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Quiere y no quiere su color mi pecho
Frescores
Rodolfo Alonso
La intemperie sin fin: Juan L. Ortiz (1896-1978)
Juan-Jacobo Bajarlía
Ezra Pound: Un salto al vacío
Leopoldo de Luis
Teresa de Jesús entre Giuseppe Cassioli y George Bataille
Socios de Honor
Entrevista Miguel Oscar Menassa
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FRESCORES

TERESA DE JESÚS ENTRE GIUSEPPE CASSIOLI Y GEORGE BATAILLE

Por Leopoldo de Luis

El pintor toscano Giuseppe Cassioli, a finales del XIX, pintó en un cuadro a Teresa de Jesús. No es un retrato al uso. Lejos cualquier semejanza con la pintura piadosa, con la iconografía convencional. Cassioli debió de leer bien a la gran escritora, debió de compenetrarse con su literatura mística, propagadora de llamativos e incitantes estados de éxtasis. Un siglo antes: a finales del XVIII, Francesco Fontebasso, pintó otro éxtasis teresiano, bien distinto. Y en un tercer final de siglo: el del XVII, poco después de recibir Teresa la canonización por parte de Gregorio XV, Juan Lorenzo Bernini realizó el soberbio grupo escultórico conservado en la Iglesia de Santa María de la Victoria, de Roma. Bernini interpreta con singular maestría el éxtasis: la cabeza inclinada, los ojos cerrados, la boca en el entreabrir del jadeo anheloso. Fontebasso coloca al costado de la Santa una figura angélica, en actitud que ha glosado en un hermoso poema el poeta José Gerardo Manrique de Lara. Pero Cassioli, en su lienzo sorprendente, va más allá. Porque todo arrebato, todo éxtasis, es seguido por un sosiego relajador, una laxitud. Tal es el trance en que el pintor la evoca: Teresa, echada sobre la yacija de su celda monástica que preside un crucifijo erguido. Otro, colocado sobre la sábana, al lado de la figura yacente, junto a un libro entreabierto. Quizá había leído Teresa -¿pudo ser la “Vida de Cristo”, del Cartujano?- o tal vez, más que libro, fuera cuaderno en donde pergeñó la maraña de sus sensaciones irracionales. Acaso su visión:

“Veíale en las manos un dardo de oro largo, y el final parecía tener un poco de fuego. Éste me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas. Al sacarlo, me parecía las llevaba todas consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande a Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay que desear que se quite. No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento.”

Entre dolor y placer, Teresa descansa, en la imaginación de Cassioli. Una larga línea va desde su mano izquierda, en cuyo brazo extendido reposa la abandonada cabeza, hasta la punta de sus pies. Recostada sobre el lado izquierdo, la pierna derecha cruza, haciendo resaltar una firme cadera. Porque Teresa -he aquí lo insólito del cuadro- está desnuda. Es una hermosa mujer, como no nos la han sabido describir sus biógrafos. Una mujer hermosa y fuerte. Grandes pechos, firmes muslos resaltan, con luces y sombras, sobre la cama. La noche del cabello desata su negrura en la playa doméstica para el mar del silencio. Un fondo oscuro absorbe y precipita la sombra del misterio de lo sobre natural. Nos llega a la memoria uno de los impresionantes sonetos de Blas de Otero, que no en vano fue en sus inicios poeta místico:

Cuerpo de la mujer o mar de oro
donde amando las manos no sabemos
si los senos son olas, si son remos
los brazos, si son alas solas de oro.

