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La flor
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La noche en Blanco
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VICENTE
ALEIXANDRE

España, 1898


Noé y el diluvio de Miguel Oscar Menassa. Óleo sobre lienzo, 60x81 cm.

MINA

Calla, calla. No soy el mar, no soy el cielo,
ni tampoco soy el mundo en que tú vives.
Soy el calor que sin nombre avanza sobre las piedras frías,
sobre las arenas donde quedó la huella de un pesar,
sobre el rostro que duerme como duermen las flores
cuando comprenden, soñando, que nunca fueron hierro.

Soy el sol que bajo la tierra pugna por quebrantarla
como un brazo solísimo que al fin entreabre su cárcel
y se eleva clamando mientras las aves huyen.

Soy esa amenaza a los cielos con el puño cerrado,
sueño de un monte o mar que nadie ha transportado
y que una noche escapa como un mar tan ligero.

Soy el brillo de los peces que sobre el agua finge una red
de deseos,
un espejo donde la luna se contempla temblando,
el brillo de unos ojos que pueden deshacerse
cuando la noche o nube se cierran como mano.

Dejadme entonces, comprendiendo que el hierro es la salud de vivir,
que el hierro es el resplandor que de sí mismo nace
y que no espera sino la única tierra blanda a que herir
como muerte,
dejadme que alce un pico y que hienda a la roca,
a la inmutable faz que las aguas no tocan.

Aquí a la orilla, mientras el azul profundo casi es negro,
mientras pasan relámpagos o luto funeral, o ya espejos,
dejadme que se quiebre la luz sobre el acero,
ira que, amor o muerte, se hincará en esta piedra,
en esta boca o dientes que saltaran sin luna.

Dejadme, sí, dejadme cavar, cavar sin tregua,
cavar hasta ese nido caliente o plumón tibio,
hasta esa carne dulce donde duermen los pájaros,
los amores de un día cuando el sol luce fuera.

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PAISAJE

Desde lejos escucho tu voz que resuena en este campo,
confundida con el sonido de esta agua clarísima que desde
aquí contemplo;
tu voz o juvetud, signo que siempre oigo
cuando piso este verde jugoso siempre húmedo.

No calidad de cristal,
no calidad de carne, pero ternura humana,
espuma fugitiva, voz o enseña o unos montes,
ese azul que a lo lejos es siempre prometido.

No, no existes y existes.
Te llamas vivo ser,
te llamas corazón que me entiende sin que yo lo sospeche,
te llamas quien escribe en el agua un anhelo, una vida,
te llamas quien suspira mirando el azul de los cielos.

Tu nombre no es el trueno rumoroso que rueda
como solo una cabeza separada del tronco.
No eres tampoco el rayo o súbito pensamiento
que ascendiendo del pecho se escapa por los ojos.

No miras, no, iluminando ese campo,
ese secreto campo en el que a veces te tiendes,
río sonoro o monte que consigue sus límites,
frente a la raya azul donde unas manos se estrechan.

Tu corazón tomando la forma de una nube ligera
pasa sobre unos ojos azules,
sobre una limpidez en que el sol se refleja;
pasa, y esa mirada se hace gris sin saberlo,
lago en que tú, oh pájaro, no desciendes al paso.

Pájaro, nube o dedo que escribe sin memoria;
luna de noche que pisan unos desnudos pies;
carne o fruta, mirada que en tierra finge un río;
corazón que en la boca bate como las alas.

AL AMOR

Un día para los hombres llegaste.
Eras, quizá, la salida del sol.
Pero eras más el mar, el duro, el terso, el transparente,
amenazante mar que busca orillas,
que escupe luces, que deja atrás sus peces sin espinas
y que rueda por los pies de unos seres humanos,
ajeno al dolor o a la alegría de un cielo.

Llegaste con espuma, furioso, dulce, tibio, heladamente
ardiente bajo los duros besos
de un sol constante sobre la piel quemada.

El bosque huyó, los árboles volaron.
Una sombra de pájaros oscureció un azul intangible.
Las rocas se cubrieron con un musgo de fábula.
Y allá remotamente, invisibles, los leones durmieron.

Delicado, tranquilo, con unos ojos donde la luz nunca todavía brilló,
ojos continuos para el vivir de siempre,
llegaste tú sin sombra, sin vestidos, sin odio,
suave como la brisa ligada al mediodía,
violento como palomas que se aman,
arrullador como esas fieras que un ocaso no extingue,
brillador en el día bajo un sol casi negro.

No, no eras el río, la fuga, la presentida fuga de unos
potros camino del oriente.
Ni eras la hermosura terrible de los bosques.
Yo no podía confundirte con el rumor del viento sobre
el césped,
donde el rostro de un hombre oye a la dulce tierra.

Lejos las ciudades extendían sus tentaculares raíces,
monstruos de Nínive, megaterios sin sombra,
pesadas construcciones de una divinidad derribada entre azufres,
que se quema convulsa mientras los suelos crujen.

Pero tú llegaste imitando la sencilla quietud de la montaña.
Llegaste como la tibia pluma cae de un cielo estremecido.
Como la rosa crece entre unas manos ciegas.
Como un ave surte de una boca adorada.
Lo mismo que un corazón contra otro pecho palpita.

El mundo, nadie sabe dónde está, nadie puede decidir sobre
la verdad de su luz.
Nadie escucha su música veloz, que canta siempre cubierta
por el rumor de una sangre escondida.

Nadie, nadie te conoce, oh Amor, que arribas por una
escala silenciosa,
por un camino de otra tierra invisible.
Pero yo te sentí, yo te vi, yo te adiviné.
A ti, hermosura mortal que entre mis brazos luchaste,
mar transitorio, impetuoso mar de alas furiosas como besos.
Mortal enemigo que cuerpo a cuerpo me venciste,
para escapar triunfante a tu ignorada patria.

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