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FRESCORES

DE UNA NUEVA LITERATURA*

Característico de tiempos como el nuestro es el derroche de energías. Se es siempre demasiado joven, lo que quiere decir, demasiado tontamente complicado e incómodo frente a la inverosímil posibilidad de realizar las cosas hasta ayer prohibidas. Es propio de los jóvenes acercarse a la vida, por ejemplo a una mujer, con un complejo bagaje de ideas preconcebidas y abstractas, de exigencias, de celosas susceptibilidades, que deterioran y destrozan los nervios. A demasiada gente, hoy -jóvenes y viejos- le falta el arte de dejar hablar a las cosas, de aceptar el propio destino, de ponerse de acuerdo consigo mismo. Todos nos debatimos inútilmente; así como nadie, hoy, sabe elegir una ciudad, una casa, donde detenerse y trabajar. Tal vez sea el efecto, que aún perdura, de la vida y de la lucha clandestinas; tal vez sea algo peor.

La más grande de las cosas hasta ayer prohibidas era, sin duda, la capacidad de trabajar libremente y de hablar para los otros, para el prójimo, para el compañero hombre. Y hasta donde llega el análisis objetivo, la formulación y la consecuente puesta en práctica de un método político en una determinada situación, mucho se ha hecho y se hará entre nosotros, y las capacidades están y los compañeros lo saben. Aquí no se derrochan energías. La dura lucha y la gravedad de lo puesto en juego tienden a eliminar de por sí a quien ponga en su trabajo superestructuras y orgasmo. No es posible mentir por largo tiempo en este terreno. Sobre todo, no es posible mentirse a sí mismo. Nos movemos entre realidades sangrientas, y a quien tiene buena voluntad la conciencia sabe por lo menos sugerirle que acepte ciertas órdenes. Colaborar con los otros, con el prójimo, puede ser fatigoso, desesperado, nunca imposible. La presencia, la parte de los otros, nos enseña el camino.

Hay, en cambio, un campo de trabajo -donde se habla para los otros, o más bien se escribe- que parece llevar fatalmente consigo una separación, un aislamiento, y ciertamente, por lo menos en su fase conclusiva, excluye toda colaboración y contacto. Es el trabajo de la fantasía inteligente, dirigido a sondear y expresar la realidad: poesía, narración, ensayo, y demás. Para atender a este trabajo es necesario aislarse, y no sólo materialmente: el esfuerzo de auscultación que ejercemos sobre nosotros mismos tiende a despedazar muchos puentes con el exterior y a hacernos perder el gusto del intercambio, de la convivencia, de la cordial humanidad. Tiende a contraponernos a las cosas, a hacernos descuidar, ignorar. Se había salido para comprender, para poseer más a fondo la realidad, y el resultado es que uno se encierra en un mundo ficticio que se opone a la realidad. Entonces, naturalmente, se sufre.

En este estado de desequilibrio, de inquieta conciencia, viene el derroche. Uno se mantiene o vuelve a ser adolescente. Se debate en esa adolescencia. Se inventan teorías, justificaciones, problemas. Se olvida -o nunca se lo supo bien- que el deber, el trabajo, es otro: precisamente, el de sondear y expresar la realidad a través de la fantasía inteligente. Interrogar a las cosas y escucharlas, interrogar a los otros y aceptar el destino, parece ahora demasiado simple, y se llega hasta a crearse deberes, complicados y erróneos como todas las veleidades. El mundo de ayer toleraba una equívoca figura de intelectual que, sin reconocer deberes, vivía sustancialmente de teorías, justificaciones y problemas. Cuando quería “crear”, se ponía delante de la “realidad” e intentaba expresarla, sucediendo a menudo que erraba de realidad y expresaba, cuando mucho, justificaciones y problemas. Y no se equivocaba: sólo admitía su realidad, y en ese mundo ficticio del yo sin deberes era, a su modo, honesto. Entre las tantas teorías había escogido la del necesario aislamiento y de la ascética renuncia a las durezas de la vida activa y de la realidad. Vivía mimetizado bajo el tejido del estilo y hacía consistir toda su dignidad en ser ese tejido, ese estilo, esa máscara. Era, en fin, fiel a principios, y les tributaba su persona.

Hoy va tomando difusión la teoría contraria, naturalmente justa, de que el intelectual, y especialmente el narrador, debe romper el aislamiento, tomar parte en la vida activa, tratar la realidad. Pero esto es, precisamente, una teoría. Es un deber que se nos impone “por necesidad histórica”. Y nadie ama por teoría o por deber. El narrador que, en otro tiempo, en lugar de narrar, daba vueltas por los meandros de su yo descontento, en perpetua rebelión contra los bajos deberes de este mundo del contenido, ahora se arruina los nervios y pierde el tiempo preguntándose si el contenido le interesa cuanto debería, si su estilo y su gusto son suficientemente proletarios, si el problema o los problemas de este tiempo lo agitan todo lo que es de desear. Y hasta aquí no hay nada que decir. Para nadie es una broma la empresa de vivir, y vivir significa ser jóvenes y luego hombres, y tambien debatirse, darse deberes, proponerse una conducta. Lo malo comienza cuando esta obsesión de la fuga del yo deviene ella misma argumento del relato, y el mensaje que el narrador debe comunicar a los otros, al prójimo, al compañero hombre, se reduce a esta pobre auscultación de las propias perplejidades y veleidades. Tocar el corazón de las cosas por teoría o por deber es imposible. Nos debatimos y nos consumimos, eso sí. Aceptarse a sí mismo es difícil.

