LEYENDO A BAUDELAIRE
Es ésta para mí una de las noches más
tristes y crueles
del mundo
Baudelaire con sus ojos estúpidos
torcidos por la sífilis; Baudelaire con sus
ojos de brujo
maligno, me está mirando fijamente desde un
libro de luto.
Llegó arrastrándose a mi casa, hemipléjico
y zurdo.
Baudelaire llegó a mi casa después del
crepúsculo,
a la hora en que salen los dementes murciélagos
nocturnos.
Le dije: señor, se equivoca. No le conozco.
Ya está oscuro
y esta casa se extingue a las seis de la tarde,
cuando me aíslo como una araña en su
telar profundo.
Y Baudelaire me dijo: es a usted al que busco.
Al que se aísla cuando los primeros pájaros
se guarecen
ante la inminencia del terror y los ruidos confusos.
Al arácnido en sombras pervertidas oculto.
Y la baba caía de los labios de Baudelaire
comidos por la sífilis, lascivos y convulsos.
Vengo a su casa porque usted conoce, como yo,
la orfandad y la pena.
Yo lo he sentido clamar por su madre dormido
como gritan los sonámbulos, los hombres siempre
solos
desde su inválida niñez. Es a usted al
que busco.
Yo lo he visto golpear estérilmente los impasibles
muros
de la orfandad, preguntando por el nombre de su madre,
esa que usted tiene ahora fotográficamente en
lo turbio
de esta casa con flores malditas.
Es a usted al que busco, es a usted al que busco.
Y Baudelaire atáxico me miraba con sus ojos
estúpidos.
Y gritaba y gritaba con la tenacidad babeante del idiota:
es a usted al que busco, es a usted al que busco.
A usted lo amó la sífilis. La he visto
reptar sobre su cuerpo
con sus gusanillos minúsculos
royéndole las células nerviosas, las
celdillas cerebrales
con las que usted escribe; partiéndole los músculos
con los que usted trabaja, y la vertebral columna
con la que sostiene su cuerpo, cual otra columna de
orgullo.
Es ella la que excita sus prodigiosos dedos
para que no reposen. Diosa blanca y verdugo.
Ella le rinde imágenes fantásticas, sonidos
misteriosos
que sólo usted escucha, paraísos conclusos.
Después de la muerte en las cenizas de sus huesos
estará el treponema proclamando su triunfo.
Yerto de horror, de crápula, de espanto,
miraba yo a Baudelaire, el hemipléjico, el intruso,
que seguía gritándome y gritándome
y gritándome:
es a usted al que busco, es a usted al que busco.
Salga usted de mi casa, le dije elevando mis gritos
y elevando con furia los puños.
Voy a echarle a ese perro
que custodia mi sueño proclive y mi sueño
fecundo.
Y él seguía gritando y gritando diabólico
y lúgubre:
es a usted al que busco, es a usted al que busco.
Al huérfano, al solo, al que siente el fulgor
de la sífilis
cruzar cual sombrío relámpago por sus
ojos impuros.
Al que ama la carne podrida del burdel y el sepulcro,
como amé a Jeanne Duval, deforme y perversa.
Es a usted al que busco, es a usted al que busco.
Y un desorden sublime cayó sobre mi casa reducida
como un corazón sin ternura. Y crecía
el insulto
tremendo y la baba del atáxico horrible.
Y en mi rostro cayó su saliva asquerosa, su
esputo
de locura y de fuerza perseguida por el Mal sin descanso.
Y crecía y crecía el desorden de mi casa
y cayeron los libros
y Las Flores del Mal por el suelo en desorden
y volaron
las mesas
en divino desorden y el incendio quemó las columnas
y el agua que bebo inundó de mi alcoba la calma,
y el sol que me ilumina desde un cuadro de Van Gogh
desprendióse
del lienzo y se echó sobre mí como un
tigre iracundo.
Quise escribir: ¡Piedad! pero las manos desobedecieron,
y la palabra ató mi lengua con asfixiantes nudos,
y era mi cuerpo un tronco devorado por la demencia
que en la sífilis
incuba sus corpúsculos,
hasta que un águila sorda se lleva nuestro espíritu,
y el cuerpo se nos queda rezagado, concluso,
como estoy yo esta noche de crueldad indecible,
mientras el hemipléjico grandioso me grita sin
saciarse:
¡Es a usted al que busco, es a usted al que busco!
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