FRESCORES |
TERESA DE JESÚS
ENTRE GIUSEPPE CASSIOLI Y GEORGE BATAILLE
Por Leopoldo de Luis
El pintor toscano Giuseppe Cassioli, a finales del
XIX, pintó en un cuadro a Teresa de Jesús.
No es un retrato al uso. Lejos cualquier semejanza
con la pintura piadosa, con la iconografía convencional.
Cassioli debió de leer bien a la gran escritora,
debió de compenetrarse con su literatura mística,
propagadora de llamativos e incitantes estados de éxtasis.
Un siglo antes: a finales del XVIII, Francesco Fontebasso,
pintó otro éxtasis teresiano, bien distinto.
Y en un tercer final de siglo: el del XVII, poco después
de recibir Teresa la canonización por parte
de Gregorio XV, Juan Lorenzo Bernini realizó el
soberbio grupo escultórico conservado en la
Iglesia de Santa María de la Victoria, de Roma.
Bernini interpreta con singular maestría el éxtasis:
la cabeza inclinada, los ojos cerrados, la boca en
el entreabrir del jadeo anheloso. Fontebasso coloca
al costado de la Santa una figura angélica,
en actitud que ha glosado en un hermoso poema el poeta
José Gerardo Manrique de Lara. Pero Cassioli,
en su lienzo sorprendente, va más allá.
Porque todo arrebato, todo éxtasis, es seguido
por un sosiego relajador, una laxitud. Tal es el trance
en que el pintor la evoca: Teresa, echada sobre la
yacija de su celda monástica que preside un
crucifijo erguido. Otro, colocado sobre la sábana,
al lado de la figura yacente, junto a un libro entreabierto.
Quizá había leído Teresa -¿pudo
ser la “Vida de Cristo”, del Cartujano?-
o tal vez, más que libro, fuera cuaderno en
donde pergeñó la maraña de sus
sensaciones irracionales. Acaso su visión:
“Veíale en las manos un dardo de oro largo,
y el final parecía tener un poco de fuego. Éste
me parecía meter por el corazón algunas
veces, y que me llegaba a las entrañas. Al sacarlo,
me parecía las llevaba todas consigo, y me dejaba
toda abrasada en amor grande a Dios. Era tan grande
el dolor que me hacía dar aquellos quejidos,
y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo
dolor, que no hay que desear que se quite. No es dolor
corporal sino espiritual, aunque no deja de participar
el cuerpo algo y aun harto. Es un requiebro tan suave
que pasa entre el alma y Dios que suplico yo a su bondad
lo dé a gustar a quien pensare que miento.”
Entre dolor y placer, Teresa descansa, en la imaginación
de Cassioli. Una larga línea va desde su mano
izquierda, en cuyo brazo extendido reposa la abandonada
cabeza, hasta la punta de sus pies. Recostada sobre
el lado izquierdo, la pierna derecha cruza, haciendo
resaltar una firme cadera. Porque Teresa -he aquí lo
insólito del cuadro- está desnuda. Es
una hermosa mujer, como no nos la han sabido describir
sus biógrafos. Una mujer hermosa y fuerte. Grandes
pechos, firmes muslos resaltan, con luces y sombras,
sobre la cama. La noche del cabello desata su negrura
en la playa doméstica para el mar del silencio.
Un fondo oscuro absorbe y precipita la sombra del misterio
de lo sobre natural. Nos llega a la memoria uno de
los impresionantes sonetos de Blas de Otero, que no
en vano fue en sus inicios poeta místico:
Cuerpo de la mujer o mar de oro
donde amando las manos no sabemos
si los senos son olas, si son remos
los brazos, si son alas solas de oro.
Retrato de Teresa desnuda. ¿Moverá a
escándalo semejante osadía? No debiera.
Este cuerpo es altar de pureza soñadora, y se
convierte en un himno a la más hermosa creación
divina. Sólo el cuerpo humano puede ser soporte
del milagro de la transfixión mística.
Cuerpo y alma -¿quién puede ya dudarlo?-
son una misma cosa y sus fenómenos interdependientes. ¿Un
alma atribulada en un cuerpo exultante? ¿Un
cuerpo compungido, con un alma inmune? “Suena
la soledad de Dios”. Las virtudes y el fervor
de Teresa merecen el halo de la santidad, y así es
acogida en el seno de la Iglesia católica. Pero
la santidad se forma en el cuerpo y en el alma, convertida
en fanal de sagrada luz. La santidad no viene dada
por sayal o estameña. Ni bayeta en manteos ni
lienzo en tocas insuflan virtud, sino la enmarcan.
