LORD BYRON
Inglaterra, 1788 |
TINIEBLAS
Extraño sueño tuve que no fue todo sueño.
Se extinguió el sol brillante, y las altas estrellas
rodaron apagadas por el espacio eterno,
sin rumbo ni destino, y la gélida Tierra
osciló ciega y negra por los aires sin luna;
y pasaron los días y la luz no volvía,
los hombres olvidaron sus odios en el miedo
de sus graves pesares; todos los corazones
yacían abatidos en plegaria egoísta:
frente a hogueras vivían por la luz, y los tronos,
los palacios de reyes coronados, las chozas,
y las habitaciones y todas las moradas,
nutrieron los fanales; se abrasaron ciudades,
congregados los hombres en torno de esas llamas
para verse de nuevo los rostros azorados;
alentaban dichosos aquellos que moraban
al pie de los volcanes y a la luz de su antorcha:
temerosa esperanza todo el mundo encerraba;
se incendiaron los bosques, hora a hora caían
y se desvanecían, y los troncos hendidos
morían estallando, y todo estaba negro.
Por la luz extraviadas, las frentes de los hombres
un espectral aspecto mostraban alumbradas
a la luz de relámpagos; algunos sollozaban
cubriéndose los ojos; otros, que descansaban
con las manos convulsas en las barbas, reían,
y otros, apresurados por aquí y por allí,
sus piras funerales cebaban y veían
con demente inquietud, en el oscuro cielo,
la mortaja del mundo, y entonces nuevamente
lanzando maldiciones sobre el polvo, los dientes
rechinaron dando aullidos: los pájaros salvajes
chillaron aterrados, en el suelo agitados,
con aleteo inútil; las más feroces bestias
muy mansas se acercaron; las serpientes reptando
y enroscándose solas, entre las multitudes
silbaron sin veneno y el hombre devorolas;
y la Guerra, pasmada quizá por un instante,
engullose a sí misma; se compró el alimento
con efusión de sangre y apartados se hartaban
tragando en las tinieblas: fue el amor desechado;
la tierra el pensamiento daba sólo a la muerte,
inmediata y sin gloria; y el tormento del hambre
habitó toda entraña, fallecían los hombres,
insepultos sus huesos al igual que su carne;
los flacos a los flacos devoraban, los perros
mismos hasta a sus amos asaltaban, sólo uno
guardó fiel un cadáver rodeado de enemigos:
de las aves y bestias, de los hombres hambrientos,
y matolos el hambre, o la muerte lloviendo
arredró sus quijadas; y él mismo, desdeñando
su alimento con queja perpetua y compasiva,
murió con atroz grito, lamiéndole la mano
que antes lo acariciara con tanta complacencia.
El hambre consumía poco a poco a los hombres,
y fueron enemigos: vecinos se encontraron
de las aras humeantes con lánguidos tizones,
donde se amontonaron objetos sacrosantos
removiendo los restos con manos descarnadas
en las cenizas yertas, y su hálito apagado
jadeó en busca de vida, y llamas encendieron
exiguas y mezquinas, sus ojos levantaron
frente a esa luz débil, y entonces uno y otro,
al así contemplarse, gritaron sucumbiendo:
ante su hórrido aspecto los dos hombres murieron,
sin saber a cuál de ambos sobre la frente el hambre
marcólo cual Demonio. Quedó vacío el mundo,
y pobres y opulentos se hicieron masa informe
sin hierbas ni cosechas, sin hombres y sin vida,
masa informe de muerte, duro caos de arcilla.
Ríos, lagos, océanos calmos permanecían,
y nada turbó ya sus silentes abismos;
las naves, sin marinos, iban a la deriva,
y cayeron sus mástiles quebrados en pedazos
durmiendo en los abismos de las olas ya muertas;
las mareas inmóviles yacían en sus tumbas,
la Luna, su señora, también estaba muerta;
se agotaron los vientos en el aire estancado,
y murieron las nubes; no importaba su ayuda,
pues tan sólo tinieblas tornose el universo. |
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