FEDERICO GARCÍA LORCA
España, 1898 |
PEQUEÑO POEMA INFINITO
Para Luis Cardoza y Aragón
Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante varios siglos las hierbas de los cementerios.
Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que no teme a la luz,
la mujer que mata dos gallos en un segundo,
la luz que no teme a los gallos
y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.
Pero si la nieve se equivoca de corazón
puede llegar el viento Austro
y como el aire no hace caso de los gemidos
tendremos que pacer otra vez las hierbas de los cementerios.
Yo vi dos dolorosas espigas de cera
que enterraban un paisaje de volcanes
y vi dos niños locos
que empujaban llorando las pupilas de un asesino.
Pero el dos no ha sido nunca un número
porque es una angustia y su sombra,
porque es la guitarra donde el amor se desespera,
porque es la demostración del otro infinito que no es suyo
y es las murallas del muerto
y el castigo de la nueva resurrección sin finales.
Los muertos odian el número dos,
pero el número dos adormece a las mujeres,
y como la mujer teme la luz,
la luz tiembla delante de los gallos
y los gallos sólo saben volar sobre la nieve,
tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los
cementerios.
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APUNTE PARA UNA ODA
Desnuda soledad sin gesto ni palabra,
transparente en el huerto, y untosa por el monte;
soledad silenciosa sin olor ni veleta,
que pesa en los remansos, siempre dormida y sola.
Soledad de lo alto, toda frente y luceros,
como una gran cabeza cortada y palidísima;
redonda soledad que nos deja en las manos
unos lirios suaves de pensativa escarcha.
En la curva del río te esperé largas horas,
limpio ya de arabescos y de ritmos fugaces.
Tu jardín de violetas nacía sobre el viento
y allí temblabas sola, queriéndote a ti misma.
Yo te he visto cortar el limón de la tarde,
para teñir tus manos dormidas de amarillo,
y en momentos de dulce música de mi vida
te he visto en los rincones, enlutada y pequeña.
Pero lejana siempre, vieja y recién nacida.
Inmensa giraluna de fósforo y de plata.
Pero lejana siempre, tendida, inaccesible
a la flauta que anhela clavar tu carne obscura.
Mi alma, como una yedra de luz y verde escarcha,
por el muro del día sube lenta a buscarte.
Caracoles de plata las estrellas me envuelven,
pero nunca mis dedos hallarán tu perfume.
Sombra, mujer y niño, sirena, lejanía.
Cisso llora en la ruina y Baco en el racimo.
Yo nací para ti, soledad de lo alto.
Cuelga una trenza tuya, hasta muro de fuego.
La fuente, la campana y la risa del chopo
cambio por tu frescura continua y delirante,
y el cuerpo de mi niña con la fronda del alba
por tu cuerpo sin carne y tus mimbres inmóviles.
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Las regatas de Miguel Oscar Menassa. Óleo sobre lienzo, 65x46 cm.
NORMA Y PARAÍSO DE LOS NEGROS
Odian la sombra del pájaro
sobre el pleamar de la blanca mejilla
y el conflicto de luz y viento
en el salón de la nieve fría.
Odian la flecha sin cuerpo,
el pañuelo exacto de la despedida,
la aguja que mantiene presión y rosa
en el gramíneo rubor de la sonrisa.
Aman el azul desierto,
las vacilantes expresiones bovinas,
la mentirosa luna de los polos,
la danza curva del agua en la orilla.
Con la ciencia del tronco y el rastro
llenan de nervios luminosos la arcilla
y patinan lúbricos por aguas y arenas
gustando la amarga frescura de su milenaria saliva.
Es por el azul crujiente,
azul sin un gusano ni una huella dormida,
donde los huevos de avestruz quedan eternos
y deambulan intactas las lluvias bailarinas.
Es por el azul sin historia,
azul de una noche sin temor de día,
azul donde el desnudo del viento va quebrando
los camellos sonámbulos de las nubes vacías.
Es allí donde sueñan los torsos bajo la gula de la hierba.
Allí los corales empapan la desesperación de la tinta,
los durmientes borran sus perfiles bajo la madeja de los
caracoles
y queda el hueco de la danza sobre las últimas cenizas.
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INFANCIA Y MUERTE
Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!
comí naranjas podridas, papeles viejos, palomares vacíos,
y encontré mi cuerpecito comido por las ratas
en el fondo del aljibe con las cabelleras de los locos.
Mi traje de marinero
no estaba empapado con el aceite de las ballenas,
pero tenía la eternidad vulnerable de las fotografías.
Ahogado, sí, bien ahogado, duerme, hijito mío, duerme,
niño vencido en el colegio y en el vals de la rosa herida,
asombrado con el alba oscura del vello sobre los muslos,
asombrado con su propio hombre que masticaba tabaco en su
costado siniestro.
Oigo un río seco lleno de latas de conserva
donde cantan las alcantarillas y arrojan las camisas llenas de
sangre.
Un río de gatos podridos que fingen corolas y anémonas
para engañar a la luna y que se apoye dulcemente en ellos.
Aquí solo con mi ahogado.
Aquí solo con la brisa de musgos fríos y tapaderas de hojalata.
Aquí, solo, veo que ya me han cerrado la puerta.
Me han cerrado la puerta y hay un grupo de muertos
que juega al tiro al blanco y otro grupo de muertos
que busca por la cocina las cáscaras de melón
y un solitario, azul, inexplicable muerto
que me busca por las escaleras, que mete las manos en el
aljibe
mientras los astros llenan de ceniza las cerraduras de las
catedrales
y las gentes se quedan de pronto con todos los trajes pequeños.
Para buscar mi infancia, ¡Dios mío!
comí limones estrujados, establos, periódicos marchitos,
pero mi infancia era una rata que huía por un jardín
oscurísimo,
una rata satisfecha, mojada por el agua simple,
una rata para el asalto de los grandes almacenes
y que llevaba un anda de oro entre sus dientes diminutos. |