|
||
Le dijeron
que la puerta de entrada es el camino, Ella viene
cuando los relojes duermen Le dijeron
que la puerta es el camino y que detrás Pero yo sé
dónde está. Tengo a
Satanás del otro lado. Me negué. Dije yo: |
Me negué
otra vez. El abismo
crece Aún no estoy seguro de mi triunfo.
|
|
125.001 ejemplares: NADIE, NUNCA, ME ALCANZARÁ, SOY LA POESÍA |
||
Grupo
Cero / Índice / Otros
Números |
||
A Bhuma
Aún estás ahí
Aún estás ahí
La poesía estallaba bajo la luna de
Empédocles
A Jacobo Fijman
Sentado en un banco me esperabas:
Sentado en la casa de la locura
Yo sé que me esperabas como la luz a la
sombra
Los ojos caían en tus palabras
Yo sé que me esperabas contando la
muerte
|
Siempre es noche luminosa en la casa del
destino. Allí descansa Ayer (siempre es ayer) entré en la casa del destino. No había ventanas. Era noche luminosa, pero no había voces. En los muros se arrastraba el miedo. En las sillas siete monstruos ciegos me miraban. Busqué un apoyo. Sólo vi tinieblas que ondeaban. Una brasa inextinguible sobre la que se consumía la verdad.
¿Dónde estaba aquella otra casa del
silencio poblado de signos? En la casa del destino (en los cráteres detrás de los muros) sólo existe el agua del exilio. En ella nos bañamos cuando entramos en el mundo.
Una mano de piedra
Ahora
Alguien estuvo aquí:
¡Cuidado! ¡Cuidado! Óleo sobre lienzo 80 x 80 cm de Miguel Oscar Menassa |
|
Grupo
Cero / Índice / Otros
Números |
||
Llegaste
cuando las viejas computadoras Llegaste un
día cuando la quinta generación Llegaste y
te coronaron
SEÑORA DESNUDA, 1 Está desnuda, pero no se le ven los senos. Su vientre es una cavidad por donde sueña el mundo. De esa cavidad partió la esperanza. 2 Está
desnuda y no tiene ojos, pero mira. 3 Cuando extiende la mano no la ves. La ve el perro cuando aúlla o cuando duele el pecho, el niño cuando te mira o el viejo cuando pide. Todos la ven, pero tú no, porque estás dentro de ella. La ven las tinieblas y la sangre, el grito que se deshace y la ausencia que crece en el muro. 4 Ella es un círculo cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Tiene un número que imprime en tu paladar. La cifra es la cantidad de palabras que debes pronunciar. Cuando la cantidad está cubierta, la cifra se borra. Cuando la cifra se borra puedes verla, pero ya nadie te ve.
|
Ya eras
Grande y no Flora César Vallejo, el desamparo que vino cuando vendrá y heredó el puente entre la luz y la sangre. Te negaban, ¡pobre César!, porque buscabas las palabras humedecidas que vomitaban los ojos ciegos de la muerte. Te pegaban porque abrías la poesía de un solo tajo para repartir el fuego entre los hambrientos. Te pegaron tres veces y te negaron trece. Respondiste con trilce, tres veces tres monedas de oro para los bolsillos que ocultaban el pan en el rugido de las hienas. Hölderlin. Sólo Hölderlin y tu viaje al otro lado de las sombras. Aún esperan a Diótima que se anuncia detrás del muro en la noche junto al lecho. Aún estalla tu corazón cuando después, a la distancia, la muerte visita a Diótima. Hoy eres el señor Scardanelli que busca en el piano la voz de la ausente, el señor Scardanelli que desciende (la memoria sobre una carta desleída) para fundirse en ella. Navegas en esa piel hablándole al deseo, a la vieja memoria bañada de sangre. Sólo te responde el hilo del tiempo que teje el olvido. Vicente
Huidobro, el Calumniado, el Usurpado, el Silenciado, el
Estamos a punto de naufragar. Óleo sobre lienzo 80 x 80 cm de Miguel Oscar Menassa |
|
Grupo
Cero / Índice / Otros
Números |
||
Desnudo el cuerpo
Era el amor
Sueño de amor:
La calle es esa lluvia
La calle es esa sombra
La calle es esa voz Alguna vez
se regresa Alguna vez
se regresa Alguna vez
se regresa Alguna vez
se regresa Alguna vez
se regresa, |
In memoriam Allí estaba
la llama Aquí la
llama en tu mano dulce Habías
resucitado en un oscuro hospital El regreso
fue otro infierno:
En la casa vive una mano que escribe en
las láminas del viento. Cinco dedos que juegan al destino. Una pluma
con una punta de fuego que traza las historias del abismo. Hay
también una silla indescifrable donde al relámpago se ve la espalda
encorvada del poeta. Todo existe en un silencio poblado de signos
que enarbolan sus banderas. Su única luz es la que viene de la
cumbre. En la casa hay otra casa, y, en ella, la casa del miedo y
otras casas.