Y sin embargo, el narrador, el poeta, el obrero de la fantasía inteligente, debe, ante todo, aceptar el destino, estar de acuerdo consigo mismo. Quien es incapaz de interrogar a las cosas y a los otros resígnese y admítalo. El mundo es grande y hay un sitio también para él. Lo que no anda es esforzarse para arrancar un rugido que luego semeja un maullido. La equívoca pasta del intelectual de ayer no cambia. En este mundo de individuos nada cambia, y las palabras no bastan. Quien está obsesionado por el dilema “¿Soy o no escritor social?”, y a quien toda la variedad infinita de las cosas, de los hechos, de las almas, le resulte, bajo su pluma, auscultación de sí mismo, como en los gloriosos tiempos del fragmentismo, sea heroico hasta el final: impóngase el silencio.

 

Aquí está el deber y la justificación. O, si estimula su buena fe hasta comprender que los nuevos deberes son, ante todo, de humildad, humíllese desinteresadamente ante los otros, ante los compañeros, ante las cosas: puede ser que esté al alcance de sus fuerzas llegar realmente a hablar para ellos, y que hasta ahora no lo haya logrado por defecto de crecimiento o por culpa de superestructuras. Porque el arte de aceptarse, de estar de acuerdo consigo mismo, tiene de bueno que ilumina hasta la mínima chispa de valor que se tiene en el cuerpo.

Todos estamos convencidos de que solamente el mundo y la vida contienen los apuntes, las condiciones de cualquier página verdadera que se haya escrito o escribirá. Es más, sabemos que hay tiempos, como el nuestro, en los que acontece una mutación, una afirmación de valores, en los que la materia humana y social fermenta como en un crisol, esperando ser decantada en nuevas formas. Pero no estamos convencidos de que estas formas nacerán de la presunción orgullosa de quien, despechado por no haberlas hallado aún, se hace a sí mismo argumento de sus escritos. Esto es romanticismo adolescente. Más que nunca vale aquí la expresión “A quien tiene le será dado” y la otra, “Sólo lo que no se busca se obtiene”. Quien busca la felicidad no será nunca feliz; quien quiera hacer el arte de su tiempo “por necesidad histórica”, hará, cuando mucho, una poética, un manifiesto. Estas cosas, o bien se las tiene en el cuerpo, y nacerán, y no sirve discutirlas, o no son más que palabras. Escuchar y aceptarse a sí mismo, no quiere decir debatirse en charlas, sino atender a su propio oficio, sabiéndolo un oficio, humillándose en ello, produciendo valores. El zapatero hace zapatos y el albañil casas, y cuanto menos hablan del modo de hacerlo mejor trabajan: ¿es posible que el narrador deba, en cambio, charlar impunemente sólo de sí mismo?

Cesare Pavese
De “Una nueva literatura”

* De una nueva literatura, publicado en “Rinascita”, mayo-junio de 1946. (El original lleva esta fecha: 26 de enero de 1946).

 

AFORISMOS

 

-A veces los pensamientos nos consuelan de las cosas, y los libros de las personas. (Joseph Joubert)

-La poesía huye, a veces, de los libros para anidar extramuros, en la calle, en el silencio, en los sueños, en la piel, en los escombros, incluso en la basura. Donde no suele cobijarse nunca es en el verbo de los subsecretarios, de los comerciantes o de los lechuginos de televisión. (Joaquín Sabina)

-El hallazgo afortunado de un buen libro puede cambiar el destino de un alma. (Marcel Prévost)

-Por grandes y profundos que sean los conocimientos de un hombre, el día menos pensado encuentra en el libro que menos valga a sus ojos, alguna frase que le enseña algo que ignora. (Mariano José de Larra)

-Por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública puede medirse la cultura de un pueblo. (John Ernst Steinbeck)

-He firmado tantos ejemplares de mis libros que el día que me muera va a tener un gran valor uno que no lleve mi firma. (Jorge Luis Borges)

-El autor que habla de sus propios libros es peor que la madre que sólo habla de sus hijos. (Benjamin Disraeli)

-Algunos escritores aumentan el número de lectores; otros sólo aumentan el número de libros. (Jacinto Benavente)

-Ciertos libros parecen haber sido escritos no para aprender de ellos sino para que se reconozca lo que sabía su autor. (Johann Wolfgang Goethe)

-Era un escritor con una gran imaginación: Imaginaba que todos sus libros se venderían. (José O. Caldas)

-El mundo llama inmorales a los libros que le explican su propia vergüenza. (Oscar Wilde)

-Un libro es un regalo estupendo, porque muchas personas sólo leen para no tener que pensar. (André Maurois)

-Lee los buenos libros primero; lo más seguro es que no alcances a leerlos todos. (Henry David Thoreau)

-Los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la esperanza les impiden decirme lo que debo hacer. (Alfonso V el Magnánimo)

-Mis libros siempre están a mi disposición, nunca están ocupados. (Marco Tulio Cicerón)

-La gente que escribe libros, rara vez son intelectuales. Los intelectuales son gente que hablan sobre los libros que han escrito otros. (Françoise Sagan)

-La humanidad progresa. Hoy solamente quema mis libros; siglos atrás me hubieran quemado a mí. (Sigmund Freud)

Libros de
Miguel Oscar Menassa
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Ciudad perdida de Miguel Oscar Menassa. Óleo sobre lienzo, 24x35 cm.

NADIE, NUNCA, ME ALCANZARÁ, SOY LA POESÍA