguínea,
al hacerle pasar más tiempo sintiéndose
frustrado o indignado. Mi propia experiencia me
ha enseñado que los instrumentos que necesito
para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco
de whisky.
-¿Bourbon?
-No, no soy tan melindroso. Entre escocés
y nada, me quedo con escocés.
-Usted mencionó la libertad económica. ¿La
necesita el escritor?
-No. El escritor no necesita libertad económica.
Todo lo que necesita es un lápiz y un poco
de papel. Que yo sepa nunca se ha escrito nada
bueno como consecuencia de aceptar dinero regalado.
El buen escritor nunca recurre a una fundación.
Está demasiado ocupado escribiendo algo.
Si no es bueno de veras, se engaña diciéndose
que carece de tiempo o de libertad económica.
El buen arte puede ser producido por ladrones,
contrabandistas de licores o cuatreros. La gente
realmente teme descubrir exactamente cuántas
penurias y pobreza es capaz de soportar. Y a todos
les asusta descubrir cuán duros pueden ser.
Nada puede destruir al buen escritor. Lo único
que puede alte-rar al buen escritor es la muerte.
Los que son buenos no se preo-cupan por tener éxito
o por hacerse ricos. El éxito es femenino
e igual que una mujer: si uno se le humilla, le
pasa por encima. De modo, pues, que la mejor manera
de tratarla es mostrándole el puño.
Entonces tal vez la que se humille será ella.
-¿Trabajar para el cine es perjudicial para
su propia obra de escritor?
-Nada puede perjudicar la obra de un hombre si éste
es un escritor de primera, nada podrá ayudarlo
mucho. El problema no existe si el escritor no
es de primera, porque ya habrá vendido su
alma por una piscina.
-Usted dice que el escritor debe transigir cuando
trabaja para el cine. ¿Y en cuanto a su
propia obra? ¿Tiene alguna obligación
con el lector?
-Su obligación es hacer su obra lo mejor
que pueda hacerla; cualquier obligación
que le quede después de eso, puede gastarla
como le venga en gana. Yo, por mi parte, estoy
demasiado ocupado para preocuparme por el público.
No tengo tiempo para pensar en quién me
lee. No me interesa la opinión de Juan Lector
sobre mi obra ni sobre la de cualquier otro escritor.
La norma que tengo que cumplir es la mía,
y esa es la que me hace sentir como me siento cuando
leo La tentación de Saint Antoine o el Antiguo
Testamento. Me hace sentir bien, del mismo modo
que observar un pájaro me hace sentir bien.
Si reencarnara, sabe usted, me gustaría
volver a vivir como un zopilote. Nadie lo odia,
ni lo envidia, ni lo quiere, ni lo necesita. Nadie
se mete con él, nunca está en peligro
y puede comer cualquier cosa.
-¿Qué técnica utiliza para
cumplir su norma?
-Si el escritor está interesado en la técnica,
más le vale dedicarse a la cirugía
o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no
hay ningún recurso mecánico, ningún
atajo. El escritor joven que siga una teoría
es un tonto. Uno tiene que enseñarse por
medio de sus propios errores; la gente sólo
aprende a través del error. El buen artista
cree que nadie sabe lo bastante para darle consejos,
tiene una vanidad suprema. No importa cuánto
admire al escritor viejo, quiere superarlo.
-Entonces, ¿usted niega la validez de la
técnica?
-De ninguna manera. Algunas veces la técnica
arremete y se apodera del sueño antes de
que el propio escritor pueda aprehenderlo. Eso
es tour de force y la obra terminada es simplemente
cuestión de juntar bien los ladrillos, puesto
que el escritor probablemente conoce cada una de
las palabras que va a usar hasta el fin de la obra
antes de escribir la primera. Eso sucedió con
Mientras agonizo. No fue fácil. Ningún
trabajo honrado lo es. Fue sencillo en cuanto que
todo el material estaba ya a la mano. La composición
de la obra me llevó sólo unas seis
sema-nas en el tiempo libre que me dejaba un empleo
de doce horas al día haciendo trabajo manual.
Sencillamente me imaginé un grupo de personas
y las sometí a las catástrofes naturales
universales, que son la inundación y el
fuego, con una motivación natural simple
que le diera dirección a su desarrollo.
