SUMARIO
Editorial
Edgar Bayley
Es infinita esta riqueza abandonada
Notas de dirección
Carmen Salamanca
Miguel de Unamuno
Incidentes domésticos (III)
Veré por ti
En estas tardes pardas
Ni mártir ni verdugo
Vuelven a mí mis noches
En horas de insomnio
A mi buitre
Para matar el tiempo
Cancionero
Louis Aragon
El autor levanta la voz
Libros

Poesía y Psicoanálisis
(1971-1991)

La cosa de la carne (II)
Aforismos
Promoción especial para estudiar psicoanálisis
Curso 2011-2012
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LIBROS

POESÍA Y PSICOANÁLISIS (1971-1991)
Autor: Miguel Oscar Menassa
192 páginas
P.V.P. 20 €

1989 - BUENOS AIRES

SEGUNDO CONGRESO
DE POESÍA Y PSICOANÁLISIS

LA COSA DE LA CARNE

LA CARNE SE REPRIME, SE OCULTA, SE MALTRATA.
LA COSA BUSCA CAUSA, ERRAR, ABRIR CAMINOS.

Viene de Las 2001 Noches nº 130

A la noche siguiente, en mi casa, unos amigos festejaban mi cumpleaños número 49 y entre copas y humos fatuos, las frases se decían sin sentido: Han pasado los años. No hemos ahorrado casi nada. Una mujer de mi edad es lo que más me inquieta. Los jóvenes, que crezcan, después se verá si sirven para algo. Yo fumaba y bebía y besaba a las mujeres de mi edad, pero mi pensamiento estaba con Don Artemidoro.
Esa patada que había hecho volar el tablero por los aires, era una verdadera e impecable patada de Karate, este hombre siempre me sorprendía, por un lado el cuerpo no existe y por otro lado, su cuerpo estaba siempre presente.
Cuando nos despedimos, la noche pasada, él se despidió aconsejándome que no me olvidara de respirar por la mañana.
Mis amigos estaban fuertemente atados a sus convicciones. Un cuerpo armónico, una palabra fácil, un sexo al aire libre, buenos trabajadores, una ambición fuerte era ser trabajadores hasta la muerte.
Sobrevivieron sólo algunos:
A Miguel Ángel, lo mataron en su escritorio trabajando un poema.
A Raúl le pegaron un balazo en la boca cuando cantaba. Miles, fueron asesinados mientras trabajaban. Los sobrevivientes, hoy día, van a trabajar aterrorizados y cuando vuelven de sus trabajos, pensando que han cambiado los tiempos y que ahora los asesinos buscan víctimas en reposo, no pueden descansar.
Huyen del tiempo y el tiempo se los come.
-Juan era el mejor -dijo Matilde-, igual lo mataron trabajando.
¿Te acuerdas la vez que se conocieron?
Matilde era mi Marlem, pero al revés, haber estado haciendo el amor con Juan el mismo día que lo mataron, hacía que Matilde tuviera unos poderes sobre mí que, por otra parte, todos le atribuían.
Así que para concluir la velada recordé con sencillez aquella tarde.
Cuando me lo trajeron al taller mecánico de almas que yo mismo regentaba en Buenos Aires, me lo presentaron diciendo que era un obrero metalúrgico, matricero, capaz de cualquier hazaña creando o reproduciendo matrices de feroces armas mortales y enemigas.
-Un buen sindicalista, dijo la voz, pero ahora se quiere suicidar y el boludo ya lo ha intentado, porque una mujer lo abandonó.
Antes de quedarnos solos, yo pregunté, en el estilo de la época, tímidamente, qué tenía que hacer y me contestaron con elocuencia:
-Un hombre, y si no se puede que se mate.
Ya solos, Juan me preguntó: ¿qué harás conmigo?