Querer que la santa no lo sea si se la despoja del
hábito de rigor, sería pasarse de castaño
oscuro, sería exceder del valor adverticio de
las formas. Cuerpo rendido por orar incesante, abatido
por la depresión nerviosa que sigue a la exaltación.
Teresa es una amante fervorosa. Teresa: cuerpo y alma
enamorados de Jesús. Lo pregona su nombre. No
hay impiedad alguna en este osado cuadro, al revés:
hay una sublimación de la belleza y de la pureza
que llegan ungidas por la santidad. La desnudez es
el primer gesto para romper el estado cerrado del ser
individual, en busca de comunicación amorosa.
Toda actuación erótica tiene como principio
derribar la estructura cerrada del ser. Un poeta de
nuestro tiempo, Vicente Aleixandre, lo realiza poéticamente
en su libro La destrucción o el amor: el amor,
rompe límites. Amor o erotismo. Georges Bataille
clasifica el erotismo en erotismo del cuerpo, del corazón
y de lo sagrado. Los tres buscan la continuidad de
lo discontinuo, que es el individuo. Teresa muestra
su cuerpo sacudido por la experiencia erótica
de su alma, porque su corazón tiende a Dios.
Teresa -lo sabemos por el Dr. Nóvoa
Santos- ha sufrido un angor pectoral, a causa de un
infarto. Cuando el corazón duele acongojado
por la angina de pecho, llevamos nuestra mano como
queriendo acariciarlo, queriendo acariciar las alas
abatidas de ese pájaro herido. Porque decía
Bécquer, en la Rima LVI, que el corazón
es una máquina estúpida, pero no es verdad. ·El
corazón es un pájaro preso que a veces
pugna por volar, sabiendo como sabe que el vuelo es
imposible.
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Y la crisis anginosa
nos lleva a flotar idealmente, con un sueño entre
dulce y acuitado. Y así, en ese entresueño,
vería Teresa al ángel del dardo de oro. Y su
luz la deslumbró, hasta hacerle saltar la corriente
de la epilepsia, que la zarandeó y le puso en la boca
blancas rosas de saliva. Es claro que no emito un diagnóstico:
no soy médico. Sé que algunos científicos
niegan la enfermedad de la santa, pero me limito al aspecto
de su propia declaración. En todo caso, bien puede
decirse que Teresa no se mordía la lengua -en el mejor
de los sentidos, aunque alguna vez lo declarase tras un fenómeno
convulso-. Teresa, tras la visita del ángel, quedó dormida
entre los dos crucifijos de su celda, como la intuye Cassioli,
en su hermosura de casi diosa.
Teresa ocultaría su desnudo a ojos
impuros, como ocultaría sus visiones y sus éxtasis.
Las gentes vulgares se burlan groseramente de lo maravilloso,
y aun condenan cuando sobrepasa la zafiedad ambiente. A la
vuelta de la esquina se apilaba la leña inquisitorial.
Pero Teresa no era alumbrada ni la tentó el espíritu
de Rotterdam. Su amor era concreto, porque era Jesucristo:
aunque lo dice con versos que traen el perfume del Cantar
de la Sulamita:
Cuando el dulce cazador
me tiró y me dejó herida
en los brazos del amor
quedó mi alma rendida
y cobrando nueva vida
de tal manera he trocado
que mi amado es para mí
y yo soy para mi amado.
Teresa caída en éxtasis,
y nos lo cuenta. El éxtasis saca al ser de sí mismo
y lo coloca fuera de la razón. Ya es bien sabido que
el éxtasis rompe nuestros propios lazos, los lazos
de uno, los que traban la personalidad y, a cambio, proporciona
un contacto con lo Divino. Sin embargo, la narración
del éxtasis nada nos transmite, nada nos dice, salvo
aspectos del alma del místico que lo experimentó.
Decía Ortega que cualquier teología su-ministra
más “cantidad de Dios”, más nociones
de la Divinidad que muchas descripciones de éxtasis.
Y es que el éxtasis consiste en un transtorno psicofísico.
