FRESCORES |
LA
INTEMPERIE SIN FIN:
JUAN L. ORTIZ (1896-1978)
Por Rodolfo Alonso
El 11 de junio se cumplieron cien
años del nacimiento de Juan L. Ortiz. Es
el tipo de conmemoraciones que, en otras épocas,
devolvía -así fuera en forma momentánea-
algún tipo de resonancia pública
a los grandes artistas olvidados. No ha sido el
caso. Si no fuera por una o dos instituciones privadas,
y otros tantos organismos provinciales, el acontecimiento
hubiera pasado casi totalmente inadvertido. Cosa
que, después de todo, no le hubiera movido
un pelo a su principal protagonista. Porque, si
de algo estaba lejos Juan L. Ortiz, si algo no
le rozaba siquiera el pensamiento, era la posibilidad
de convertirse en destinatario de ceremonias u
homenajes.
Y esto puedo afirmarlo porque
lo conocí. De una manera mucho más
secreta, absolutamente personal, junto con aquellos
otros se cumplen ahora también unos cuarenta
años desde que lo visité en Paraná,
por vez primera. Aunque también es muy probable
que haya sido incluso antes. Pero si los documentos
sirven para algo, de 1956 es una de las pocas fotos
de entonces que han sobrevivido. Y, con ella, volviéndola
a contemplar, se me devuelven aquellos años
de mi juventud en que, cruzando en los lanchones
por encima del ancho río desde Santa Fe
a la ca-pital entrerriana, unos pocos íbamos
a su encuentro.
Hay descubrimientos concretados
en esos primeros años que, como si fuéramos únicos,
se nos hacen de tal modo reveladores que no podemos
ni siquiera permitirnos pensar en compartirlos.
Ese ser acaso ni presentido, que se corporizó de
pronto frente a nuestros ojos asombrados, apareciéndosenos
como si ya lo hubiéramos conocido desde
siempre, cumpliendo sin saberlo casi todos nuestros
sueños, se nos muestra tan íntimo,
tan intransferible, que cuesta imaginarnos la misma
(o similar) experiencia, vivida por otros.
Y, sin embargo, como casi al
mismo tiempo otra personalidad ejemplar, Daniel
A. Dessein, me había abierto con absoluta
li-bertad las puertas de ese suplemento literario,
no vacilé en incorporarlo a la aventura.
Y así vino a ocurrir que “La Gaceta” fue
uno de los pocos grandes diarios argentinos donde
pudo escribir Juan L. Ortiz, donde casi por primera
vez nos ocupamos desde un punto de vista crítico
de sus libros, desde siempre artesanales, de dignísima
modestia, y sin otro tipo de circulación
que no fuera la afectiva.
Pero la vida tiene, como bien
lo sabía Ortiz, extrañas formas de
manifestarse. Hace unos pocos días, y sin
que mediara por mi parte sugerencia ni alusión
alguna, un poeta muy joven, con quien no habíamos
hablado del asunto, me escribió espontáneamente
y, entre otros temas, recordaba un viaje de este
verano a Entre Ríos con su novia. Pasaron
por Gualeguay y visitaron la casa donde vivió el
poeta. “No sé bien qué buscábamos,
tal vez secretamente lo buscábamos a él
y ver su casa vacía y su busto en una plaza
fue como la confirmación de su muerte. Le
cuento esto porque en algún lado vi una
foto suya donde Juanele está con usted y
otros poetas y eso me da como una nostalgia del
pasado ajeno, tal vez la menos mala de las envidias”.
Y entonces descubro que, después
de tantos años, ya he aprendido a compartir
a Juan L. con otra adolescencia. Pero también
que soy yo, ahora, en cambio, quien envidia, y
precisamente la oportunidad de ser un joven y descubrir,
todavía, por cuenta propia, como un descubrimiento,
como si fuera la primera vez, en su poesía
o en su aura, esa presencia entrañable de
Juan L. Ortiz.
SABIDURÍA
DE INTEMPERIE
De los homenajes a que aludí al
comienzo, por bien intencionados que resulten,
el más efectivo me parece sin duda el que
efectuó la Universidad Nacional del Litoral:
la edición -lo más exhaustiva posible-
de sus obras completas en un tomo de mil páginas
(para cuya presentación algunos viejos conocidos
fuimos convocados el 28 de septiembre a Santa Fe).
Y no sólo porque, también en este
caso, los textos de un poeta me parezcan la forma
más legítima, más honesta,
más auténtica, de intentar aproximarnos
a él. Sino también porque, y justamente
en este caso, las menudas anécdotas, las
apariencias -sintomáticas o no- durante
algún tiempo me hayan hecho temer el riesgo
de ver rodar su imagen apenas al pintoresquismo
cuando no, lo que sería casi imposible,
a la parodia. Pero creo que, por suerte, y merced
a su propios contravenenos y antídotos,
a la propia veraz hondura que emana de la personalidad
de Juan L. Ortiz, este último peligro ha
sido en gran medida conjurado.
“El poeta, cuando habla
de la cosa, es la cosa”, fue una de las primeras
confidencias que me hizo. Y también, casi
simultáneamente, que “El pueblo tiene
sabiduría de intemperie”. Entre ambas
verdades, todavía, de algún modo,
me parece que aún es posible rastrearlo.
Hace muchos años, en ocasión de estarse
publicando una amplia historia de la literatura
argentina en forma de fascículos, al proponer
yo que se dedicara uno de ellos a la obra de Ortiz,
me sentí responder (y por alguien no desprovisto
de sensibilidad e información, incluso universitaria)
que no había escuela o corriente donde ubicarlo.
