VLADIMIR MAIAKOVSKI
Rusia, 1893 |
“LA NUBE EN PANTALONES”
I
¿Tal vez creen que la malaria me hace delirar?
Esto ocurrió,
ocurrió en Odessa.
«Vendré a las cuatro», dijo María.
Dieron las ocho.
Las nueve.
Las diez.
Y la noche
escapó de la ventana
al horror nocturno,
sombrío,
decembrino.
A mi decrépita espalda carcajean y relinchan
los candelabros.
Nadie podría reconocerme ahora:
esta mole musculosa
gime,
se retuerce.
¿Qué querrá esta mole?
Pues esta mole es mucho lo que quiere.
Porque para uno mismo no importa
ser de bronce
o tener un corazón de hierro frío.
Pero por la noche uno quiere
esconder su tañido
en algo blando,
femenino.
Y aquí me tienen
enorme,
doblado en la ventana
fundiendo con mi frente el hielo del cristal.
¿Habrá amor o no habrá amor?
¿Cómo sera?
¿Grande o pequeño?
¿Pero cómo un cuerpo así tendría uno grande?
Deberá ser pequeño,
un amorcito dócil.
Que saltará, asustado, al claxon de los autos
y amará las campanillas de los tranvías tirados por caballos.
Metiendo todavía más
mi rostro
en el rostro picado de la lluvia
espero
salpicado por la estruendosa pleamar citadina.
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La medianoche, apuntándome con un cuchillo,
me alcanzó,
me apuñaló.
(Te lo tienes merecido)
Y cayeron las doce
como la cabeza de un condenado cae del cadalso.
En los cristales gotitas grises
se fundían en una
mueca inmensa
como si aullaran las quimeras
del Notre-Dame de París.
¡Maldita!
¿No te basta con esto?
Pronto los gritos lastimarán mi boca.
Y oigo esto:
silenciosamente,
como baja un enfermo de su cama,
salta un nervio.
Primero
camina un poco
y luego
comienza a correr
nervioso,
con paso firme.
Y ahora éste y otros dos más
se lanzan a un zapateo desesperado.
Se desprende el enlucido en el piso de abajo.
Nervios
grandes y
pequeños,
muchos ahora,
galopan enloquecidos
hasta que
a ellos mismos les fallan las piernas.
La noche se extiende como limo en mi cuarto
y en ese limo se hunden mis ojos ya pesados.
De pronto la puerta comienza a rechinar
como si al hotel
le castañetearan los dientes.
Entraste tú,
rotunda con un «ahí tienen»,
torturando la gamuza de tus guantes
dijiste:
«¿Sabe usted?
Me caso.»
¿Qué tiene? Cásese.
No importa.
Resistiré.
¿No ve usted lo tranquilo que estoy?
Como el pulso
de un difunto.
¿Recuerda?
Usted decía:
«Jack London,
dinero,
amor, pasión»,
pero yo sólo veía esto:
¡usted es una Gioconda
que alguien debe robar!
(sigue...)
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