Pero cuando la técnica no interviene, escribir
es también más fácil en
otro sentido. Porque en mi caso siempre hay un
punto en el libro en el que los propios personajes
se levantan y toman el mando y completan el trabajo.
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Eso sucede,
digamos, alrededor de la página 275. Claro está que
yo no sé lo que sucedería si terminara
el libro en la página 274. La cualidad que un
artista debe poseer es la objetividad al juzgar su
obra, más la honradez y el valor de no engañarse
al respecto. Puesto que ninguna de mis obras ha sa-tisfecho
mis propias normas, debo juzgarlas sobre la base de
aquélla que me causó la mayor aflicción
y angustia del mismo modo que la madre ama al hijo
que se convirtió en ladrón o asesino
más que al que se convirtió en sacerdote.
-¿Qué obra
es ésa?
-El Sonido y la Furia. La escribí cinco
veces distintas, tratando de contar la historia para
librarme del sueño que seguiría angustiándome
mientras no la contara. Es una tragedia de dos mujeres
perdidas: Caddy y su hija. Dilsey es uno de mis personajes
favoritos porque es valiente, generosa, dulce y honrada.
Es mucho más valiente, honrada y generosa que
yo.
-¿Cómo
empezó El Sonido y la Furia?
-Empezó con una imagen mental.
Yo no comprendí en aquel momento que era simbólica.
La imagen era la de los fondillos enlodados de los
calzoncitos de una niña subida a un peral, desde
donde ella podía ver a través de una
ventana el lugar donde se estaba efectuando el funeral
de su abuela y se lo contaba a sus hermanos que estaban
al pie del árbol. Cuando llegué a explicar
quiénes eran ellos y qué estaban haciendo
y cómo se habían enlodado los calzoncitos
de la niña, comprendí que sería
imposible meterlo todo en un cuento y que el relato
tendría que ser un libro. Y entonces comprendí el
simbolismo de los calzoncitos enlodados, y esa imagen
fue reemplazada por la de la niña huérfana
de padre y madre que se descuelga por el tubo de desagüe
del techo para escaparse del único hogar que
tiene, donde nunca ha recibido amor ni afecto ni comprensión.
Yo había empezado a contar la historia a través
de los ojos del niño idiota, porque pensaba
que sería más eficaz si la contaba alguien
que sólo fuera capaz de saber lo que sucedía,
pero no por qué. Me di cuenta de que no había
contado la historia esa vez. Traté de volver
a contarla, ahora a través de los ojos de otro
hermano. Tampoco resultó. La conté por
tercera vez a través de los ojos del tercer
hermano. Tampoco resultó. Traté de reunir
los fragmentos y de llenar las lagunas haciendo yo
mismo las veces de narrador. Todavía no quedó completa,
hasta quince años después de la publicación
del libro, cuando escribí, como apéndice
de otro libro, el esfuerzo final para acabar de contar
la historia y sacármela de la cabeza de modo
que yo mismo pudiera sentirme en paz. Ese es el libro
por el que siento más ternura. Nunca pude dejarlo
de lado y nunca pude contar bien la historia, aun cuando
lo intenté con ahínco y me gustaría
volver a intentarlo, aunque probablemente fracasaría
otra vez.
-¿Qué emoción
suscita Benjy en usted?
-La única emoción que
puedo sentir por Benjy es aflicción y compasión
por toda la humanidad. No se puede sentir nada por
Benjy porque él no siente nada. Lo único
que puedo sentir por él personalmente es preocupación
en cuanto a que sea creíble tal cual yo lo creé.
Benjy fue un prólogo, como el sepulturero en
los dramas isabelinos. Cumple su cometido y se va.
Benjy es incapaz del bien y del mal porque no tiene
conocimiento alguno del bien y del mal.
-¿Podía Benjy sentir
amor?
-Benjy no era lo suficientemente
racional ni siquiera para ser un egoísta. Era
un animal. Reconocía la ternura y el amor, aunque
no habría podido nombrarlos; y fue la amenaza
a la ternura y al amor lo que lo llevó a gritar
cuando sintió el cambio en Caddy. Ya no tenía
a Caddy; siendo un idiota, ni siquiera estaba consciente
de la ausencia de Caddy. Sólo sabía que
algo andaba mal, lo cual creaba un vacío en
el que sufría. Trató de llenar ese vacío.
