UN HÁLITO DOLIENTE
Como el sollozo de murmurantes aguas,
oh, barco, aquellos días
aún exhalan su canto
que soledad y sueño entrelazaron a mi oscura
memoria,
el llamado invencible de la hermosura prometida,
apenas entrevista
cuando moraba en ti junto al relámpago
y entre agrietadas bordas me nutría
con el pan y la sal de la aventura,
posando mis manos, hijas de la tierra,
en tus hierros roídos por la lepra marina,
en tus maderas que la luz corrompe,
lenta, imperecedera, misteriosa,
así como en la carne se aposenta
el tiempo con su lánguido vampiro.
Incesantes ardían
espumas engendradas en páramos de furia.
Y entre cables y lonas,
entre podridas duelas,
resonaban mis pasos sobre planchadas rojas,
convertido al conjuro de esos cielos
en chapoteo de algas y crecientes,
en hábitos del fango en la resaca,
en gargantas de arena, guarida de crustáceos,
puras metamorfosis del océano
donde mi corazón bebía un frío
líquido.
Oh, duro ha sido existir
en tu hálito orgulloso,
lecho alumbrado por estrellas,
balanceado al ladrido de olas que se escurren
hacia ávidos espejos.
Y el hambre de lo eterno,
la majestad más viva
abriase en el alma,
y la comida, el vino, el dormir,
la apagada sonrisa de los meses,
las lianas tan ligeras del amor,
resplandecían, impregnadas de una extraña
belleza,
de un insondable fuego hasta entonces dormido.
Desde aquellas alianzas,
a través de esas largas filiaciones marinas,
rememoro el destino de tus hombres,
idólatras, adoradores de la luna.
Hondas eran sus venas
y su dolor se alzaba tal plegaria entre ruinas.
Cubiertos con harapos de rey,
mendigos fulgentes como hogueras,
invocando nombres amados para injuriar al mísero
paraíso de la dicha,
porque apartan de sí, cual juramentos rotos,
la piedad, la victoria, entregados
al sortilegio pánico del mar.
Ellos yerran ahora, lejos,
en corrientes que la luna convoca en torno de sus cuerpos
solitarios,
sin su país, donde los días
se llevan su recuerdo entre alamedas.
Y a una deidad salvaje
-como esas mismas aguas pertenecen-
adornada con sierpes sobre los pechos insalvables,
azuzando el deseo de la perdición,
la hermosa luz del mundo.
Así yacen al viento,
-¡ralea de pecados y desdichas!-
pero saben también que cuando en ti, a solas,
se levanta
la súplica del sol sobre violentos hierros,
alimentada de su gloria errabunda
existe allí, con su pecho sin nadie,
con su jergón tirado contra el turbio mamparo,
la libertad,
la dicha cruel y única del hombre.
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