Olga Orozco
Argentina, 1920 |
PUNTOS DE REFERENCIA
He acumulado días y noches con amor, con paciencia
—ah, con ira también, un resplandor de tigres en la oscura
desdicha—;
los he petrificado alrededor del sitio donde habito,
que no es más que una pálida espesura en medio de la
enrarecida vastedad,
una exigua sustancia expuesta a los pillajes y a la furia
desatada del tiempo.
He juntado vestigios, testimonios que acreditan quién soy,
credenciales irrefutables como un juego de espejos en torno
de un fulgor,
certezas como cifras esculpidas en humo.
Puedo afirmar que no hay bajo este cielo nada que no
perdure por mis ojos
y que un ínfimo insecto conserva su lugar de honor en mi
muestrario.
No soy menos que un topo; algo más que una hierba.
Sin embargo no encuentro mi verdadera forma ni aun
a plena luz,
por más que me recuente, me recorra y persiga por fuera
y por debajo de la piel.
Siempre hay alguien en mí que dice que no estoy cuando
me asomo,
|
alguien que se desliza paso a paso a medida que avanzo
hasta dejarme a ciegas, asida solamente a un nombre,
a la ignorancia.
Porque hay prolongaciones inasibles que llegan más allá,
zonas inalcanzables donde tal vez se impriman las pisadas
de Dios,
subsuelos transparentes que se internan a veces
en los jardines de otro mundo
y al regresar expanden un perfume semejante al del alba.
¿Y esos bloques errantes, continentes en fuga como ballenas
blancas
que rozan las fronteras propagando el pavor y no regresan
nunca?
¿Y qué fronteras rozan, si he forzado hasta el máximo
la vista y el insomnio
y donde me aventuro no hago pie, me pierdo en los
abismos?
¿No he arrojado preguntas como piedras y amores como
escombros
que están cayendo aún, que no han tocado fondo todavía?
Inmenso mi animal desconocido, mi armazón insondable,
mi esfinge nebulosa.
Y ningún emisario, ningún eco, que no sea este cuerpo
inacabado.
Toda una confabulación de lo invisible para indicar apenas
que no soy de este mundo,
sino tan sólo un testimonio adverso contra la proclamada
realidad,
una marca de exilio adherida a las grandes cerrazones donde
comienza el alma,
acaso con un himno, quizás con un sollozo.
Pero dime, Señor:
¿mi cara te dibuja? |