Desde William James sabemos que toda modificación
psíquica va acompañada de cambios corporales.
El pragmatismo nos lleva a una psicología materia-lista.
No osbtante, Bataille devuelve a Teresa su gracia sagrada.
Mística erótica o erotismo
místico. Cuando Georges Bataille publica en 1957 su
profundo y amplio ensayo L’Erotisme, no sólo
lo analiza en la experiencia interior, sino que se interesa
en la mística y la sexualidad. Para Bataille, la determinación
del erotismo es primitivamente religiosa. Jean Paul Sartre
decía a Bataille que él mismo era un nuevo
místico. Quizá porque consideraba la muerte
como la entrada en la inmanencia. El ser que se sabe finito
y trascendente, esto es: el ser discontinuo, tiende a una
continuidad humana y cósmica. Tiende, en último
término, a la Eternidad:
Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero
que muero porque no muero.
¿Qué es, sino la convicción
de que para alcanzar la vida di-vina hay que pasar por la
muerte?
Bataille se acerca a Santa Teresa por un camino actual: el
del moderno pensamiento carmelitano, que no elude enfrentarse
con el tema, otrora espinoso, del misticismo y la sexualidad.
Parece que los católicos no le temen a Freud. Porque
piensan que la unión sexual no es mera biológía,
sino que encierra el valor de expresar la unión de
un Dios trascendente con la Humanidad, esto es: un acontecimiento
sagrado. No es sólo que el simbolismo conyugal de
los místicos tenga o no una significación sexual,
sino que la unión sexual conlleva un sentido superior
y cuasi sagrado. La experiencia mística parece asemejarse
en muchos casos a la experiencia sexual, pero nada auto-riza
a su explicación recíproca. Si queremos entender
a los místicos, si queremos -nos dice Bataille- determinar
el punto en que se revela la relación del erotismo
con la espiritualidad, debemos volver a la visión
interior. No sé qué hubiera dicho Bataille
de aquellos versos de Blas de Otero -cuyo libro se publicó,
por cierto, años antes que L’Erotisme-:
Besas besos de Dios...
bebes mi vida...
Oh Dios, si para verte
bastara un beso, oh Dios,
¿por qué no basta eso?
Nuestro poeta, que llega a su Ángel
fieramente humano desde juveniles paseos por los huertos
místicos de San Juan, percibe la experiencia del doble
erotismo: el sexual y el divino. En su sexta morada, Teresa
de Jesús siente “el alma herida por el amor
del Esposo”, antes de que, como dos velas de cera,
esposa y esposo aunan sus pabilos. Con razón Antonio
Machado, en uno de sus Proverbios, llamó a Teresa “alma
de fuego”.
Georges Bataille no admite como irrefutable
la tesis de Marie Bonaparte1 que identifica goce místico
y goce orgásmico, sobre todo en mujeres histéricas.
La expresión mística, ¿es una sexua-lidad
traspuesta, tal como quieren algunos científicos?
Bataille insiste en que sería difícil probarlo:
la casta Teresa jamás tuvo ocasión de constatar
el parecido. Sexo y mística nos llevan -eso sí-
parejamente a la muerte. Son, en la terminología de
Bataille, transgresiones a los interdictos de la existencia.
La materia fundida con la materia telúrica durará,
como dura el alma fundida a la Eternidad de Dios. O, dicho
con la gravedad del barroco: “polvo serán, mas
polvo enamorado”. Enamorada de Jesús como ninguna
otra mujer, Teresa lo encontró en sus éxtasis,
en sus arrobamientos inefables, que sin duda nunca nos contó del
todo, no podía contarlos del todo: fuera de sí,
ya no hay palabras suficientes.
Giuseppe Cassioli exalta el cuerpo de Teresa
como un hermoso altar para oficiar sus éxtasis. Georges
Bataille exalta el espíritu de Teresa como una luz
interior que la ilumina. Entre uno y otro pasa Teresa de
Jesús, hermosa y santa, amante fervorosa, divinamente
loca, como una “llama de amor viva”, por aplicarle
el verso que tiernamente hiere de su paisano Juan.
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1 María Bonaparte.
Psiquiatra Psicoanalista francesa. De sus obras: “Edgar
Allan Poe: su vida y su obra”, 1933. “Cronos,
Eros y Tanatos”, 1952. |