Retrato de Teresa desnuda. ¿Moverá a escándalo semejante osadía? No debiera. Este cuerpo es altar de pureza soñadora, y se convierte en un himno a la más hermosa creación divina. Sólo el cuerpo humano puede ser soporte del milagro de la transfixión mística. Cuerpo y alma -¿quién puede ya dudarlo?- son una misma cosa y sus fenómenos interdependientes. ¿Un alma atribulada en un cuerpo exultante? ¿Un cuerpo compungido, con un alma inmune? “Suena la soledad de Dios”. Las virtudes y el fervor de Teresa merecen el halo de la santidad, y así es acogida en el seno de la Iglesia católica. Pero la santidad se forma en el cuerpo y en el alma, convertida en fanal de sagrada luz. La santidad no viene dada por sayal o estameña. Ni bayeta en manteos ni lienzo en tocas insuflan virtud, sino la enmarcan. Querer que la santa no lo sea si se la despoja del hábito de rigor, sería pasarse de castaño oscuro, sería exceder del valor adverticio de las formas. Cuerpo rendido por orar incesante, abatido por la depresión nerviosa que sigue a la exaltación. Teresa es una amante fervorosa. Teresa: cuerpo y alma enamorados de Jesús. Lo pregona su nombre. No hay impiedad alguna en este osado cuadro, al revés: hay una sublimación de la belleza y de la pureza que llegan ungidas por la santidad. La desnudez es el primer gesto para romper el estado cerrado del ser individual, en busca de comunicación amorosa. Toda actuación erótica tiene como principio derribar la estructura cerrada del ser. Un poeta de nuestro tiempo, Vicente Aleixandre, lo realiza poéticamente en su libro La destrucción o el amor: el amor, rompe límites. Amor o erotismo. Georges Bataille clasifica el erotismo en erotismo del cuerpo, del corazón y de lo sagrado. Los tres buscan la continuidad de lo discontinuo, que es el individuo. Teresa muestra su cuerpo sacudido por la experiencia erótica de su alma, porque su corazón tiende a Dios.

Teresa -lo sabemos por el Dr. Nóvoa Santos- ha sufrido un angor pectoral, a causa de un infarto. Cuando el corazón duele acongojado por la angina de pecho, llevamos nuestra mano como queriendo acariciarlo, queriendo acariciar las alas abatidas de ese pájaro herido. Porque decía Bécquer, en la Rima LVI, que el corazón es una máquina estúpida, pero no es verdad. ·El corazón es un pájaro preso que a veces pugna por volar, sabiendo como sabe que el vuelo es imposible.

 

Y la crisis anginosa nos lleva a flotar idealmente, con un sueño entre dulce y acuitado. Y así, en ese entresueño, vería Teresa al ángel del dardo de oro. Y su luz la deslumbró, hasta hacerle saltar la corriente de la epilepsia, que la zarandeó y le puso en la boca blancas rosas de saliva. Es claro que no emito un diagnóstico: no soy médico. Sé que algunos científicos niegan la enfermedad de la santa, pero me limito al aspecto de su propia declaración. En todo caso, bien puede decirse que Teresa no se mordía la lengua -en el mejor de los sentidos, aunque alguna vez lo declarase tras un fenómeno convulso-. Teresa, tras la visita del ángel, quedó dormida entre los dos crucifijos de su celda, como la intuye Cassioli, en su hermosura de casi diosa.

Teresa ocultaría su desnudo a ojos impuros, como ocultaría sus visiones y sus éxtasis. Las gentes vulgares se burlan groseramente de lo maravilloso, y aun condenan cuando sobrepasa la zafiedad ambiente. A la vuelta de la esquina se apilaba la leña inquisitorial. Pero Teresa no era alumbrada ni la tentó el espíritu de Rotterdam. Su amor era concreto, porque era Jesucristo: aunque lo dice con versos que traen el perfume del Cantar de la Sulamita:

Cuando el dulce cazador
me tiró y me dejó herida
en los brazos del amor
quedó mi alma rendida
y cobrando nueva vida
de tal manera he trocado
que mi amado es para mí
y yo soy para mi amado.

Teresa caída en éxtasis, y nos lo cuenta. El éxtasis saca al ser de sí mismo y lo coloca fuera de la razón. Ya es bien sabido que el éxtasis rompe nuestros propios lazos, los lazos de uno, los que traban la personalidad y, a cambio, proporciona un contacto con lo Divino. Sin embargo, la narración del éxtasis nada nos transmite, nada nos dice, salvo aspectos del alma del místico que lo experimentó. Decía Ortega que cualquier teología su-ministra más “cantidad de Dios”, más nociones de la Divinidad que muchas descripciones de éxtasis. Y es que el éxtasis consiste en un transtorno psicofísico. Desde William James sabemos que toda modificación psíquica va acompañada de cambios corporales. El pragmatismo nos lleva a una psicología materia-lista. No osbtante, Bataille devuelve a Teresa su gracia sagrada.

