EL OFICIO DE POETA
Envuelto en las brumas del tedioso vivir,
sólo la poesía me acompaña.
Cuando voy por la vida, Ella,
suele asombrarse de mi soledad.
Le digo que no importa,
en su presencia el mundo se detiene para mí,
el oro brilla para mí
las mujeres más altas bailan para mí,
los pájaros más nocturnos velan mi sueño.
Envuelto en los poderosos ruidos de la máquina
sólo su voz humana me acompaña.
Cuando hacemos el amor, Ella me reprocha,
amarla como si fuera única.
Le digo que no importa,
en su presencia el mundo detenido en mis manos
se abre para mí, lo múltiple se abre para mí,
añejas pasiones y amores venideros,
delirios y mujeres, se abren para mí,
diosas enamoradas y diademas, belleza embrutecida,
el aire se abre para mí, los espacios abiertos
donde nuestro gran sol es una estrella más.
Envuelto en las sutiles marañas del poder,
toda la vida es Ella.
Cuando Ella me encuentra en esa encrucijada,
donde yo mismo soy el amante de la muerte,
Ella baila desnuda para mí
y desnuda, despojada, también, del amor,
dispara sobre mí para que no muera,
un millón de palabras en libertad.
Le digo que no importa,
en su presencia danzarina, la muerte deja de brillar,
tiemblan los cementerios,
se abren los corazones profundos de la tierra,
la vida nace por doquier
y el frenesí es color, vértigo, duda,
danza de la alegría sin escrúpulos,
alegría en plena libertad,
muerte de la muerte.
De “El amor existe y la libertad”, 1984
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QUERIDA
Mujer, vendimia azucarada,
centro en el amor por ti,
la residencia de mi canto.
Bajo los cielos, en silencio,
entre crepúsculos, mi cuerpo,
paloma salvaje
cruzando el espacio de tu voz.
Quiero verme, me decías,
salvajemente
atravesada por tu canto.
Y desde entonces no dejo de gozar,
primitivo, imposible,
salvaje entre tus piernas.
De “Poemas y cartas a mi amante
loca joven poeta psicoanalista”, 1987 
Entre nosotros, de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo de 46x61 cm.
AMOR PERDIDO. LA JUVENTUD
XIV
Estábamos, supuestamente, enamorados y nadie lo sabía,
era en un complejo pensar donde existía nuestro amor.
No eran besos, no eran abrazos ni placenteros decires,
eran ondas sonoras, luces vertiginosas lejos de la luz.
Y nadie lo sabía, porque el ruido de nuestros amoríos,
sonaba bajo la tierra ascendiendo brutal y silencioso,
para romper con alto y blanco estruendo en pleno cielo,
era en el fondo del mar donde estallaba nuestro amor.
A veces, ni siquiera nosotros podíamos captarlo
y nos pasábamos días buscando sus señales
y nos examinábamos palmo a palmo sin encontrarlo.
Mas tanto tiempo siempre juntos, nos suponía enamorados.
Mas tanta quietud, tanto silencio, fuerte, entre nosotros,
hacía suponer, sencillamente, un amor eterno o infinito.
De “Amores perdidos”, 1995 |