Lo único que tenía era una de las pantuflas
desechadas de Caddy. La pantufla era la ternura y el
amor de Benjy que éste podría haber nombrado,
y sólo sabía que le faltaban. Era mugroso
porque no podía coordinar y porque la mugre
no significaba nada para él. Así como
no podía distinguir entre el bien y el mal,
tampoco podía distinguir entre lo limpio y lo
sucio. La pantufla le daba consuelo aun cuando ya no
recordaba la persona a la que había pertenecido,
como tampoco podía recordar por qué sufría.
Si Caddy hubiese reaparecido, Benjy probablemente no
la habría reconocido.
-¿Ofrece ventajas artísticas
el componer la novela en forma de alegoría,
como la alegoría cristiana que usted utilizó en
Una fábula?
-La misma ventaja que representa
para el carpintero construir esquinas cuadradas al
construir una casa cuadrada. En Una fábula,
la alegoría cristiana era la alegoría
indicada en esa historia particular, del mismo modo
que una esquina cuadrada oblonga es la esquina indicada
para construir una casa rectangular oblonga.
-¿Quiere decir que un artista
puede usar el cristianismo simplemente como cualquier
otra herramienta, de la misma manera que un carpintero
tomaría prestado un martillo?
-Al carpintero del que estamos hablando
nunca le falta ese martillo. A nadie le falta cristianismo,
si nos ponemos de acuerdo en cuanto al significado
que le damos a la palabra. Se trata del código
de conducta individual de cada persona, por medio del
cual ésta se hace un ser humano superior al
que su naturaleza quiere que sea si la persona sólo
obedece a su naturaleza. Cualquiera que sea su símbolo
-la cruz o la media luna o lo que fuere-, ese símbolo
es para el hombre el recordatorio de su deber como
miembro de la raza humana. Sus diversas alegorías
son los modelos con los que se mide a sí mismo
y aprende a conocerse. La alegoría no puede
enseñar al hombre a ser bueno del mismo modo
que el libro de texto le enseña matemáticas.
Le enseña cómo descubrirse a sí mismo,
cómo hacerse de un código moral y de
una norma dentro de sus capacidades y aspiraciones
al proporcionarle un ejemplo incomparable de sufri-miento
y sacrificio y la promesa de una esperanza. Los escritores
siempre se han nutrido, y siempre se nutrirán
de las alegorías de la conciencia moral, por
la razón de que las alegorías son incomparables:
los tres hombres de Moby Dick, que representan la trinidad
de la conciencia: no saber nada, saber y no preocuparse,
y saber y preocuparse. La misma trinidad está representada
en Una fábula por el viejo aviador judío,
que dice "Esto es terrible. Me niego a aceptarlo,
aun cuando deba re-chazar la vida para hacerlo";
el viejo cuartelmaestre francés, que dice: "Esto
es terrible, pero podemos llorar y soportarlo";
y el mismo mensajero del batallón inglés
que dice: "Esto es terrible, voy a hacer algo
para remediarlo".
-¿Fueron reunidos en un solo
volumen los dos temas no relacionados de Las palmeras
salvajes con algún propósito simbólico? ¿Se
trata, como sugieren algunos críticos, de una
especie de contrapunto estético o de una simple
casualidad?
-No, no. Aquello era una historia:
la historia de Charlotte Rittenmeyer y Harry Wilbourne,
que lo sacrificaron todo por el amor y después
perdieron eso. Yo no sabía que iban a ser dos
historias separadas sino después de haber empezado
el libro. Cuando llegué al final de lo que ahora
es la primera sección de Las palmeras salvajes,
comprendí súbitamente que faltaba algo,
que la historia necesitaba énfasis, algo que
la levantara como el contrapunto en la música.
Así que me puse a escribir El viejo hasta que
Las palmeras salvajes volvió a ganar intensidad.
Entonces interrumpí El viejo en lo que ahora
es su primera parte y reanudé la composición
de Las palmeras salvajes hasta que empezó a
decaer nuevamente. Entonces volví a darle intensidad
con otra parte de su antítesis, que es la historia
de un hombre que conquistó su amor y pasó el
resto del libro huyendo de él, hasta el grado
de volver voluntariamente a la cárcel en que
estaría a salvo. Son dos historias sólo
por casualidad, tal vez por necesidad. La historia
es la de Charlotte y Wilbourne.
-¿Qué porción
de sus obras se basan en la experiencia personal?
(sigue...)
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