Mística erótica o erotismo místico. Cuando Georges Bataille publica en 1957 su profundo y amplio ensayo L’Erotisme, no sólo lo analiza en la experiencia interior, sino que se interesa en la mística y la sexualidad. Para Bataille, la determinación del erotismo es primitivamente religiosa. Jean Paul Sartre decía a Bataille que él mismo era un nuevo místico. Quizá porque consideraba la muerte como la entrada en la inmanencia. El ser que se sabe finito y trascendente, esto es: el ser discontinuo, tiende a una continuidad humana y cósmica. Tiende, en último término, a la Eternidad:

Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero
que muero porque no muero.

¿Qué es, sino la convicción de que para alcanzar la vida di-vina hay que pasar por la muerte?
Bataille se acerca a Santa Teresa por un camino actual: el del moderno pensamiento carmelitano, que no elude enfrentarse con el tema, otrora espinoso, del misticismo y la sexualidad. Parece que los católicos no le temen a Freud. Porque piensan que la unión sexual no es mera biológía, sino que encierra el valor de expresar la unión de un Dios trascendente con la Humanidad, esto es: un acontecimiento sagrado. No es sólo que el simbolismo conyugal de los místicos tenga o no una significación sexual, sino que la unión sexual conlleva un sentido superior y cuasi sagrado. La experiencia mística parece asemejarse en muchos casos a la experiencia sexual, pero nada auto-riza a su explicación recíproca. Si queremos entender a los místicos, si queremos -nos dice Bataille- determinar el punto en que se revela la relación del erotismo con la espiritualidad, debemos volver a la visión interior. No sé qué hubiera dicho Bataille de aquellos versos de Blas de Otero -cuyo libro se publicó, por cierto, años antes que L’Erotisme-:

Besas besos de Dios...
bebes mi vida...
Oh Dios, si para verte
bastara un beso, oh Dios,
¿por qué no basta eso?

Nuestro poeta, que llega a su Ángel fieramente humano desde juveniles paseos por los huertos místicos de San Juan, percibe la experiencia del doble erotismo: el sexual y el divino. En su sexta morada, Teresa de Jesús siente “el alma herida por el amor del Esposo”, antes de que, como dos velas de cera, esposa y esposo aunan sus pabilos. Con razón Antonio Machado, en uno de sus Proverbios, llamó a Teresa “alma de fuego”.

Georges Bataille no admite como irrefutable la tesis de Marie Bonaparte1 que identifica goce místico y goce orgásmico, sobre todo en mujeres histéricas. La expresión mística, ¿es una sexua-lidad traspuesta, tal como quieren algunos científicos? Bataille insiste en que sería difícil probarlo: la casta Teresa jamás tuvo ocasión de constatar el parecido. Sexo y mística nos llevan -eso sí- parejamente a la muerte. Son, en la terminología de Bataille, transgresiones a los interdictos de la existencia. La materia fundida con la materia telúrica durará, como dura el alma fundida a la Eternidad de Dios. O, dicho con la gravedad del barroco: “polvo serán, mas polvo enamorado”. Enamorada de Jesús como ninguna otra mujer, Teresa lo encontró en sus éxtasis, en sus arrobamientos inefables, que sin duda nunca nos contó del todo, no podía contarlos del todo: fuera de sí, ya no hay palabras suficientes.

Giuseppe Cassioli exalta el cuerpo de Teresa como un hermoso altar para oficiar sus éxtasis. Georges Bataille exalta el espíritu de Teresa como una luz interior que la ilumina. Entre uno y otro pasa Teresa de Jesús, hermosa y santa, amante fervorosa, divinamente loca, como una “llama de amor viva”, por aplicarle el verso que tiernamente hiere de su paisano Juan.

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1 María Bonaparte. Psiquiatra Psicoanalista francesa. De sus obras: “Edgar Allan Poe: su vida y su obra”, 1933. “Cronos, Eros y Tanatos”, 1952.

125.001 ejemplares: NADIE, NUNCA, ME ALCANZARÁ, SOY LA POESÍA