SUMARIO
Germán Pardo García
Fin de los trabajos de Herakles
Destrucción bajo el mar
Testimonios
Nocturno menor
Último sol sobre las cumbres
Dylan Thomas
Veo a los muchachos del verano
La fuerza que por el verde tallo impulsa a la flor
No entres dócilmente en esa noche quieta
Desde la primera fiebre del amor a su infortunio
Elegía
Donde una vez las aguas de tu rostro
Halla la carne sobre los huesos
De los suspiros
Sobre todo cuando el viento de octubre
Muertes y entrada
Poema de octubre
Si me hiciera cosquillas el roce del amor
Socios de Honor
Agenda
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DYLAN THOMAS

Gran Bretaña, 1914

VEO A LOS MUCHACHOS
DEL VERANO

I

Veo a los muchachos del verano en su ruina
convertir en eriales los dorados rastrojos,
desdeñar las cosechas y congelar los suelos;
y allí, en su ardor, el invernal diluvio
de amores escarchados, persiguen a las niñas,
y echan en sus mareas los sacos de manzanas.

Los muchachos de luz en su locura, coagulan lo que tocan,
agrian la miel hirviente;
hurguetean los muñecos de escarcha en las colmenas;
allí en el sol, frígidas hebras
de oscuridad y duda, ellos nutren sus nervios
y el signo de la luna, nada es en sus vacíos.

Veo a los muchachos del verano en el vientre materno
rasgar hacia la luz la atmósfera del útero,
dividir noche y día con pulgares de duende;
allí, desde lo hondo, con sombras seccionadas
de sol y luna ellos pintan sus dársenas
mientras les pinta el sol los cascos de la frente.

Sé que de esos muchachos han de surgir hombres de nada
hechos por la transformación de las semillas,
o han de lisiar el aire saltando de sus llamas,
desde sus corazones, cuando el pulso candente
del amor y la luz estalle en sus gargantas.
Oh, ved el pulso del verano en el hielo.

II

Pero las estaciones deben ser desafiadas o se tambalearán
en algún cuarto de hora repicante
donde, como una puntual muerte hacemos tintinear las
estrellas;
esa noche en que el invierno soñoliento
les tira de la negra lengua a las campanas
y no se atreven a chistar siquiera
los vientos de la luna y de la medianoche.

Somos los oscuros negadores, exorcicemos a la muerte
en la mujer colmada de verano,
arrojemos la vida musculosa de los amantes que se crispan,
y de los muertos limpios que hace fluir el mar
echemos al gusano de ojos brillantes en la linterna de Davy,
y del vientre preñado quitemos el muñeco de paja.

Nosotros, muchachos del verano en esta red de cuatro vientos,
verdes por el hierro de las algas,
levantemos al bullicioso mar y arrojemos sus pájaros,
alcemos la bola del mundo llena de olas y espuma
para ahogar los desiertos con sus mareas
y trenzar los jardines del condado.

En primavera ornamentamos nuestra frente.
Vivan las bayas y la sangre,
y crucificamos a los alegres señores en los árboles;
Aquí el húmero músculo del amor se aja y muere,
aquí estalla un beso en una cantera sin amor,
Oh ved en los muchachos los polos de la promesa.

III

Yo os veo, muchachos del verano, en vuestra ruina.
El hombre en el desierto de su larva.
Y los muchachos son plenos y ajenos en la bolsa.
Soy el hombre que vuestro padre fue.
Somos hijos del pedernal y de la brea.
Oh, ved cómo se besan los polos que se cruzan.

Quise acrecentar la estatura de mi carne
hasta dejarla sin apariencia de hombre, en actitud de roca
erguida contra lo que amenace destrucción.
Una de esas montañas oscuras
que únicamente aclaran al crepúsculo,
y retenerte allí por un momento, ¡oh, sed de mis tinieblas!,
consumando nuestra unión en las alturas más solas,
en ese instante de contrición y aniquilamientos dinásticos
en que desaparece el último sol sobre las cumbres.

Quise entregarte mis vacíos
por donde a veces cruzan islas como veloces barcas
que a bordo llevan tripulación de nubes,
rojas espumas de calientes mostos
y ecuatorial repercutir de cánticos.
Yo soy el capitán de esas naves corsarias,
atormentadamente fugitivas.
¡Qué puede mi entusiasmo y qué mi espíritu
contra este mar de horror en que navego!
En las orillas crecen grupos de cocoteros y de plátanos
que dan al aire su explosión de vida.
Pero yo soy el capitán sombrío
que estandartes de cólera acaudilla.
Perdí mi amor más alto al desterrarte
lejos de mí a nocturnos archipiélagos,
y allá voy entre gritos de soberbia,
como barco sin brújula a estrellarme
contra los arrecifes de la muerte.

Tú pudieras alzarme a tu espejismo
donde abundan esteros y coronas.
Restituirme al centro de mis imaginaciones puras
y disminuir este clamor que me hace trepidar
como al zócalo de una metrópoli martirizada,
donde murieron vírgenes y atletas campeones.

A pesar de ti otro hermético mundo me llama.
A él subo a contemplar como un conquistador olvidado,
banderas derrotadas y llanuras ya sin ejércitos,
desde un monte casi humano que recibe
y transforma en insignia de su angustia,
la soledad del último sol sobre las cumbres.

