Enrique Molina
Argentina, 1910 |
UNA EXPERIENCIA
I
Extraño fue vivir,
penetrar en la noche, amanecer,
el amor, el olvido.
Realicé actos insólitos,
pasarme la mano por la boca, tocarme una oreja,
dormí en lugares clandestinos,
¡oh Dios mío!, encendí fuego, atravesé
la densa espera de los matrimonios
cargada de plegarias
por lo que fluye, por lo que se aleja.
Circulé en medio de mujeres pintadas,
me despedí, oí gemir y hablar de muerte
y cantar en la sangre, en su vuelo
sin justicia, sin perdón, sin piedad.
¿Cuántas puertas se abrieron? ¿Qué tierra se ofreció?
Besé cuerpos tibios y poderosos, llenos de hechizos,
ornados con pulseras y collares,
con medias transparentes,
con una súplica amenazadora, con una sentencia,
con un perfume peligroso en la nuca.
Estuve al sol, con mi extraña condición,
en ciertas músicas, en aposentos.
Ignoro a qué poderes he servido,
no sé si mi vida fue de flor o de miedo.
Un mundo donde se está solo, se implora
en la infinita oscuridad de las cosas,
entre la gente de mirada impávida,
entre recuerdos de tortura.
II
He estado en lugares donde invadió la langosta,
en los que había caballos, perros, vacas,
en fin, seres y cosas
en poder de una bruja polvorienta.
Tras un mudo homenaje
he despedido a un muerto
con exaltada furia
por la luz insondable de las venas.
He sido idólatra, he bebido, he soñado.
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Manejé un abrelatas, vi aparecer
en el envase
viscosos tentáculos, un haz de calamares
con un terror supersticioso
por esas formas del delirio.
Pelé una naranja, con un corto cuchillo,
un sol frutal
del que manaba un líquido dorado, que se escurría
por los largos bucles
de la Venus naciendo de las aguas, de Boticelli.
Estuve oculto
bajo los besos, bajo los adioses,
en la sal amarilla de la vida doméstica.
Sentí manos acariciantes
resbalar por mi cuerpo
o blancas piernas me enlazaron
en la piedad de su poder desierto.
Estuve en los límites infranqueables
de la mujer,
en todas las discordias del corazón.
No sé dónde he estado.
Rosalía de Castro
España, 1837 |
UNA VEZ TUVE UN CLAVO
Una vez tuve un clavo
clavado en el corazón,
y yo no me acuerdo ya si era aquel clavo
de oro, de hierro o de amor.
Sólo sé que me hizo un mal tan hondo,
que tanto me atormentó,
que yo día y noche sin cesar lloraba
cual lloró Magdalena en la Pasión.
"Señor, que todo lo puedes
-pídele una vez a Dios-,
dame valor para arrancar de un golpe
clavo de tal condición."
Y diómelo Dios, arranquelo.
Pero… ¿quién pensara?… Después
ya no sentí más tormentos
ni supe qué era dolor;
supe sólo que no sé qué me faltaba
en donde el clavo faltó,
y tal vez… tal vez tuve soledades
de aquella pena… ¡Buen Dios!
Este barro mortal que envuelve el espíritu,
¡quién lo entenderá, Señor!… |