SUMARIO
Germán Pardo García
El vendedor de pájaros y frutas
Leyendo a Baudelaire
César Vallejo
España, aparta de mí este caliz
X-XI. Invierno en la Batalla de Teruel
Parado en una piedra
El libro de la naturaleza
Hoy le ha entrado una astilla
Quiere y no quiere su color mi pecho
Frescores
Rodolfo Alonso
La intemperie sin fin: Juan L. Ortiz (1896-1978)
Juan-Jacobo Bajarlía
Ezra Pound: Un salto al vacío
Leopoldo de Luis
Teresa de Jesús entre Giuseppe Cassioli y George Bataille
Socios de Honor
Entrevista Miguel Oscar Menassa
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FRESCORES

LA INTEMPERIE SIN FIN:
JUAN L. ORTIZ (1896-1978)

Por Rodolfo Alonso

El 11 de junio se cumplieron cien años del nacimiento de Juan L. Ortiz. Es el tipo de conmemoraciones que, en otras épocas, devolvía -así fuera en forma momentánea- algún tipo de resonancia pública a los grandes artistas olvidados. No ha sido el caso. Si no fuera por una o dos instituciones privadas, y otros tantos organismos provinciales, el acontecimiento hubiera pasado casi totalmente inadvertido. Cosa que, después de todo, no le hubiera movido un pelo a su principal protagonista. Porque, si de algo estaba lejos Juan L. Ortiz, si algo no le rozaba siquiera el pensamiento, era la posibilidad de convertirse en destinatario de ceremonias u homenajes.

Y esto puedo afirmarlo porque lo conocí. De una manera mucho más secreta, absolutamente personal, junto con aquellos otros se cumplen ahora también unos cuarenta años desde que lo visité en Paraná, por vez primera. Aunque también es muy probable que haya sido incluso antes. Pero si los documentos sirven para algo, de 1956 es una de las pocas fotos de entonces que han sobrevivido. Y, con ella, volviéndola a contemplar, se me devuelven aquellos años de mi juventud en que, cruzando en los lanchones por encima del ancho río desde Santa Fe a la ca-pital entrerriana, unos pocos íbamos a su encuentro.

Hay descubrimientos concretados en esos primeros años que, como si fuéramos únicos, se nos hacen de tal modo reveladores que no podemos ni siquiera permitirnos pensar en compartirlos. Ese ser acaso ni presentido, que se corporizó de pronto frente a nuestros ojos asombrados, apareciéndosenos como si ya lo hubiéramos conocido desde siempre, cumpliendo sin saberlo casi todos nuestros sueños, se nos muestra tan íntimo, tan intransferible, que cuesta imaginarnos la misma (o similar) experiencia, vivida por otros.

Y, sin embargo, como casi al mismo tiempo otra personalidad ejemplar, Daniel A. Dessein, me había abierto con absoluta li-bertad las puertas de ese suplemento literario, no vacilé en incorporarlo a la aventura. Y así vino a ocurrir que “La Gaceta” fue uno de los pocos grandes diarios argentinos donde pudo escribir Juan L. Ortiz, donde casi por primera vez nos ocupamos desde un punto de vista crítico de sus libros, desde siempre artesanales, de dignísima modestia, y sin otro tipo de circulación que no fuera la afectiva.

Pero la vida tiene, como bien lo sabía Ortiz, extrañas formas de manifestarse. Hace unos pocos días, y sin que mediara por mi parte sugerencia ni alusión alguna, un poeta muy joven, con quien no habíamos hablado del asunto, me escribió espontáneamente y, entre otros temas, recordaba un viaje de este verano a Entre Ríos con su novia. Pasaron por Gualeguay y visitaron la casa donde vivió el poeta. “No sé bien qué buscábamos, tal vez secretamente lo buscábamos a él y ver su casa vacía y su busto en una plaza fue como la confirmación de su muerte. Le cuento esto porque en algún lado vi una foto suya donde Juanele está con usted y otros poetas y eso me da como una nostalgia del pasado ajeno, tal vez la menos mala de las envidias”.

