FIN DE LOS TRABAJOS
DE HERAKLES
A Vicente Aleixandre
Mantua me genuit. Calabri rapuere. Tenet nunc
Parthenope; cecina pascua, rura, duces.
Epitafio de Virgilio.
Soy Heracles, semidiós y pugilista griego.
Poeta fui también de Colombia, mi patria.
Le ayudé a Prometeo a arrebatar a los dioses
la llama celeste.
Después le vi encadenado en las llanuras de
Escitia.
Armé el brazo de Pausanias en Platea,
y a lomo de pentélico centauro
galopé en la penumbra de los siglos,
hasta llegar al de la universal batalla.
Vi decapitar en Londres a Tomás Moro
y padecí bajo el poder de la injusticia.
Le disputé a Jack Jonson el cetro de la fuerza
sobre algún ring en Indianápolis.
Contemplé el derrumbe del ejército alemán
en las congeladas estepas.
Me enfrenté a las iras dinámicas
y a la desintegración de los átomos.
Les canté a las húmedas mieses y a los
toros
de Colombia, en recuerdo de Virgilio.
Tengo 2.500 años. Estoy inerme y solo
y he llegado al fin de mis trabajos corpulentos.
No me intimida la muerte porque mi razón es
más honda
que el pensamiento de los dioses.
Pero ¿quién sabe algo de mí, de
mi fulgurante entusiasmo,
de mi destino heroico,
de mi solidaridad humana, humilde y tierna?
Mis himnos a los obreros y a las cosas,
¿quién escucha?
Sé que no puedo combatir con mi clava de roble
contra una compulsión acorazada.
He perdido la orientación divina.
Soy un náufrago del Tiempo, un héroe
occiduo.
Mas aún tengo el orgullo de mi estirpe.
Y en el instante de la agonía,
al separarme del mundo,
memoro lo que de mí cantara Eóphokles,
y con la voz grande y clara de los poetas y los púgiles,
yo, que todavía soy la hermosura y la soberbia,
con mis últimos poderes así clamo,
y restalla mi voz contra los Andes:
¡preparad para mi cuerpo la pira fúnebre
sobre los Montes Eta!
¡Y que los colibantes de Cibeles
no me tornen insensible
con la liturgia de sus flautas,
al penetrar mi ser en el Misterio!
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DESTRUCCION BAJO EL MAR
Suelo descender a profundidades oceánicas
que en partes todavía sin explorar de mi espíritu
existen.
Allí mi atormentado mundo no acaba de formarse
o se desintegró hace mucho y sus ruinas en mi
alma se mueven.
Son esas partes mudas, desconocidas, de anfibios horizontes
que no se han visto nunca y sin embargo se recuerdan.
Seguido por moluscos y esponjas ambulantes,
quelonios y estrellas de mar, hacia abajo navego.
Glaucos ojos esféricos de asteroide o de atún
me contemplan
invadir como huésped intruso.
Más abajo mi alma choca contra arrecifes de
oro
que tienen perlas incrustadas y corales crecientes.
Mi deseo vital les extiende las manos
y ese núcleo de estrellas encantadas y de oro
se rompe.
Arriba en la superficie círculo fugaz de espumas
delata
que algo que no fue mío pereció para
siempre.
Más abajo encuentro escombros de volúmenes
como cúpulas
de una ciudad castigada por el mar. Tal vez la pretérita
ciudad mía,
aquella de las casas purísimas y los altares
elevados
al universo; la desaparecida ciudad mía que
hoy suplica
desde lo más patético de su estrago sin
lágrimas,
aprisionada por fúnebre peso de sal y de exterminio.
Desciendo más y más y descubro en declives
de colores lacustres, más augurio de estrago.
Allí se disolvió un arco iris que ahora
tiñe de sangre,
y de azul
y de verde
y de lila,
la concentrada palpitación de aquel submar.
Grupos de figuras vencidas me recuerdan
tantos seres amados. Allí están con las
sienes
inundadas, las manos densamente inundadas,
mientras vegetaciones marítimas absorben
la claridad que les subía por las venas hasta
el árbol del sueño.
Y bajo más y más hasta los paraísos
amorfos y frustados de mi ser, y hasta las catacumbas
en donde el grito del sepulcro
no logra evasión.
Y desciendo y desciendo vertical y vertiginoso
hasta lo más profundo mío, allá donde
mi esencia
principia a confundirse con el origen de las cosas
increadas o inconclusas.
Declino hasta lo más eterno y profundo mío,
allá donde mi
cuerpo
ya no me pertenece ni mi alma; al fondo del gran mar
disolvente y licuante
en donde me sumerjo desde hace siglos, desde ayer,
desde
hoy mismo,
para volver desde hace siglos cada instante a la tierra,
al centro de las formas que me ven regresar de la nada,
deshecha en mil jirones mi escafandra de viento
y con la frente empapada por sudor que todo lo corroe,
semejante al agua con yodo del mar, o a esa otra furia
de ese otro mar que nombro y que golpea como el corazón
de un hombre
contra los acantilados del Tiempo. |