Quise acrecentar la estatura de mi
carne
hasta dejarla sin apariencia de hombre, en actitud de
roca
erguida contra lo que amenace destrucción.
Una de esas montañas oscuras
que únicamente aclaran al crepúsculo,
y retenerte allí por un momento, ¡oh, sed
de mis tinieblas!,
consumando nuestra unión en las alturas más
solas,
en ese instante de contrición y aniquilamientos
dinásticos
en que desaparece el último sol sobre las cumbres.
Quise entregarte mis vacíos
por donde a veces cruzan islas como veloces barcas
que a bordo llevan tripulación de nubes,
rojas espumas de calientes mostos
y ecuatorial repercutir de cánticos.
Yo soy el capitán de esas naves corsarias,
atormentadamente fugitivas.
¡Qué puede mi entusiasmo y qué mi espíritu
contra este mar de horror en que navego!
En las orillas crecen grupos de cocoteros y de plátanos
que dan al aire su explosión de vida.
Pero yo soy el capitán sombrío
que estandartes de cólera acaudilla.
Perdí mi amor más alto al desterrarte
lejos de mí a nocturnos archipiélagos,
y allá voy entre gritos de soberbia,
como barco sin brújula a estrellarme
contra los arrecifes de la muerte.
Tú pudieras alzarme a tu espejismo
donde abundan esteros y coronas.
Restituirme al centro de mis imaginaciones puras
y disminuir este clamor que me hace trepidar
como al zócalo de una metrópoli martirizada,
donde murieron vírgenes y atletas campeones.
A pesar de ti otro hermético mundo me llama.
A él subo a contemplar como un conquistador
olvidado,
banderas derrotadas y llanuras ya sin ejércitos,
desde un monte casi humano que recibe
y transforma en insignia de su angustia,
la soledad del último sol sobre las cumbres.
A pesar de ti otro hermético mundo me nombra.
Yo lo escucho movilizarse en torno
de mi silencio andino,
con mi sagacidad de bestia acostumbrada
a oír la evolución de hundidas formas
y el ruido de las larvas apoderándose de los
muertos.
Ese ha sido mi estrago: separarme
de lo más puro y explorar abismos,
para volver del fondo de mi infierno
con aridez de corrosivas marcas.
Acércate a mis líquidos derumbes
y probarás la sal de las marismas.
Óyeme hablar y sentirás el vértigo
de las constelaciones que interrogo.
Mírame al centro de los ojos verdes
y encontrarás el odio del pantano.
No soy del orbe tuyo en que sazonan
continentes de trigos y naranjas.
Soy de la oscuridad, de lo más hondo
del frenético piso americano,
y si aclara en mi espíritu es con todos
los desórdenes y los desequilibrios
de un cielo huracanado cuando baja
el último sol sobre las cumbres.
Hay en mi alma trágico designio
que me enfrenta a las sombras y a las ruinas.
Mi resistencia fúnebre es más grande
si una noche de lágrimas me asiste
y un suelo cataclísmico me apoya.
De allí salgo a proclamar mi creencia en un
Dios gigante
y bárbaro,
creador de la Fuerza y de hombres
que resisten el desplazamiento de una estrella
y el volumen de la mayor angustia combatiéndoles.
Hombres que pueden contemplarle de pie en las cordilleras
y entre relámpagos oírle.
Almas para la vida de las cúspides
y el trance agobiador de la hermosura.
Ese es mi Dios. Y cuando padezco y cuando amo;
cuando siento la oscuridad o la negación de
la esperanza,
quisiera estremecerle con titánico alarido;
de soledad como la mía circundarle
y con nubes enormes invadirle.
Que no me oyera nunca suplicatorio,
sino móvil y enérgico y fecundo.
Atormentado sí porque deseo
mi victoria final contra el espacio,
y desaparecer como una imagen suya y semejanza;
sólo tal vez, humanamente solo,
como el último sol sobre las cumbres.
Aquí estoy con mi seguridad de caverna
alojando tu voz que te adelanta
como el rumor al salto de las olas.
Se van días y días y otros días
y días,
y nada se ve de ti ni se oye ni se entiende.
Observo desde azules promontorios
por si algún signo amado te descubre.
Y es verdad. Allá vuelves de la ausencia
encendiendo los arcos ponentinos.
Tu ardor como la antorcha de luceros
que viven del hidrógeno y del calcio,
no palidece nunca ni se gasta.
Yo me incendio también para esperarte
y de fulgor galáctico me visto.
El instantáneo cruce de nuestras órbitas
principia
y el alterno dolor de nuestros diálogos,
porque los dos no somos sino el grito
de las separaciones infinitas.
Te llamé desde un valle corporal y tranquilo,
me dices.
Y respondo: en la noche cruzaban dinamismos eternos.
Era que yo te hablaba de una estirpe de vida, respondes.
Otro mundo de llamas existía, te digo de nuevo.
Pude ser el contacto más vital de tu sangre,
me dices.
Y te digo otra vez: me agitaban dinamismos eternos.
Era yo que te hablaba del calor de la tierra, respondes.
Y te digo: cruzaban satélites y esplendores
y sueños.
Era yo que pasaba convocándote al mundo, me
dices.
Otro mundo de llamas existía, respondo de nuevo.
Con raíces de sangre yo te busco en la tierra,
suplicas.
Con la sed del espíritu yo te aguardo en el
tiempo.
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