SUMARIO
Editorial
Mario Benedetti
Defensa de la alegría
Notas de Dirección
Carmen Salamanca
Clarice Lispector
Cambie
Julio Cortázar
Te amo por ceja
Enrique Molina
Una experiencia
Rosalía de Castro
Una vez tuve un clavo
Oliverio Girondo
Gratitud
César Vallejo
Espergesia
Olga Orozco
El resto era silencio
Alfonsina Storni
Regreso en sueños
Animal cansado
Blanca Varela
Escena final
Robert Louis Stevenson
Fuerte y débilmente
Roberto Juarroz
Así como no podemos
Cada uno tiene su pedazo de tiempo
Miguel Oscar Menassa
La vejez me pisa los talones
Aforismos
Agenda Grupo Cero

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César Vallejo

Perú, 1892

ESPERGESIA

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Todos saben que vivo,
que soy malo; y no saben
del diciembre de ese enero.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Hay un vacío
en mi aire metafísico
que nadie ha de palpar:
el claustro de un silencio
que habló a flor de fuego.

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Hermano, escucha, escucha...
Bueno. Y que no me vaya
sin llevar diciembres,
sin dejar eneros.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Todos saben que vivo,
que mastico... y no saben
por qué en mi verso chirrían,
oscuro sinsabor de ferétro,
luyidos vientos
desenroscados de la Esfinge
preguntona del Desierto.

Todos saben... Y no saben
que la Luz es tísica,
y la Sombra gorda...
Y no saben que el misterio sintetiza...
que él es la joroba
musical y triste que a distancia denuncia
el paso meridiano de las lindes a las Lindes.

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo,
grave.

 

Olga orozco

Argentina, 1920

EL RESTO ERA SILENCIO

Yo esperaba el dictado del silencio;
acechaba en las sombras el vuelo sorprendente del azar, una chispa del sol,
así como quien consulta las arenas en el desierto blanco.
Él no me respondía, tercamente abismado en su opaca distancia,
su desmesura helada.
Calculaba tal vez si hacer hablar al polvo que fue columna y fue fulgor dorado
no era erigir dos veces el poder de la muerte,
o si nombrar enigmas al acecho y visiones que llevan a otros cielos
no era fundar dos veces lo improbable, como en la vida misma.
Quizás siguiera el juego de unos dados que no terminan nunca de caer,
que giran como mundos extraviados en el vacío inmenso.
Yo aventuraba voces de llamada en la bruma,
sílabas que volvían tal como la paloma del diluvio volvió por primera
vez al Arca,
balbuceos deshabitados hasta nadie, hasta salir de mí.
Él crecía entre tanto a costa mía y a expensas de la Historia,
amordazando al tiempo, devorando migaja por migaja la creación.
Era todos los nombres y era el tigre,
el color del crepúsculo, los mares, el templo de Segesta, las tormentas.
Denso como la noche, contra la noche muda me acosaba.
Y ya no hablaba más. Éramos, él y yo.
¿No fue entonces extraño que de pronto lo viera casi como al Escriba,
remoto, ensimismado, frente al papel desnudo,
con los ojos abiertos hacia su propio fuego sofocado
y la oreja tendida hacia el sermón del viento y el salmo de la nieve?
Había una sentencia en su página blanca,
un áspero dictado caído de lo alto hasta su mano:
"Y haz que sólo el silencio sea su palabra".

 

NADIE, NUNCA, ME ALCANZARÁ, SOY LA POESÍA