Sin salir de mi estupor no dejé de insistir,
precisamente en que su absoluta ori-ginalidad estaba
más allá de todo esquema y que, por
eso mismo, se merecía un lugar alto y aislado.
Pero no tuve suerte. |
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El asombro de Miguel
Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo, 92x65 cm.
¿No podríamos, entonces,
aceptar, no sin cierta temblorosa inquietud pero sin
esperar de ello ni certidumbre ni precisión
alguna, que Juan L. Ortiz resulta -por lo menos- uno
de los pocos (y grande) simbolistas de nuestro continente
y nuestra lengua? Por supuesto, percibiendo bajo esa
denominación mucho más que una escuela
o tendencia literaria. Como se sabe, las ambiciones
del simbolismo en sus mejores vertientes fueron mucho
más amplias y más profundas que las de
una mera capi-lla. El hombre que era capaz de llamar “niñas” a
las colinas en-trerrianas, que podía sentirse
sin empostación alguna “junto a una hierba” o
a quien vi yo mismo conviviendo sin distancia ninguna
con animales y crepúsculos, con el río
y los verdes, con seres y con cosas que él sentía
animados o que se animaban para él, con él,
en una comunión a la vez terrena y cósmica,
no puede ser confinado por supuesto a su temprana compenetración
con los mejores simbolistas (“mis belgas”,
como él mismo bien dice, explícitamente).
Esta intuición de ligarlo con
los postulados más hondos del mejor simbolismo
no responde, en absoluto, a las mismas razones -así sus
antípodas- que impidieron su inclusión
en aquella historia de nuestra literatura. Por el contrario,
resurgen de las mismas razones (“deja las letras
y deja la ciudad”) que llevaron a Juan L. Ortiz
a apartarse de todo. De todo lo que no fuera a la vez
inmediato y esencial. De lo esencial que para él
era a la vez magnífico y humilde, cósmico
y fraternal, intemperie sin fin y universo sin fin. ¿Cómo
no recordar, a este respecto, a esa otra alma que bien
podría ser gemela de la suya, aquel que quiso
llamarse Saint-Pol-Roux, que abandonó los halagos
de París y la literatura para convertirse en el
Gran Viejo, en el Mago de la apartada y mística
Bretaña, feliz como uno más entre sus pescadores,
pastores y labriegos, y que constituye -no por ca-sualidad
sin que los literatos o los universitarios lo hayan percibido-
a la vez una culminación del mejor simbolismo
y el mejor puente con la poesía moderna o las
vanguardias?
LA PRIMERA MIRADA
Hace algún tiempo, Alfredo Veiravé me
hizo el honor de invitarme a participar de un homenaje
a Ortiz, nada menos que en su Gualeguay. Aproveché para
correrme unos pocos kilómetros hasta Puerto Ruiz,
casi aledaño, a fin de conocer personalmente el
lugar donde había nacido nuestro poeta. Y aunque
ya estaba en cierto modo predispuesto por ese aire de
lo que quiso ser y se detuvo en el tiempo, de alguna
forma parte del encanto de la villa gualeya, en Puerto
Ruiz ese impacto fue todavía mayor. Las melancólicas
instalaciones ferroportuarias ahora detenidas, se volvían
irrisorio monumento al lado del estancamiento ge-neral.
De la casa donde nació Ortiz sólo quedaba
la pared del frente, en un patético equilibrio
inestable, acentuado quizá por la tocante placa
de la sociedad de escritores locales.
Pero mucho más tocante que todo
eso era el contexto general. La tarde serenísima,
de grandes cielos abiertos, se combaba sobre los infinitos,
acuáticos paisajes entrerrianos, para mi gusto
prácticamente hindúes, orientales, con
morenas y delgadísimas figuras a medias inmersas
en las aguas, de pie (gente que, como me dijeron, ya
sólo vívía de la caza o de la pesca),
sobre cuyas cabezas los pájaros dejaban una huella
tan leve como silenciosa, en medio del gran silencio
general. De pronto, me descubrí percibiendo que
eso encajaba a maravillas con la entera poética
de Juan L. Ortiz. Y no supe ni puedo ni sabré precisar
nunca si Oscar Wilde tenía finalmente razón
en aquello de que la naturaleza imita el arte, o si todo
el mundo de Juan L. no surgía con espontánea
frescura de ese mismo ámbito, de esos seres y
aguas y horizontes y cielos y tardes que sus ojos de
niño habían visto sin duda con asombro,
con pasmo original, penetrados de tan sutilísima
belleza, después de abrirse por primera vez. Porque
la patria de los poetas es su lengua, sí, pero
también su infancia.
“En el aura del sauce” fue
el título que eligió, él mismo,
para encabezar la primera edición de sus poemas
completos, aque-llos legendarios tres tomos de portada
gris plata que la rosarina Editorial Biblioteca publicó durante
1971. Si la aparición de ese concepto, “aura”,
no fuera de por sí notablemente significativa,
recordemos lo que había expresado tiempo antes, ¿sobre
el mismo tema? nada menos que Walter Benjamín,
y a partir de Novalis: “La experiencia del aura
reposa por lo tanto sobre la transferencia de una reacción
normal en la sociedad humana a la relación de
lo inanimado o de la naturaleza con el hombre. Quien
es mirado o se cree mirado levanta los ojos. Advertir
el aura de una cosa significa dotarla de la capacidad
de mirar”. A lo cual añade, como nota al
pie: “Esta actividad constituye una de las fuentes
primordiales de la poesía”. Para concluir,
poco después, que ciertos descubrimientos psicológicos “vienen
a apoyar un concepto de aura según el cual ésta
es la “aparición irrepetible de una lejanía”. |