SUMARIO
Editorial
Jorge Luis Borges
Las causas
Notas de Dirección
Carmen Salamanca
Victor Hugo
La visión de donde ha salido este libro (Fragmento)
Gonzalo Rojas
El sol y la muerte
Todos los elegíacos son unos canallas
Emilia Pardo Bazán
Porvenir de la poesía
Paul Celan
Habla también tú
Poemas rumanos
William Butler Yeats
Recuerdo de juventud
David Herbert Lawrence
Canción última
Miguel Hernández
Canción última
Rosa Chacel
La ausente
Narciso
BODAS DE ORO
de Olga de Lucia y Miguel Oscar Menassa
Olga de Lucia
Bodas de Oro
Miguel Oscar Menassa
Bodas de Oro
Aforismos
Agenda Grupo Cero

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Gonzalo Rojas

Chile, 1917

EL SOL Y LA MUERTE

Como el ciego que llora contra un sol implacable,
me obstino en ver la luz por mis ojos vacíos,
quemados para siempre.

¿De qué me sirve el rayo
que escribe por mi mano? ¿De qué el fuego,
si he perdido mis ojos?

¿De qué me sirve el mundo?

¿De qué me sirve el cuerpo que me obliga a comer,
y a dormir, y a gozar, si todo se reduce
a palpar los placeres en la sombra,
a morder en los pechos y en los labios
las formas de la muerte?

Me parieron dos vientres distintos, fui arrojado
al mundo por dos madres, y en dos fui concebido,
y fue doble el misterio, pero uno solo el fruto
de aquel monstruoso parto.

Hay dos lenguas adentro de mi boca,
hay dos cabezas dentro de mi cráneo:
dos hombres en mi cuerpo sin cesar se devoran,
dos esqueletos luchan por ser una columna.

No tengo otra palabra que mi boca
para hablar de mí mismo,
mi lengua tartamuda
que nombra la mitad de mis visiones
bajo la lucidez
de mi propia tortura, como el ciego que llora
contra un sol implacable.


Y nosotros mantenemos de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo de 50x50 cm.

TODOS LOS ELEGÍACOS
SON UNOS CANALLAS

Acabo de matar a una mujer
después de haber dormido con ella una semana,
después de haberla amado con locura
desde el pelo a las uñas, después de haber comido
su cuerpo y su alma, con mi cuerpo hambriento.

Aún la alcoba está llena de sus gritos,
y de sus gritos salen todavía sus ojos.
Aún está blanca y muda con los ojos abiertos,
hundida en su mudez y en su blancura,
después de la faena y la fatiga.

Son siete días con sus siete noches
los que estuvimos juntos en un enorme beso,
sin comer, sin beber, fuera del mundo,
haciendo de esta cama de hotel un remolino
en el que naufragábamos.

Al momento de hundirnos, todo era como un sol
del que nosotros fuimos solamente dos rayos,
porque no hay otro sol que el fuego convulsivo
del orgasmo sin fin, en que se quema
toda la raza humana.

Éramos dos partículas de la corriente libre.
Con el oído puesto bajo ella, despertábamos
a otro sol más terrible, pero imperecedero,
a un sol alimentado con la muerte del hombre,
y en ese sol ardíamos.

Al salir del infierno, la mujer se moría
por volver al infierno. Me acuerdo que lloraba
de sed, y me pedía que la matara pronto.
Me acuerdo de su cuerpo duro y enrojecido,
como en la playa, al beso del aire caluroso.

Ya no hay deseo en ella que no se haya cumplido.
Al verla así, me acuerdo de su risa preciosa,
de sus piernas flexibles, de su honda mordedura,
y aún la veo sangrienta entre las sábanas,
teatro de nuestra guerra.

¿Qué haré con su belleza convertida en cadáver?
¿La arrojaré por el balcón, después
de reducirla a polvo?
¿La enterraré, después? ¿La dejaré a mi lado
como triste recuerdo?

No. Nunca lloraré sobre ningún recuerdo,
porque todo recuerdo es un difunto
que nos persigue hasta la muerte.
Me acostaré con ella. La enterraré conmigo.
Despertaré con ella.

 

w w w . l a s 2 0 0 1 n o c h e s . c o m