Vicente Aleixandre
España, 1898 |
TOTAL AMOR
No.
La cristalina luz que hiere el fuego,
que deshace la frente como un diamante al fin rendido,
como un cuerpo que se amontona de dicha,
que se deshace como un resplandor que nunca será frío.
La luz que amontona su cuerpo como el ansia que con nada
se aplaca,
como el corazón combatiente que en el mismo filo aún
ataca,
que pide no ser ya él ni su reflejo, sino el río feliz,
lo que transcurre sin la memoria azul,
camino de los mares que entre todos se funden
y son lo amado y lo que ama, y lo que goza y sufre.
Esa dicha creciente que consiste en extender los brazos,
en tocar los límites del mundo como orillas remotas
de donde nunca se retiran las aguas,
jugando con las arenas doradas como dedos
que rozan carne o seda, lo que estremeciéndose se alborota.
Gozar de las lejanas luces que crepitan
en los desnudos brazos,
como un remoto rumor de dientes jóvenes
que devoran la grama jubilosa del día,
lo naciente que enseña su rosada firmeza
donde las aguas mojan todo un cielo vivido.
Vivir allá en las faldas de las montañas
donde el mar se confunde con lo escarpado,
donde las laderas verdes tan pronto son el agua
como son la mejilla inmensa donde se reflejan los soles,
donde el mundo encuentra un eco entre su música,
espejo donde el más mínimo pájaro no se escapa,
donde se refleja la dicha de la perfecta creación que
transcurre.
El amor como lo que rueda,
como el universo sereno,
como la mente excelsa,
el corazón conjugado, la sangre que circula,
el luminoso destello que en la noche crepita
y pasa por la lengua oscura, que ahora entiende.
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Olga Orozco
Argentina, 1920 |
PARA ESTE DÍA
Reconozco esta hora.
Es ésa que solía llegar enmascarada entre los pliegues
de otras horas;
la que de pronto comenzaba a surgir como un oscuro
arcángel detrás de la neblina
haciendo retroceder mis bosques encantados,
mis rituales de amor, mi fiesta en la indolencia,
con sólo trazar un signo en el silencio,
con sólo cortar el aire con su mano.
Ésa, la de mirada como un vuelo de cuervo y pasos
fantasmales,
que venía de lejos con su manto de viaje y las mejillas
escarchadas,
y se iba bajando la cabeza, de nuevo hasta tan lejos
que yo buscaba en vano la huella del carruaje en el pasado.
Hora desencarnada,
color de amnesia como dibujada en el vacío del azogue,
igual que una traslúcida figura enviada desde un retablo
del olvido.
¿Y era su propio heraldo,
el fondo que se asoma hasta la superficie de la copa,
la anunciación de dar a luz las sombras?
No supe descifrar su profecía,
ese susurro de aguas estancadas que destilan a veces
los crepúsculos,
ni logré comprender el torbellino de plumas grises con que
me aspiraba
desde un claro de ayer hasta un vago anfiteatro iluminado
por lluvias y por lunas,
allá, entre los ventisqueros del irreconocible porvenir;
aquí, donde ahora se instala, maciza como el demonio
del advenimiento,
en su sitial de honor en medio de la asamblea de otras horas,
pálidas, transparentes,
y me dice que mis bosques son luces extinguidas y aves
embalsamadas,
que mi amor era erróneo, como un espejo que se contempla
en otro espejo,
que mi fiesta es un cielo replegado en el sudario de
mis muertos.
Y se queda esta vez, sin bajar la cabeza.
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