SUMARIO
Editorial
Lawrence Ferlinghetti
Poema I
Notas de Dirección
Carmen Salamanca
César Vallejo
El buen sentido
Entre el dolor y el placer median tres criaturas
Jacques Prévert
Discurso sobre la paz
Rainer María Rilke
Primera elegía de Duino
Juan Rulfo
¿Dónde estabas?
Me gustas más en las noches
También se le ha ido
Cesare Pavese
Fumadores de papel
Edgar Bayley
Abrir la puerta
Olga Orozco
Operación nocturna
Alfonsina Storni
Piedra miserable
Ecuación
Adelanto del libro
“ANTOLOGÍA POÉTICA”
de Miguel Oscar Menassa
La mujer y yo - 9
Aforismos
Agenda Grupo Cero

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Juan Rulfo

México, 1917

¿DÓNDE ESTABAS?

¿Dónde estabas? Parecía encontrarte
entre los ruidos más pequeños
en aquellos que baten sus sonidos y se confunden
con las palpitaciones
con el murmullo de la tierra
con la canción de un pájaro
con el grito de la sangre.

Parecía encontrarte
apenas devuelta como un iris
de una constelación sin esperanza.
Me faltabas. Eras como un sueño
que nunca llega y que remotamente
nos separa entre dos estaciones.

.......................

ME GUSTAS MÁS EN LAS NOCHES

Me gustas más en las noches,
cuando estamos en la misma almohada,
bajo las sábanas,
en la oscuridad.

.......................

TAMBIÉN SE LE HA IDO

También se le ha ido
el hambre.
No tenía ganas de nada,
solo de vivir.


Mujer trabajadora de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo de 100x73 cm.

Cesare Pavese

Italia, 1908

FUMADORES DE PAPEL

Me ha traído para que escuche a su banda. Se sienta
en un rincón
y emboca el clarinete. Se inicia un jaleo infernal.
En el exterior, un viento furioso y las trombas de agua,
entre rayos, provocan cortes de electricidad
cada cinco minutos. En el interior, en la oscuridad,
los rostros están desconcentrados, al tocar de memoria
un bailable. Con energía, mi pobre amigo
dirige desde el fondo. Y el clarinete se contorsiona,
rompe el sonoro bullicio, va progresando, se desahoga
como un alma sola, en un silencio seco.

Con excesiva frecuencia estos cobres de pacotilla están
abollados:
son campesinas las manos que oprimen los trastes
y obstinadas las frentes que apenas alzan la vista del suelo.
Miserable sangre derrengada, exhausta
por un exceso de fatigas, se nota cómo brama
en las notas y mi amigo les dirige con dificultad,
él, que tiene las manos encallecidas de golpear
con un mazo,
de servirse del acanalador, de destrozarse la vida.

Tiempo ha que consiguió compañeros y tiene treinta años
solamente.
Pertenece a la generación de después de la guerra, crecida
con el hambre.
También él acudió a Turín, para labrarse un porvenir,
y encontró injusticias. Aprendió a trabajar
en las fábricas sin una sonrisa. Aprendió a medir
el hambre de los demás con la propia fatiga
y encontró injusticias por doquier. Intentó hallar sosiego
transitando, soñoliento en la noche,
por calles interminables, pero tan sólo vio millares
de faroles
encendidísimos sobre iniquidades: mujeres roncas,
borrachos,
tambaleantes muñecos extraviados. Había llegado a Turín
un invierno, entre destellos de fábricas y escorias de humo,
y sabía lo que era trabajar. Aceptaba el trabajo
como un penoso destino del hombre. Mas, si todos
los hombres
lo aceptasen, reinaría la justicia en el mundo.
Pero consiguió compañeros. Soportaba las largas parrafadas
y tuvo que escuchar muchas, esperando el final.
Tuvo compañeros. En sus casas tenían familias.
La ciudad estaba totalmente rodeada por ellas. Y la faz
de la tierra
estaba cubierta por ellas. En su interior
sentían desesperación suficiente para vencer al mundo.

Toca con sequedad esta noche, a pesar de la banda
que enseñó de uno en uno. No presta atención al fragor
de la lluvia ni a la luz. El rostro severo
escruta atentamente un dolor, mordiendo el clarinete.
Le había visto esos ojos una noche en que, a solas
con su hermano, diez años más triste que él,
velábamos bajo una luz insuficiente. El hermano
investigaba
acerca de un torno inútil por él construido.
Y mi pobre amigo culpaba al destino
que los había atado a la garlopa y a la maza,
para alimentar a dos ancianos que no habían pedido.

De repente gritó
que, si la luz del sol arrancaba blasfemias
o si el mundo sufría, no era por el destino:
la culpa era del hombre.
Si, por lo menos, pudiésemos irnos,
pasar hambre en libertad, decirle que no
a una vida que utiliza el amor y la piedad,
la familia, el trocito de tierra, para atarnos las manos.

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