EDGAR MORISORI
Argentina, 1930 |
TIERRA QUE SÉ
1
Tierra que sé. Tierra que voy sabiendo lentamente,
aprendiéndola así, demoroso y callado
o cavando y cavando la noche de la greda
para alumbrarle el hueso continental y amargo.
Último amor, la luna del Oeste
sube en mi corazón como una brasa
íntima, pensativa.
Sobre esa luz que me defiente el pecho
miro al jinete elemental, al padre
carpidor, regador, el guitarrero de la tarde costeña,
la tibia rama viva sobre los salitrales,
la gente que elegí para quererla,
la tierra, el horizonte que me sangra al cantar.
Para qué tanto cielo. Para qué, para quién
ese esplendor perpetuo y solitario
en que el águila cierne su alto capullo inmóvil
y el ángel de la tarde se arrodilla en la brisa?
-Yo no soy quien
responde. Otro
lo sabe: un hombre silencioso
-tabaquera de choque, soledad y alpargatas-,
al que de pronto el vino o el aire del galope crecen austral,
voceador del día,
linaje de reseros y pastores,
la provincia barrosa que tejen las acequias,
(Don Ifraín tras de sus mulas, hondo
de tarde por los surcos: claro patriarca de la primavera),
y el puestero remoto que agavilla en el viento las briznas
de la llanura o el olvido!
Así aprendemos tu dolor, tu dura
belleza, tierra, el migajón salado
que bajo la corteza de pedroso silencio guardas para la boca
que te canta,
y un aroma, un aroma...
(¡El canto! Honor del hombre y ebria
flor de su pena,
palabra a cara o cruz, guerrillera hermosura,
gajo de luz total o enamorada
sobra en que me desangro de viviente agonía).
2
El canto. Cuando el cielo se derrumba en los ojos
del último jinete, viento arriba,
y escoriales arriba su cavilosa frente trasiega la distancia,
algo en su corazón chisporrotea: algo, semilla, ráfaga,
lumbre natal, oficio de intemperie,
lo que desde su sangre pecha el silencio y brilla
como la flor azul de los alares bajo toda la arena del Oeste!
El canto: esto que arde lejanamente a veces
-estrella del perido; fuego sólo en el llano-,
y otras cruje en la boca como un árbol espléndido
que creciera del sueño congregando sus pájaros,
esto, en fin, la caliente luna del pecho, el bárbaro
panal, la vidalita que nos honra los labios,
y que sube topando la angustia o el desvelo,
profundo mediodía con que restalla el alma,
porque después, la copla, popular primavera,
se empinará en el grito, nos beberá las lágrimas,
saldrá pidiendo música por los sauzales viejos
y a su sombra dichosa punteará en las guitarras
esa luz de llanura que alumbra las milongas
(amor: gracia del tiempo, fina memoria mágica),
o solito en la tarde, tejido de ternura,
se irá muriendo el silbo por las bardas.
3
Y entonces regresamos. Alto, todo el otoño de azules
lejanísimos
iba por los quemados tomillares. El agua
raudal, sangre del cielo, el agua pasionaria de mi canto
continuaba su amor, madre de greda.
Madre, sonoro pecho
donde un mar insepulto repite todavía su ciega luz, su sílice
terrible, los ajados tesoros que el viajero recoge en tus
arenas...
(algún aspa labrada por el viento, caracolas
rotas del mar perdido, y en la lengua lunar con que el Oeste
baja por los riosecos a la sal de la pena,
tal vez el capeador alza del polvo tu flor final:
la rosa-del-desierto)
Si digo ayer es el amor; si digo
hoy, todavía es el amor. Si escribo
entonces, una vez, mañana o mientras tanto,
siempre es su fuego fiel, su ráfaga solar la que me nombra y
amanece,
como las grandes aguas desnudas de la tierra.
No está fuera del tiempo. El tiempo mismo nace
de su tenaz racimo sucesivo,
de su indomable música de esperanza y recuerdos que el
huracán del Sur desgaja y preña,
o de su humilde adobe cotidiano, caído
y levantado tantas veces por nuestras propias manos,
en cuya dulce permanencia anida una verdad invicta como
la primavera.
¿Qué encontramos? ¿Qué había
bajo las alamedas ya sin rumor, dolientes de total
transparencia contra los fuegos últimos, rendidos?
-Piedras, hojas
mojadas, el perfil de los cerros lejanos
-cuyo brumoso azul fue como lámpara del pecho del
ausente-, y este ademán antiguo con que la tierra sueña
y el hombre, por nombrarlo, llama “calandria” o “río”.