Recuerdo haberle contestado muy condensadamente:
-¿Con vos, Juan? Con vos no voy a hacer nada. Y él respondió rápidamente:
-Si quiero, ¿me puedo matar, entonces?
Lo miré con cierto aire pendenciero y vi que su contextura física era más fuerte que la mía propia y mientras con la mirada le hacía sentir que lo veía más fuerte que yo, le dije:
-Peleamos, si me ganas, podrás hacer lo que te cante el culo, si pierdes, tendrás que hacer lo que a mí se me ocurra como mejor.
No me creyó y me dijo, tal vez, con desprecio:
-No peleo con administrativos.
Cambiando de conversación le pregunté si llevaba armas y como me respondió que nunca llevaba armas, saqué tranquilamente el colt 38, regalo de Agata, la misionera, y apuntándole con exactitud a la cabeza, le dije, con soltura:
-¡Te gané, macho, te gané!
Juan, más preocupado por mi actitud que por sus ganas de matarse, preguntó con soberbia:
-¿Y ahora qué?
Y aún con tono matemático, balbuceó:
-Soy octavo dan, puedo matarte casi sin tocarte -y dejando caer la cabeza hasta apoyarla en el escritorio-, si no aprovechas esta oportunidad que te doy, puedes ponerte a rezar.
Yo le creí y con la culata del colt y con todas mis fuerzas le di en la cabeza que él tenía apoyada sobre el escritorio y lo desmayé, sólo un segundo (su fortaleza era increíble). Moviendo la cabeza de un lado para otro y poniéndose de pie, ¿Qué pasó, qué pasó? y yo le contesté con soltura mientras guardaba el colt en el cajón del escritorio:
-¡Te gané, macho, te gané!
Juan no fumaba y no bebía, así que salimos a caminar a la calle y nos hicimos amigos. Después de caminar unas ocho calles Juan ya reía con risa fuerte, cristalina, llena de esperanzas y entre esas risas que yo también ayudaba a producir, Juan me prometió vivir 20 años más.
El mismo día de nuestra conversación, 20 años después, Juan moría asesinado en la vía pública, mientras realizaba un trabajo.
-Fue en la época de la guerra -finalizó Matilde-, estábamos todos muy ocupados y nos olvidamos de renovarle el contrato a Juan.
El cuerpo no existe, repetía Don Artemidoro en mi cabeza.
¿De quién es el cuerpo del Rey?
¿Quién murió, cuando murió Juan?
¿De quién es el cuerpo?
Llegado a este límite, la muerte atraviesa mi corazón. Si no lo vi todo, fue porque, esta vez, cerré los ojos.
Lo hicieron todo delante de mí. El verdadero castigo fue no hacerme nada, dejarme allí con los ojos abiertos, sin decirme nada.
Perro rabioso sin dientes, mi rabia fue toda baba. No pude morder a nadie.
El veneno se conserva, íntegro, en mí.
Efímeros apocalipsis anunciaron el aniquilamiento de la bestia, pero la bestia come tranquila su comida, bebe su té y aúlla, alegremente, pensando en el aumento de carroña.
Bebe su té para verse beber, no para reconfortarse.
Llevada por su estilo, la bestia se come el agujero que la sostiene y se derrumba.
Sus venas se parten en cristales ambarinos, polvorienta mirada, despedazada leche sin fin.
Vengan a mí los pequeños surrealistas modernos y post, que pretendo daros una lección.
Aquí, en mi canto personal, late el cordón umbilical que une la tierra toda a los espacios celestes y bramantes.
Opalinas descubiertas, recientemente, a causa de un ilimitado bostezo de la sangre.