Y entonces descubro que, después de tantos años, ya he aprendido a compartir a Juan L. con otra adolescencia. Pero también que soy yo, ahora, en cambio, quien envidia, y precisamente la oportunidad de ser un joven y descubrir, todavía, por cuenta propia, como un descubrimiento, como si fuera la primera vez, en su poesía o en su aura, esa presencia entrañable de Juan L. Ortiz.

SABIDURÍA DE INTEMPERIE

De los homenajes a que aludí al comienzo, por bien intencionados que resulten, el más efectivo me parece sin duda el que efectuó la Universidad Nacional del Litoral: la edición -lo más exhaustiva posible- de sus obras completas en un tomo de mil páginas (para cuya presentación algunos viejos conocidos fuimos convocados el 28 de septiembre a Santa Fe). Y no sólo porque, también en este caso, los textos de un poeta me parezcan la forma más legítima, más honesta, más auténtica, de intentar aproximarnos a él. Sino también porque, y justamente en este caso, las menudas anécdotas, las apariencias -sintomáticas o no- durante algún tiempo me hayan hecho temer el riesgo de ver rodar su imagen apenas al pintoresquismo cuando no, lo que sería casi imposible, a la parodia. Pero creo que, por suerte, y merced a su propios contravenenos y antídotos, a la propia veraz hondura que emana de la personalidad de Juan L. Ortiz, este último peligro ha sido en gran medida conjurado.

“El poeta, cuando habla de la cosa, es la cosa”, fue una de las primeras confidencias que me hizo. Y también, casi simultáneamente, que “El pueblo tiene sabiduría de intemperie”. Entre ambas verdades, todavía, de algún modo, me parece que aún es posible rastrearlo. Hace muchos años, en ocasión de estarse publicando una amplia historia de la literatura argentina en forma de fascículos, al proponer yo que se dedicara uno de ellos a la obra de Ortiz, me sentí responder (y por alguien no desprovisto de sensibilidad e información, incluso universitaria) que no había escuela o corriente donde ubicarlo. Sin salir de mi estupor no dejé de insistir, precisamente en que su absoluta ori-ginalidad estaba más allá de todo esquema y que, por eso mismo, se merecía un lugar alto y aislado. Pero no tuve suerte.


El asombro de Miguel Oscar Menassa.
Óleo sobre lienzo, 92x65 cm.

¿No podríamos, entonces, aceptar, no sin cierta temblorosa inquietud pero sin esperar de ello ni certidumbre ni precisión alguna, que Juan L. Ortiz resulta -por lo menos- uno de los pocos (y grande) simbolistas de nuestro continente y nuestra lengua? Por supuesto, percibiendo bajo esa denominación mucho más que una escuela o tendencia literaria. Como se sabe, las ambiciones del simbolismo en sus mejores vertientes fueron mucho más amplias y más profundas que las de una mera capi-lla. El hombre que era capaz de llamar “niñas” a las colinas en-trerrianas, que podía sentirse sin empostación alguna “junto a una hierba” o a quien vi yo mismo conviviendo sin distancia ninguna con animales y crepúsculos, con el río y los verdes, con seres y con cosas que él sentía animados o que se animaban para él, con él, en una comunión a la vez terrena y cósmica, no puede ser confinado por supuesto a su temprana compenetración con los mejores simbolistas (“mis belgas”, como él mismo bien dice, explícitamente).

