SUMARIO
Miguel Oscar Menassa
El verdadero viaje
Enrique Molina
Variaciones
El musgo en los hogares
Mientras corren los grandes días
Cálida rueda
Un hálito doliente
La habitación del tiempo
A simple vista
También nosotros
La vida prenatal
Aforismos
Antonio Porchia
Socios de Honor
Agenda
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ENRIQUE MOLINA

Argentina, 1910

MIENTRAS CORREN
LOS GRANDES DÍAS

Arde en las cosas un terror antiguo, un profundo y secreto
soplo,
un ácido orgulloso y sombrío que llena las piedras de
grandes agujeros,
y torna crueles las húmedas manzanas, los árboles que el sol
consagró;
las lluvias entretejidas a los largos cabellos con salvajes
perfumes y su blanda y ondeante música;
los ropajes y los vanos objetos; la tierna madera dolorosa
en los tensos violines
honrada y sumisa en la paciente mesa, en el infausto
ataúd,
a cuyo alrededor los ángeles impasibles y justos se reúnen
a recoger su parte de muerte;
las frutas de yeso y la íntima lámpara donde el atardecer
se condensa,
y los vestidos caen como un seco follaje a los pies de la
mujer desnudándose,
abriéndose en quietos círculos en torno a sus tobillos, como
un espeso estanque
sobre el que la noche flamea y se ahonda, recogiendo ese
cuerpo suntuoso,
arrastrando las sombras tras los cristales y los sueños tras los
semblantes dormidos;
en tanto, junto a la tibia habitación, el desolado viento
plañe bajo las hojas de la hiedra.

¡Oh Tiempo! ¡Oh, enredadera pálida! ¡Oh, sagrada fatiga
de vivir...!
¡Oh, estéril lumbre que en mi carne luchas! Tus puras
hebras trepan por mis huesos,
envolviendo mis vértebras tu espuma de suave ondular.
Y así, a través de los rostros apacibles, del invariable giro
del Verano,
a través de los muebles inmóviles y mansos, de las canciones
de alegre esplendor,
todo habla al absorto e indefenso testigo, a las postreras
sombras trepadoras,
de su incierta partida, de las manos transformándose en la
gramilla estival.

Entonces mi corazón lleno de idolatría se despierta temblando,
como el que sueña que la sombra entra en él y su adorable
carne se licua
a un son lento y dulzón, poblado de flotantes animales y
neblinas
y pasa la yema de sus dedos por sus cejas, comprueba de
nuevo sus labios y mira una vez más sus desiertas rodillas,
acariciando en torno sus riquezas, sin penetrar su secreto,
mientras corren los grandes días sobre la tierra inmutable.

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CÁLIDA RUEDA

No llegaremos nunca a nada
El fuego extinto no se extingue
El amor gira en su ceniza:
Ningún beso se desvanece

Cuerpos queridos a lo lejos
Y cuerpos próximos sin puentes
La gaviota de los adioses
Está inmóvil en la corriente

Rostros que pasan pero tornan
-El bello girasol humano...-
Esa luz que parece noche
Esa noche llena de faros

Porque una vez será otra vez
Y el universo está en mi sangre
Corazones enardecidos
Oh sierpes del sol
¡Insaciables!

 

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UN HÁLITO DOLIENTE

Como el sollozo de murmurantes aguas,
oh, barco, aquellos días
aún exhalan su canto
que soledad y sueño entrelazaron a mi oscura memoria,
el llamado invencible de la hermosura prometida,
apenas entrevista
cuando moraba en ti junto al relámpago
y entre agrietadas bordas me nutría
con el pan y la sal de la aventura,
posando mis manos, hijas de la tierra,
en tus hierros roídos por la lepra marina,
en tus maderas que la luz corrompe,
lenta, imperecedera, misteriosa,
así como en la carne se aposenta
el tiempo con su lánguido vampiro.

Incesantes ardían
espumas engendradas en páramos de furia.
Y entre cables y lonas,
entre podridas duelas,
resonaban mis pasos sobre planchadas rojas,
convertido al conjuro de esos cielos
en chapoteo de algas y crecientes,
en hábitos del fango en la resaca,
en gargantas de arena, guarida de crustáceos,
puras metamorfosis del océano
donde mi corazón bebía un frío líquido.

Oh, duro ha sido existir
en tu hálito orgulloso,
lecho alumbrado por estrellas,
balanceado al ladrido de olas que se escurren
hacia ávidos espejos.
Y el hambre de lo eterno,
la majestad más viva
abriase en el alma,
y la comida, el vino, el dormir,
la apagada sonrisa de los meses,
las lianas tan ligeras del amor,
resplandecían, impregnadas de una extraña belleza,
de un insondable fuego hasta entonces dormido.

Desde aquellas alianzas,
a través de esas largas filiaciones marinas,
rememoro el destino de tus hombres,
idólatras, adoradores de la luna.
Hondas eran sus venas
y su dolor se alzaba tal plegaria entre ruinas.
Cubiertos con harapos de rey,
mendigos fulgentes como hogueras,
invocando nombres amados para injuriar al mísero
paraíso de la dicha,
porque apartan de sí, cual juramentos rotos,
la piedad, la victoria, entregados
al sortilegio pánico del mar.

Ellos yerran ahora, lejos,
en corrientes que la luna convoca en torno de sus cuerpos
solitarios,
sin su país, donde los días
se llevan su recuerdo entre alamedas.

Y a una deidad salvaje
-como esas mismas aguas pertenecen-
adornada con sierpes sobre los pechos insalvables,
azuzando el deseo de la perdición,
la hermosa luz del mundo.

Así yacen al viento,
-¡ralea de pecados y desdichas!-
pero saben también que cuando en ti, a solas, se levanta
la súplica del sol sobre violentos hierros,
alimentada de su gloria errabunda
existe allí, con su pecho sin nadie,
con su jergón tirado contra el turbio mamparo,
la libertad,
la dicha cruel y única del hombre.

 

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