DESDE LA PRIMERA
FIEBRE DEL AMOR
A SU INFORTUNIO
De la primera fiebre del amor a su infortunio, desde
el tierno
segundo
hasta el hueco minuto del vientre,
desde el primer atisbo hasta el tijeretazo umbilical
la edad del pecho y la época feliz del delantal
cuando ninguna
boca
se agitaba en torno al hambre suspendido,
y el mundo entero era uno solo, una nada ventosa,
bautizaron mi mundo en un fluir de leche.
Y la tierra y el cielo fueron un solo cerro al aire,
el sol y la luna derramaban una misma luz blanca.
Desde la primera huella del pie descalzo, desde la
mano que se
eleva
y la irrupción del pelo,
desde el primer secreto del corazón, el fantasma
que advierte,
y hasta el primer asombro mudo ante la carne,
el sol fue rojo y la luna fue gris,
y la tierra y el cielo fueron cual dos montañas
que se encuentran.
El cuerpo prosperó, los dientes en las encías
meduladas,
los huesos que crecían, el murmullo del semen
dentro de la glándula santificada, la sangre
bendijo al corazón,
y los cuatro vientos, que tanto tiempo soplaron al
unísono
abrillantaron mis orejas con la luz del sonido,
llamaron en mis ojos con el sonido de la luz.
Y fue amarilla la multiplicación de las arenas,
cada grano dorado salpicaba la vida en su vecino,
verde era la casa cantarina.
La ciruela que mi madre arrancara maduró dulcemente,
el niño que dejara caer desde la oscuridad de
su costado
hacia el regazo cavado de la luz, creció fuerte,
musculoso, enmarañado, atento a los gemidos
del muslo
y a la voz que, como una voz de hambre,
arañaba en el sonido del viento y del sol.
Y desde el primer deterioro de la carne
yo aprendí el lenguaje del hombre para enroscar
las formas del
pensar
en el idioma pétreo del cerebro,
para llenar de sombras y tejer nuevamente la trama
de palabras
dejada por los muertos que, en su césped sin
luna,
no necesitan del calor de la palabra.
La raíz de las lenguas se termina en un cáncer
exagüe,
no es más que un nombre que los gusanos hacen
cruz.
Aprendí los verbos de la voluntad y supe mi
secreto;
las claves de la noche golpearon en mi lengua;
donde antes había sólo una, hubo de pronto
muchas mentes
sonoras.
Un solo vientre, un solo espíritu vomitó la
materia.
Un pecho amamantó al fruto de la fiebre,
aprendí la otra cara del cielo que divorcia,
el globo dos veces enmarcado que giraba;
un millón de cerebros alimentaron al retoño
que divide mis ojos;
la juventud, de veras se abrevió; las lágrimas
de la primavera
se diluyeron en el verano y en las cien estaciones;
un sólo sol, un único maná, fue
calor y alimento.
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ELEGÍA
Demasiado altivo para morir, murió ciego
y vencido
del modo más sombrío, sin mirar hacia
atrás,
un hombre amable y frío en su mezquino orgullo
el día más sombrío. Oh que
siempre yazga
luminoso por fin en la colina final llena de cruces,
bajo la hierba, enamorado y que joven se vuelva
entre los largos rebaños, y nunca yazga perdido
o quieto
en todos los innumerables días de su muerte
aunque por sobre todo él suspiraba por el
pecho materno
que era descanso y polvo y en la tierra benévola
la más oscura justicia de la muerte ciega
y profana.
Dejad que no encuentre otro descanso que ser hallado
y
protegido
yo rezaba en el cuarto agazapado, junto a su cama
ciega,
en la casa ya muda, un minuto antes del mediodía
y de la noche y de la luz. Los ríos de los
muertos
veteaban su pobre mano que sostenía yo mientras
veía
las raíces del mar a través de sus
ojos sin vida.
(Un viejo atormentado, tres cuartas partes ciego.
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