Este diamante oscuro que entre las manos tengo,
con un ahogado ritmo de corazón palpita.
Lo encontré en mis espacios y le di una presencia
de solitaria luz, recóndita y magnífica.
Lo encendí con el fuego de los vastos relámpagos
y el estupor unánime de mi ansiedad divina.
Y nadie tuvo entonces un corazón más alto,
para mirar el mundo, como a través de un prisma.
Con la cósmica fuerza del Espíritu, a solas
lo adoraba en sus ámbitos. Y en ciega idolatría,
le prosterné los cultos de una sangre ecuménica,
y el pálido temblor de mis zozobras íntimas.
Ahora tu presencia para siempre me agobia.
No lo pude albergar en el pecho. Fluía
de su luz el asombro sideral, y a mis manos
descendió entre los vértigos de una angustia infinita.
Huérfano de ternura y en soledad, lo llevo
sin saber hacia dónde. Tal vez a las pacíficas
moradas de la tierra, que me aguarda con toda
la inmensidad oculta de sus potencias vivas.