FEDERICO GARCÍA LORCA
España, 1898 |
TIERRA Y LUNA
Me quedo con el transparente hombrecillo
que come los huevos de la golondrina.
Me quedo con el niño desnudo
que pisotean los borrachos de Brooklyn.
Con las criaturas mudas que pasan bajo los arcos.
Con el arroyo de venas ansioso de abrir sus manecitas.
Tierra tan sólo. Tierra.
Tierra para los manteles estremecidos,
para la pupila viciosa de nube,
para las heridas recientes y el húmedo pensamiento.
Tierra para todo lo que huye de la Tierra.
No es la ceniza en vilo de las cosas quemadas,
ni los muertos que mueven sus lenguas bajo los árboles.
Es la Tierra desnuda que bala por el cielo
y deja atrás los grupos ligeros de ballenas.
Es la tierra alegrísima, imperturbable nadadora,
la que yo encuentro en el niño y en las criaturas que pasan
los arcos.
Viva tierra de mi pulso y del baile de los helechos
que deja a veces por el aire un duro perfil de Faraón.
Me quedo con la mujer fría
donde se queman los musgos inocentes.
Me quedo con los borrachos de Brooklyn
que pisan al niño desnudo.
Me quedo con los signos desgarrados
de la lenta comida de los osos.
Pero entonces bajó la luna despeñada por las escaleras
poniendo las ciudades de hule celeste y talco sensitivo,
llenando de pies de mármol la llanura sin recodos
y olvidando, bajo las sillas, diminutas carcajadas de algodón.
¡Oh Diana, Diana! Diana vacía.
Convexa resonancia donde la abeja se vuelve loca.
Mi amor es paso, tránsito, larga muerte gustada,
nunca la piel ilesa de tu desnudo huido.
Es Tierra ¡Dios mío! Tierra lo que vengo buscando.
Embozo de horizonte, latido y sepultura.
Es dolor que se acaba y amor que se consume.
Torre de sangre abierta con las manos quemadas.
Pero la luna subía y bajaba las escaleras,
repartiendo lentejas desangradas en los ojos,
dando escobazos de plata a los niños de los muelles
y borrando mi apariencia por el término del aire.
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LUNA Y PANORAMA
DE LOS INSECTOS
Poema de amor
La luna en el mar riela,
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul
Espronceda
Mi corazón tendría la forma de un zapato
si cada aldea tuviera una sirena.
Pero la noche es interminable cuando se apoya en los
enfermos
y hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse
tranquilos.
D2585 de Miguel Oscar Menassa
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Toda la mirada de Miguel Oscar Menassa. Óleo sobre lienzo, 50x48 cm.
Si el aire sopla blandamente
mi corazón tiene la forma de una niña.
Si el aire se niega a salir de los cañaverables
mi corazón tiene la forma de una milenaria boñiga de toro.
¡Bogar! bogar, bogar, bogar
hacia el batallón de puntas desiguales,
hacia un paisaje de acechos pulverizados.
Noche igual de la nieve, de los sistemas suspendidos.
Y la luna.
¡La luna!
Pero no la luna.
La raposa de las tabernas.
El gallo japonés que se comió los ojos.
Las hierbas masticadas.
No nos salvan las solitarias en los vidrios
ni los herbolarios donde el metafísico
encuentra las otras vertientes del cielo.
Son mentira las formas. Sólo existe
el círculo de bocas del oxígeno.
Y la luna.
Pero no la luna.
Los insectos,
los muertos diminutos por las riberas.
Dolor en longitud.
Yodo en un punto.
Las muchedumbres en el alfiler.
El desnudo que amasa la sangre de todos
y mi amor que no es un caballo ni una quemadura.
Criatura de pecho devorado.
¡Mi amor!
Ya cantan, gritan, gimen: Rostro. ¡Tu rostro! Rostro.
Las manzanas son unas,
las dalias son idénticas,
la luz tiene un sabor de metal acabado
y el campo de todo un lustro cabrá en la mejilla de la moneda.
Pero tu rostro cubre los cielos del banquete.
¡Ya cantan! ¡gritan! ¡gimen!
¡cubren! ¡trepan! ¡espantan!
Es necesario caminar, ¡de prisa! por las ondas, por las ramas,
por las calles deshabitadas de la Edad Media que bajan del río, por las tiendas de pieles donde suena un cuerno de vaca herida,
por las escalas, ¡sin miedo! por las escalas.
Hay un hombre descolorido que se está bañando en el mar;
es tan tierno que los reflectores le comieron jugando el corazón y en el Perú viven mil mujeres, ¡oh insectos! que noche y día hacen nocturnos y desfiles entrecruzando sus propias venas.
Un diminuto guante corrosivo me detiene. ¡Basta!
En mi pañuelo he sentido el tris
de la primera vena que se rompe.
Cuida tus pies, amor mío, ¡tus manos!
ya que yo tengo que entregar mi rostro.
¡Mi rostro! ¡Mi rostro! ¡Ay, mi comido rostro!
Este fuego casto para mi deseo,
esta confusión por anhelo de equilibrio,
este inocente dolor de pólvora en mis ojos
aliviará la angustia de otro corazón
devorado por las nebulosas.
No nos salva la gente de las zapaterías
ni los paisajes que se hacen música al encontrar las llaves
oxidadas.
Son mentira los aires. Sólo existe
una cunita en el desván
que recuerda todas las cosas.
Y la luna.
Pero no la luna.
Los insectos.
Los insectos solos,
crepitantes, mordientes, estremecidos, agrupados,
y la luna
con un guante de humo sentada en la puerta de sus derribos.
¡¡La luna!!
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