HORACIO ARMANI
Argentina, 1925 |
RECUERDO UN MEDIODÍA
Los pájaros salvajes pasaban inminentes
como sombras sutiles en la llanura extrema.
El viento completaba el espacio, sucedía girando
melancólico y vasto,
y en la luz del verano titilaban apenas
las lúcidas violencias del pasto ardiente y áspero.
Sólo yo contemplaba tanta vida impasible.
Y los potros venían. Venían los caballos
desde lejos, huyentes. Sus altas estaturas
se alzaban sobre el polvo de la estación ardiente
entre el fragor confuso de esparcidos relinchos.
Casi llameantes, casi eternos, sus belfos
impregnaban de espuma la acre tierra, la tierra
toda estremecimiento bajo la tropa elástica.
Sólo yo contemplaba. Aquélla era la pampa,
aquél el Sur espléndido.
Lejano estoy ahora de las hermosas horas
en que ya enamorado ceñía el cuerpo núbil
de la joven América. No lo sabía entonces.
Mas todo ardía herido de una belleza nueva,
y la vida, y el ansia, y la infinita tierra
se escuchaban subir, se oían elevarse,
alzarse suavemente,
dulcemente ascender hacia el alma en espera.
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DISPUESTO AL CAMBIO
No veo con los ojos que tuve cuando aprendía las palabras
o desarmaba el juego de la vida y saltaban resortes
y ruedas que se perdían en el infinito hasta ser pájaros.
(Era como reír mientras miles de insectos
traspasaban ese rayo de luz con su único júbilo.)
No veo como en ese mediodía sin solución
en que los ojos se acostumbran a los contornos
y la cola de Dios acecha tras un vestido trasparente.
Estoy ciego y no hay pasado ni futuro
pero absorbo el color del miedo que cae de rodillas,
sobrenado entre ruidos buscando el centro del silencio.
El mundo me ha preparado para algo que ni siquiera es
la muerte.
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NO SABER
Salir, irse a la lluvia,
a la luz, a la espléndida
marea del verano,
a tanto cielo abierto en la dulzura,
al color obsesivo de la vida que canta
salvajemente en torno nuestro.
Sí, de nosotros salir, irnos echando
la rabia lenta de aquel beso, el roto
fantasma del recuerdo,
saludar ya vencidos los miedos a la muerte,
los miedos a la vida,
descubrir en un pétalo tanta pasión creciente.
Qué luna, qué regalo,
qué albricias inocentes, qué tibiezas tan niñas
recobrar en el juego del viento y sus delicias.
Un día, un día abierto como un dios desvenado
salirnos de nosotros para amar esa nube,
esa pluma de pájaro que desciende y eriza
la ternura del mundo.
Sería tan sencillo... Y sin embargo
basta el grito de un niño, la mirada
de una mujer mendiga
para caer de nuevo en la obediencia,
para llorar más solos que nunca la desdicha
de no saber por qué todo nos mata,
de no saber por qué somos esclavos,
de no saber por qué seremos siempre
humillados, oscuros, desolados, poetas.
Perdida en el tumulto, de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo de 100x81 cm.
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