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Soy el vampiro dispuesto a renunciar a su voracidad.
¡Que venga, entonces, a mí, la poesía!
Soy esa caída, centro angular del alma, pequeña belleza contrariada.
Nadie estaba de acuerdo con Pardales, que éste abandonara todos sus negocios para dedicarse a descansar a orillas del mar, pero Pardales ya lo tenía decidido.
-En el mejor momento de mi carrera económica lo abandono todo -le decía a sus amigos íntimos-, le hago un hijo macho a la patrona y me dedico a escribir, que muchas son las cosas que viví y muchas más, aún, las que vi vivir.
Pardales escuchaba con mucha paciencia y algo de ironía las recomendaciones de sus socios internacionales y de sus amigos y hasta familiares.
-Retirarte ahora -le decía su primo Ernesto-, ahora, que la guita te llueve por todos lados. ¡¡¡Vos sí, que sos un loco!!!
Y Ernesto daba otra calada a su porro decidido a morirse un día de un ataque al corazón.
Pardales lo sabía, en su familia todos los hombres habían muerto por ambición desmedida de un ataque al corazón, por eso Pardales prefería retirarse en el mejor momento de su carrera.
Corazón hay uno sólo, se decía en voz baja, para ahuyentar los requerimientos de sus relaciones.
Hasta dirán que me he vuelto loco, se repetía Pardales antes de quedarse dormido, pero corazón hay uno sólo y, diciendo esto, se adormecía y así algo descansaba.
Pardales descansaba, pero no dormía, después de su experiencia de juventud en la selva, siempre se adormecía para descansar pero permanecía vigilante. Mientras dormía, sabía lo que pasaba hasta 30 kilómetros a su alrededor, pero no soñaba nunca.
Don Artemidoro descansó en el relato, para dar una larga calada y suspirar inquieto, espacio que yo aproveché para preguntar sin demasiado interés:
-¿Amigo suyo, el Pardales?
-Más que un amigo -respondió rápidamente, Don Artemidoro-, Pardales era el conjunto de emblemas que re-presentan la amistad.
Recuerdo una tarde cuando el jefe de los enemigos le apuntó con una ametralladora, Pardales con toda tranquilidad, le dijo, antes que el tipo disparara:
-Mire, Jefe, si me mata, pierde su mejor soldado -y así Pardales se alistó en el ejército enemigo y, esa fue la primera vez que Pardales salvó su vida, la segunda vez fue en la selva...
Yo lo interrumpí nervioso, porque en realidad, no me interesaba mucho la historia de Pardales, diciéndole:


Nada sé de tu nombre de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo de 50x73 cm.

www.miguelmenassa.com

 


Cuando te miro de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo de 50x73 cm.