Esta intuición de ligarlo con los postulados más hondos del mejor simbolismo no responde, en absoluto, a las mismas razones -así sus antípodas- que impidieron su inclusión en aquella historia de nuestra literatura. Por el contrario, resurgen de las mismas razones (“deja las letras y deja la ciudad”) que llevaron a Juan L. Ortiz a apartarse de todo. De todo lo que no fuera a la vez inmediato y esencial. De lo esencial que para él era a la vez magnífico y humilde, cósmico y fraternal, intemperie sin fin y universo sin fin. ¿Cómo no recordar, a este respecto, a esa otra alma que bien podría ser gemela de la suya, aquel que quiso llamarse Saint-Pol-Roux, que abandonó los halagos de París y la literatura para convertirse en el Gran Viejo, en el Mago de la apartada y mística Bretaña, feliz como uno más entre sus pescadores, pastores y labriegos, y que constituye -no por ca-sualidad sin que los literatos o los universitarios lo hayan percibido- a la vez una culminación del mejor simbolismo y el mejor puente con la poesía moderna o las vanguardias?

LA PRIMERA MIRADA

Hace algún tiempo, Alfredo Veiravé me hizo el honor de invitarme a participar de un homenaje a Ortiz, nada menos que en su Gualeguay. Aproveché para correrme unos pocos kilómetros hasta Puerto Ruiz, casi aledaño, a fin de conocer personalmente el lugar donde había nacido nuestro poeta. Y aunque ya estaba en cierto modo predispuesto por ese aire de lo que quiso ser y se detuvo en el tiempo, de alguna forma parte del encanto de la villa gualeya, en Puerto Ruiz ese impacto fue todavía mayor. Las melancólicas instalaciones ferroportuarias ahora detenidas, se volvían irrisorio monumento al lado del estancamiento ge-neral. De la casa donde nació Ortiz sólo quedaba la pared del frente, en un patético equilibrio inestable, acentuado quizá por la tocante placa de la sociedad de escritores locales.

Pero mucho más tocante que todo eso era el contexto general. La tarde serenísima, de grandes cielos abiertos, se combaba sobre los infinitos, acuáticos paisajes entrerrianos, para mi gusto prácticamente hindúes, orientales, con morenas y delgadísimas figuras a medias inmersas en las aguas, de pie (gente que, como me dijeron, ya sólo vívía de la caza o de la pesca), sobre cuyas cabezas los pájaros dejaban una huella tan leve como silenciosa, en medio del gran silencio general. De pronto, me descubrí percibiendo que eso encajaba a maravillas con la entera poética de Juan L. Ortiz. Y no supe ni puedo ni sabré precisar nunca si Oscar Wilde tenía finalmente razón en aquello de que la naturaleza imita el arte, o si todo el mundo de Juan L. no surgía con espontánea frescura de ese mismo ámbito, de esos seres y aguas y horizontes y cielos y tardes que sus ojos de niño habían visto sin duda con asombro, con pasmo original, penetrados de tan sutilísima belleza, después de abrirse por primera vez. Porque la patria de los poetas es su lengua, sí, pero también su infancia.

“En el aura del sauce” fue el título que eligió, él mismo, para encabezar la primera edición de sus poemas completos, aque-llos legendarios tres tomos de portada gris plata que la rosarina Editorial Biblioteca publicó durante 1971. Si la aparición de ese concepto, “aura”, no fuera de por sí notablemente significativa, recordemos lo que había expresado tiempo antes, ¿sobre el mismo tema? nada menos que Walter Benjamín, y a partir de Novalis: “La experiencia del aura reposa por lo tanto sobre la transferencia de una reacción normal en la sociedad humana a la relación de lo inanimado o de la naturaleza con el hombre. Quien es mirado o se cree mirado levanta los ojos. Advertir el aura de una cosa significa dotarla de la capacidad de mirar”. A lo cual añade, como nota al pie: “Esta actividad constituye una de las fuentes primordiales de la poesía”. Para concluir, poco después, que ciertos descubrimientos psicológicos “vienen a apoyar un concepto de aura según el cual ésta es la “aparición irrepetible de una lejanía”.

125.001 ejemplares: NADIE, NUNCA, ME ALCANZARÁ, SOY LA POESÍA