A pesar de ti otro hermético mundo me nombra.
Yo lo escucho movilizarse en torno
de mi silencio andino,
con mi sagacidad de bestia acostumbrada
a oír la evolución de hundidas formas
y el ruido de las larvas apoderándose de los muertos.
Ese ha sido mi estrago: separarme
de lo más puro y explorar abismos,
para volver del fondo de mi infierno
con aridez de corrosivas marcas.
Acércate a mis líquidos derumbes
y probarás la sal de las marismas.
Óyeme hablar y sentirás el vértigo
de las constelaciones que interrogo.
Mírame al centro de los ojos verdes
y encontrarás el odio del pantano.
No soy del orbe tuyo en que sazonan
continentes de trigos y naranjas.
Soy de la oscuridad, de lo más hondo
del frenético piso americano,
y si aclara en mi espíritu es con todos
los desórdenes y los desequilibrios
de un cielo huracanado cuando baja
el último sol sobre las cumbres.

 

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NO DEBEMOS CALMAR EL HAMBRE NUNCA


D1871 (MOM)

Hay en mi alma trágico designio
que me enfrenta a las sombras y a las ruinas.
Mi resistencia fúnebre es más grande
si una noche de lágrimas me asiste
y un suelo cataclísmico me apoya.

De allí salgo a proclamar mi creencia en un Dios gigante
y bárbaro,
creador de la Fuerza y de hombres
que resisten el desplazamiento de una estrella
y el volumen de la mayor angustia combatiéndoles.
Hombres que pueden contemplarle de pie en las cordilleras
y entre relámpagos oírle.
Almas para la vida de las cúspides
y el trance agobiador de la hermosura.
Ese es mi Dios. Y cuando padezco y cuando amo;
cuando siento la oscuridad o la negación de la esperanza,
quisiera estremecerle con titánico alarido;
de soledad como la mía circundarle
y con nubes enormes invadirle.
Que no me oyera nunca suplicatorio,
sino móvil y enérgico y fecundo.
Atormentado sí porque deseo
mi victoria final contra el espacio,
y desaparecer como una imagen suya y semejanza;
sólo tal vez, humanamente solo,
como el último sol sobre las cumbres.

Aquí estoy con mi seguridad de caverna
alojando tu voz que te adelanta
como el rumor al salto de las olas.
Se van días y días y otros días y días,
y nada se ve de ti ni se oye ni se entiende.
Observo desde azules promontorios
por si algún signo amado te descubre.
Y es verdad. Allá vuelves de la ausencia
encendiendo los arcos ponentinos.
Tu ardor como la antorcha de luceros
que viven del hidrógeno y del calcio,
no palidece nunca ni se gasta.
Yo me incendio también para esperarte
y de fulgor galáctico me visto.
El instantáneo cruce de nuestras órbitas principia
y el alterno dolor de nuestros diálogos,
porque los dos no somos sino el grito
de las separaciones infinitas.

Te llamé desde un valle corporal y tranquilo, me dices.
Y respondo: en la noche cruzaban dinamismos eternos.
Era que yo te hablaba de una estirpe de vida, respondes.
Otro mundo de llamas existía, te digo de nuevo.
Pude ser el contacto más vital de tu sangre, me dices.
Y te digo otra vez: me agitaban dinamismos eternos.
Era yo que te hablaba del calor de la tierra, respondes.
Y te digo: cruzaban satélites y esplendores y sueños.
Era yo que pasaba convocándote al mundo, me dices.
Otro mundo de llamas existía, respondo de nuevo.
Con raíces de sangre yo te busco en la tierra, suplicas.
Con la sed del espíritu yo te aguardo en el tiempo.

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LA FUERZA
QUE POR EL VERDE TALLO
IMPULSA A LA FLOR

La fuerza que por el verde tallo impulsa a la flor
impulsa mis verdes años; la que marchita la raíz del árbol
es la que me destruye.
Y yo estoy mudo para decirle a la encorvada rosa
que la misma fiebre invernal dobla mi juventud.

La fuerza que impulsa el agua entre las rocas
impulsa mi roja sangre; la que seca los arroyos parlantes
vuelve cera los míos.
Y yo estoy mudo para contarle a mis venas
cómo la misma boca bebe del manantial de la montaña.

La mano que arremolina el agua del estanque
remueve las arenas; la que amarra las ráfagas del viento
iza mi vela de sudario.
Y yo estoy mudo para decirle al ahorcado
que el barro del verdugo está hecho de mi arcilla.

Los labios del tiempo sorben del manantial;
el amor gotea y se acumula, mas la sangre vertida
calmará sus pesares.
Y yo estoy mudo para decirle al viento en la intemperie
cómo ha trazado el tiempo un cielo entre los astros.

Y yo estoy mudo para decirle a la tumba de la amada
que en mi sábana avanza encorvado el mismo gusano.

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NO ENTRES DÓCILMENTE
EN ESA NOCHE QUIETA

No entres dócilmente en esa noche quieta.
La vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día;
Rabia, rabia, contra la agonía de la luz.

Aunque los sabios al morir entiendan que la tiniebla es justa,
porque sus palabras no ensartaron relámpagos
no entran dócilmente en esa noche quieta.

Los buenos, que tras la última inquietud lloran por ese brillo
con que sus actos frágiles pudieron danzar en una bahía verde
rabian, rabian contra la agonía de la luz.

Los locos que atraparon y cantaron al sol en su carrera
y aprenden, ya muy tarde, que llenaron de pena su camino
no entran dócilmente en esa noche quieta.

Los solemnes, cercanos a la muerte, que ven con mirada
deslumbrante
cuánto los ojos ciegos pudieron alegrarse y arder como
meteoros
rabian, rabian contra la agonía de la luz.

Y tú mi padre, allí, en tu triste apogeo
maldice, bendice, que yo ahora imploro con la vehemencia
de tus lágrimas.
No entres dócilmente en esa noche quieta.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.

 

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