-Pero ese Pardales, ¿murió o qué?
-O qué -me respondió Don Artemidoro con una sonrisa.
Pardales vive todavía, es como yo, uno de los inmortales. En la selva, cuando estábamos todos en la selva, Pardales nos demostró que el cuerpo no existe, aunque en verdad, en aquel momento, Pardales, llevado por mis consejos, llegó a decir que de cualquier manera, algunas mujeres y los buenos poetas, como Usted, alguna vez se encuentran con el cuerpo.
Y como parecía haber dejado el relato de lado, le pregunté:
-¿Y eso de la selva, qué fue?
-¿Le interesa? -me respondió, irónicamente, Don Artemidoro y antes de que yo pudiera responderle, él continuó:
- Lo de la inmortalidad.
Y entonces yo lo interrumpí, casi a los gritos:
-No, no, lo que me interesa es la demostración de Pardales. Yo, también -confesé-, estuve en la selva.
Después de un breve silencio, Don Artemidoro, me preguntó con ingenuidad:
-¿Cuándo?
Y yo escuchando a medias su pregunta le contesté con quién y le dije tranquilamente:
-En la selva, estuve con Juan.
La tarde era gris, y nos quedamos como en paz, él tenía su Pardales, yo tenía mi Juan.
Estábamos claramente empatados, el silencio sólo era el reposo de un entretiempo, así lo creía yo, pero de golpe cuando sonó el timbre de la casa y don Artemidoro comenzó a sonreír, sentí que me había equivocado nuevamente y pregunté:
-¿Quién es? Y Don Artemidoro sin dejar de sonreír:
-A vos, que siempre te gusta estar a cero con el mundo, me parece que esta vez has quedado a menos uno, el que toca el timbre es Pardales.
Y antes de que él le abriera la puerta a Pardales, yo le pregunté:
-¿Y Usted cómo lo sabe?
Y él a los gritos y dando un salto alejándose de la puerta de madera de roble, que hubiera caído encima suyo al paso raudo de Pardales.
-Si no hubieras cambiado mi ¿cuándo? por tu ¿quién? Juan estaba totalmente muerto.
Pardales, al vernos conversar más o menos a los gritos se tranquilizó y pidió disculpas diciendo:
-Como toqué a la puerta y no se abrió pensé que te pasaba algo, por un momento pensé que habías muerto -sentenció Pardales y Don Artemidoro, respondió con tranquilidad:
-¿Ah, sí che? ¿Y cómo te enteraste?
Yo estaba petrificado, pero ellos dos rieron blandamente y se sentaron, yo los imité, totalmente decidido a escuchar las más bellas historias de amor y muerte y, una vez más, quise ser otro cuando los dos casi a dúo, me dijeron:
-Adelante, muchacho, adelante, te escuchamos...
Ellos dos eran inmortales, yo ya estaba convencido antes de que me lo demostraran, pero yo tenía 49 años, así que me acomodé en el sillón y comencé a liar un porro.
-Mi padre, era oriental -les dije, haciéndome el boludo, mientras liaba-, bebía anís turco, fumaba y olía jazmines todo el día.
Con la primera calada corté el relato y pensé aquella tarde casi gris como esta misma tarde cuando Pichón Riviére me preguntó con entusiasmo:
-Pero, Usted, ¿qué quiere ser?
Y yo, mucho más entusiasmado que él, le dije:
-Un psicólogo social.
Después caminamos en silencio varias manzanas, hasta que el maestro entró en una tienda y compró un cuaderno pequeño, era para mí, cuando me lo entregó me dijo:
-Mire, joven, si usted quiere ser un buen psicólogo social llévelo siempre con usted.
A la segunda calada, Don Artemidoro y Pardales estaban en el centro de la habitación en posición de combate. Yo les pregunté sin interés:
-¿Artes marciales?
Y ellos otra vez a dúo:
-Lo escuchamos poeta, lo escuchamos...
Del bolsillo interior de mi chaqueta, saqué el pequeño cuaderno, regalo de Pichón Riviére y me dispuse a tomar mis notas y ése sería mi relato.
Mientras Pardales daba vueltas en el aire, Don Artemidoro habló por los dos.
-El poeta estudia su presa, antes de comérsela.
Y Don Artemidoro se desplazaba por el aire lentamente como los antiguos Lamas que habían vencido con su cuerpo, toda noción de espacio, toda realidad temporal.
Yo me vi forzado a dejar el cuaderno de lado y contesté con furia:
-El poeta, a veces, devora su presa sin conocerla.
Pero las palabras no sonaban como siempre, ellos dos seguían levitando, seguro que para entretenerme, como yo después haría con mis versos, pero en realidad me aterrorizaban.


Recuento inicial de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo de 52x47 cm.