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4
Entendámonos. Hablo
de una tierra entre todas (de una tierra
como muchas, lo sé; como ninguna
para el verde relámpago del corazón). sus vientos esteparios,
los roncos bramadores donde pare la luna,
-ese oscuro gemido que atropella la noche
bajo un cielo sajado con pedernal y lágrimas-,
es un resuello astral: un dios que bate y bate
sus alas andrajosas, sus raídos
guardamontes de arena,
desde la madrugada sin orillas del tiempo.
Porque este es el país que nadie nombra, el viejo
pedral, la patria guacha que olvidó la república.
Raigosa de retama. Alta de golondrinas.
Arrojada a durar entre sus pencas,
labio de toda sed, cristo de toda sed cuya corona
trenzan los chupasangres polvorientos,
aquí todo comienza.
(Aquí, dolor, tendido
sobre la trumagosa soledad de tus llanos,
cuando la flor del pecho -su perfume, su más dulce
cogollo-, se apachangan bajo el solazo de las travesías.
Aquí, verdor, donde te vuelves lástima.
Aquí por fin, amor, en los umbrales
cetrinos del Oeste, junto a la soñolienta memoria
de las viñas,
y un universo nace, nuestro y mío,
tuyo y de nadie, prójimo y secreto,
porque no hay contraseña ni hoguera para el pródigo.)
Sus vientos; sus arenas... Y su gente: este hombre
que entrecierra los ojos para mirar más lejos,
y todo el horizonte le acaudilla la sangre,
le enarbola el pañuelo,
le sobreviene entero desde la frente al alma.
¿Qué guarda su silencio? ¿Qué busca su guitarra
sobre el parche tendido del malar, o en el ancho
resplandor de la Costa?
-Yo pienso en lo que piensa. Yo
colijo que el tiempo
le crece ciego y mineral, terroso,
sobre su corazón y su entrecejo:
unas veces dormido, polvo y tiento en las chihuas;
otras azul, gozo de vida en los chulengos,
ya puro lucerío del amor y olvidado
de sus nocturnos huesos;
pero de cuando en cuando germinal, oscurísimo
de limos fermentarios, torrencialmente nuestro
-tiempo de soledad, tiempo de América-
por la cresta del aire porfiado y montonero
de un polen principal que sólo cuaja
cuando de flor en flor lo siembra el pueblo.
De flor en flor. De sangre en sangre, tierra,
duro regazo de sedienta luna,
yo pienso en lo que callas, en lo que te vas penando,
en el agua barrosa que enciende tu cintura
de áspera miel y súbitas calandrias; en tu noche
reseca; en tu pobreza
de quinchos me despeño, y cuanto más te pienso muerdo el
canto
como quien tasca el fierro de la pena!
-Yo pienso en lo que
sueñas. Yo saludo
tu tremendo, tu altivo país de espuelas y páramo,
y esa luz livianita, serena, de las islas,
cuando el hombre la bebe como un silencio largo.
5
Tierra del tiempo. Abajo están tus dioses
ciegos ya, devorados por esa hoguera que infamó la historia,
la cultura del rémington y el filo
roto del pillán-toqui...
Arriba
hay sangre, olvido; crece del fondo de esos días
un tufo notarial, un carroñero
vuelo de jotes ávidos peleando por tus leguas,
y otra vez el olvido: sus aguas incesantes que inútilmente
lavan
los títulos patricios, las letras indelebles del despojo!
Después vino el puestero,
-el que pagó en lejura y abandono la sangre que no había
derramado-,
y con él llegó el mosto fluvial de las acequias,
un cielo de parrones que levantó el callado
padre de los alfares, costeño de la luna:
de sus manos troperas subió a temblar el álamo.
(Y ese temblor, ese rumor es mi alma
o acaso su memoria. Desterrado
nombro la Costa, invento sus noches legendarias
sobre el pobre verano del suburbio,
y un linaje de viento me condecora el canto,
me apuñala de lágrimas la boca, me dice adiós.)
Tierra del tiempo, Oeste, dichosa de horizontes,
madurando tu grito de amor entre gastadas
piedras, tu soledad tiene un latido de manantial bardino, una
sangrienta raíz, y una llagada condición de esperanza.
Yo escucho, oreja en tierra, los pasos del futuro.
Yo miro noche a noche tu intemperie estrellada.
Y, sin embargo, os digo de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo de 50x50 cm.
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