SUMARIO
Dámaso Alonso
Preparativos de viaje
Multiplicador de panes y de peces
Luz a ciegas
La injusticia
Yo
En la sombra
Dolor
A pizca
Soneto
Los coleópteros de las ruinas
Insomnio
De profundis
Hombre
Cesare Pavese
La isla
Aforismos
Arthur Schopenhauer
Recital de Norma Menassa
Socios de Honor
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DÁMASO
ALONSO

España, 1898


No me negué a nadie de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo, 100x100 cm.

A PIZCA

Bestia que lloras a mi lado, dime:
¿Qué dios huraño
te remueve la entraña?
¿A quién o a qué vacío
se dirige tu anhelo,
tu oscuro corazón?
¿Por qué gimes, qué husmeas, que avizoras?
¿Husmeas, di, la muerte?
¿Aúllas a la muerte,
proyectada, cual otro can famélico,
detrás de mí, de tu amo?
Ay, Pizca,
tu terror es quizá sólo el del hombre
que el bieldo enarbolaba,
o el horror a la fiera
más potente que tú.
Tú, sí, Pizca; tal vez lloras por eso.
Yo, no.

Lo que yo siento es
un horror inicial de nebulosa;
o ese espanto al vacío,
cuando el ser se disuelve, esa amargura
del astro que se enfría entre lumbreras
más jóvenes, con frío sideral,
con ese frío que termina
en la primera noche, aún no creada;
o esa verdosa angustia del cometa
que, antorcha aún, como oprimida antorcha,
invariablemente, indefinidamente,
cae,
pidiendo destrucción, ansiando choque.
Ah, sí, que es más horrible
infinito caer sin dar en nada,
sin nada en que chocar. Oh viaje negro,
oh poza del espanto:
y, cayendo, caer y caer siempre.

Las sombras que yo veo tras nosotros,
tras ti, Pizca, tras mí,
por las que estoy llorando,
ya ves, no tienen nombre:
son la tristeza original,
son la amargura
primera,
son el terror oscuro,
ese espanto en la entraña
de todo lo que existe
(entre dos noches, entre dos simas, entre dos mares),
de ti, de mí, de todo.
No tienen, Pizca, nombre, no; no tienen nombre.

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SONETO

Coged las rosas del jardín callado,
golondrinas que dais en mi ventana.
Coged las rosas del jardín; mañana
espíritu de aquí se habrá marchado.

Venid, oh vespertinas golondrinas;
quitadles las espinas a las rosas,
ponedlas en mis sienes... Son divinas,
pues saben los dolores de las cosas.

Ya mañana me voy por el oriente,
hecha ceniza mi materia vana,
cuando vosotras a la tierra ardiente.

¡Ponedme rosas en la sien, mañana!
¡Ponedme rosas del jardín riente,
golondrinas que dais en mi ventana!

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DOLOR

Hacia la madrugada
me despertó de un sueño dulce
un súbito dolor,
un estilete
en el tercer espacio intercostal derecho.

Fino, fino,
iba creciendo y en largos arcos se irradiaba.
Proyectaba raíces, que, invasoras,
se hincaban en la carne,
desviaban, crujiendo, los tendones,
perforaban, sin astillar, los obstinados huesos durísimos,
y de él surgía todo un cielo de ramas
oscilantes y aéreas,
como un sauce juvenil bajo el viento,
ahora iluminado, ahora torvo,
según los galgos-nubes galopan sobre el campo
en la mañana
primaveral.

Sí, sí, todo mi cuerpo era como un sauce abrileño,
como un sutil dibujo,
como un sauce temblón, todo delgada tracería,
largas ramas eléctricas,
que entrechocaban con descargas breves,
entrelazándose, disgregándose,
para fundirse en nódulos o abrirse
en abanico.

¡Ay!
Yo, acurrucado junto a mi dolor,
era igual que un niñito de seis años
que contemplara absorto
a su hermano menor, recién nacido,
y de pronto le viera
crecer, crecer, crecer,
hacerse adulto, crecer
y convertirse en un gigante,
crecer, pujar, y ser ya cual los montes,
pujar, pujar, y ser como la vía láctea,
pero de fuego,
crecer aún, aún,
ay, crecer siempre.
Y yo era un niño de seis años
acurrucado en sombra junto a un gigante cósmico.

Y fue como un incendio,
como si mis huesos ardieran,
como si la médula de mis huesos chorreara fundida,
como si mi conciencia se estuviera abrasando,
y abrasándose, aniquilándose,
aún incensantemente
se repusiera su materia combustible.

Fuera, había formas no ardientes,
lentas y sigilosas,
frías:
minutos, siglos, eras:
el tiempo.
Nada más: el tiempo frío, y junto a él un incendio
universal, inextinguible.
Y rodaba, rodaba el frío tiempo, el impiadoso tiempo
sin cesar,
mientras ardía con virutas de llamas,
con largas serpientes de azufre,
con terribles silbidos y crujidos,
siempre,
mi gran hoguera.
Ah, mi conciencia ardía en frenesí,
ardía en la noche,
soltando un río líquido y metálico
de fuego,
como los altos hornos
que no se apagan nunca,
nacidos para arder, para arder siempre.

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