Cogí nuevamente el cuaderno de notas y confusamente anoté:
Se mueven, pero no se mueven, articulan movimientos imposibles con sus cuerpos sin llegar a realizarlos.
Pero esta vez la voz de Pardales sonó terrible cuando, directamente metiéndose dentro de mi cabeza, me dijo:
-Viste, muchacho, hacemos lo mismo que tu pequeño Juan.
Y se movían pero sin moverse y seguían articulando movimientos imposibles sin realizarlos.
Yo, convencido, esta vez, de haber sido derrotado, dije con voz lastimada por el dolor:
-Juan murió en la acera crucificado por ideas que no tenía del todo claras y que hoy, ya casi nadie sostiene.
-Tú piensas así, muchacho, porque eres de carne. Recalcó Don Artemidoro, mientras Pardales, dándose trompadas en el pecho y mirándome a los ojos, me dijo con suma tranquilidad:
-No seas boludo, turco, yo soy Juan.
Que Pardales me llamara turco, me impresionó, porque así era como me llamaba Juan, pero igual intenté darle una patada en los huevos, pero Pardales con un simple gesto de su mano izquierda detuvo el impacto.
Tambaleante, antes de caerme, le grité:
-Hijo de puta. Juan murió ametrallado en la vía pública. Yo vi cómo lo mataban, más de 300 balazos por la espalda- y mientras terminaba de caer saqué el puñal que Juan me había regalado y se lo tiré a matar.
Igual que Juan, Pardales cogió el cuchillo al vuelo y me lo devolvió.
Yo, sin poderme contener, pregunté en voz alta:
-¿De quién es el cuerpo de Pardales, entonces?
Y Don Artemidoro sonriendo y volviendo a encender su pipa terminó diciéndome:
-Muchacho, sólo los moribundos se preocupan tanto de la muerte, del cuerpo de Pardales no te preocupes, el cuerpo de Pardales soy yo.
-Claro -contesté con lentitud, pero iluminado- el cuerpo que no existe de Don Artemidoro soy yo.
Y Don Artemidoro cerrando:
-Sí, muchacho... El cuerpo no existe y la calandria es flor.
Es intención del poeta poblar la tierra entera con sus versos y yo, precisamente, no quiero oponerme a esa cuestión... Soy el poeta, me toca poner el resto aquí, soy lo que puebla.
Fui niño y, también, fui hombre, no debo nada.
Jugué todo lo que un niño puede jugar. Amé todo lo que a un hombre le permiten amar, no tengo ambiciones.
Así, desnudo, comienzo esta nueva aventura en el mundo de las palabras.
Joya de luz abierta con mis propias manos, te dejaré caer en las ciénagas más atroces y habrá luz proveniente de las tinieblas para las pobres mentes, pequeños poetas torturados por el sol.
Ya di, en esta década que pasó, todas las ventajas, ahora tendré que dar por abierta la competencia.
Pretendo que la cosa de la carne sea una página en blanco, ahí, esperando que yo mismo deje sobre ella mis marcas personales, lo que me distingue: poesía, psicoanálisis. Partículas de ser que en su articulación, con el tiempo, nos darán un nombre propio.
A veces pienso que la lengua castellana se detuvo en mí para ser interpretada; otras, que el psicoanálisis enamorado de la lengua castellana se detuvo en mí, para ser otra cosa. En el empecinamiento de las transformaciones, llamo a la cosa personal, Poesía y Psicoanálisis, porque la carne me pertenece.
Es en este sentido que las palabras de un poeta están más cerca de la sangre que de las palabras.
Esta vez no vendo. Ni compro. Ni regalo. Ni dono. Ni permito que nadie me ayude o me moleste. Ni quiero convencerte, amada, para que saltes conmigo en el vacío de las nuevas combinaciones.
Mi carne fue carne en mil historias, pero este viaje lo hago solo.
Más allá de los amores, de los trabajos, de las historias, hago de la carne un plus y ese goce que, ahora, me pertenece, es la única cosa.
Me acerco a una velocidad imposible de precisar.
Algo vuela, algo viaja sin ser visto.
Espejismo de lo que debe ser. Un empujón más y se abrirá, en forma elocuente, el pozo de las nieves eternas y habrá algún idiota que querrá ser ese vacío.
Pero claro, nadie conseguirá nada.
La plenitud es aire y el vacío no tiene dónde dejar grabada su presencia. Los sobrevivientes ni se animarán a hablar del asunto.
Y en este sentido tengo algo que decirles a los burócratas de la complicación:
El quinto redondel soy yo.
Pequeño saber partido sobre la muerte.
No la pulsión, sino el pus de la pulsión.
La cosa de la carne, poesía y psicoanálisis.
Lo imposible se hace voz sin dejar de ser imposible.
Tajo, pero en la nieve, sólo se abre para no permanecer abierto.
Clausura que en realidad es latido.
Oscuridad que no se ve, luz que no ciega.
Todo es demasiado veloz para que el sujeto psíquico pueda captar en su totalidad, cualquier momento de pasaje. Que durante la praxis se produzca un saber sin sujeto, asegura que el pase es invisible para el sujeto.
Eso, con el tiempo, dirá lo que habrá sido, pero ya no será el sujeto.
Y si alguien se deprime por esto, como dicen los sabios, a mí, particularmente, no me parece mal que ustedes se depriman un poco, por lo que no esperaban de mí.

(Continuará)

 

www.grupocero.org

 

Galáctica I de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo de 52x75 cm.
NADIE, NUNCA, ME ALCANZARÁ, SOY LA POESÍA