Eres una voz que amanece en los túneles,
Sé que vendrás hurgando los túneles,
|
|
Grupo
Cero / Índice / Otros
Números |
||
La reina adúltera que
perdió Segunda esposa de Enrique VIII, Ana Bolena fue decapitada por orden de éste en 1536. La reina tenía 29 años y mantenía relaciones adúlteras con tres músicos de la corte. He aquí la confesión de Marcos, ante uno de los ministros del rey, según lo consigna el español Cristóbal Lozano en el siglo XVII: “Digo, señor, que estando la reina un día acostada en su cama (...) me mandó que me acercase a ella. Llegué hincando la rodilla junto al lecho, y declaróme su voluntad y aficción. Y esperando ocasión de que el rey se ausentase de la corte, su criada Margarita me llamó una noche. Encerróme en su retrete, y a la hora del silencio, cuando ya todas las demás estaban recogidas, me sacó de allí y me llevó hasta la cama de la reina. Confieso, pues, que entonces, y otras muchas noches, con la misma traza, he ofendido con ella a mi rey, y que merezco el castigo. Nores y Briunton, según cosas que he visto, no están libres de pecado. De esto han manado mis bizarrías, las joyas y dineros. Conque he dicho cuanto pasa”. Marcos, los otros dos músicos y Margarita también fueron ejecutados. Oros historiadores dirán algo distinto. Lozano lo refirió así y describió una reina impúdica y adúltera. Pero Araäljib, en su enigmático Infolio XIII, recordó que Enrique VIII era sifilítico y protector de un grupo de prostitutas con las que tenía acceso carnal, según lo afirmara mucho después Lo Duca. ¿Cómo, entonces, no le iba a ser infiel Ana Bolena? El sexo también crea el poder y mueve sus monstruos.
La musa implacable del incesto
Las palabras que no se dicen pueden
matar por omisión. Si se Tuvo incesto con su padre en un hotel de Valescure, en Francia. La redacción de ese sexo fue el punto de partida de su aniquilamiento: “Me penetró tres y cuatro veces sin parar, sin retirarse”, escribirá en su diario póstumo. Luego, enamoradísima, descendiendo en sí misma, rompiendo con toda moral, sólo pensó en su padre. En el triunfo sin barreras de un antiguo resquemor edificado sobre el abandono. Se cuidó de decir ese incesto, de vocearlo, tal como lo pidió él, pero lo escribió en su indeclinable diario. Fue su violento desafío. Huyó de ese abismo y buscó otros erotismos. Otras tinieblas donde sumergirse. Anaïs tenía 10 años (había nacido en Neuilly, en 1903) cuando su padre, el compositor catalán Joaquín Nin, huyó del hogar dejándola con Rosa Culmell, su madre. Veinte años después lo halló en París. Era un hombre fuerte, inmensurable, “buscador impenitente de coños”. Anaïs tenía 30 años y ya era una llama, un incendio alimentado por Henry Miller.
|
Todo sucedió rápidamente, y fue en un hotel donde, para disimular, habían tomado dos habitaciones. “Volví a mi habitación -consignará en su diario- con un pañuelo entre las rodillas porque su esperma era superabundante.” Después, aniquilada y enardecida por un volcán que la devoraba, buscará a Otto Rank y otra vez el sexo acuciante. Pero ella, desde ese diario obsesivo que la perseguía como una sombra, desde su Henry and June, su otro cuaderno, recordará también las noches con Henry Miller: “Recuerdo la tarde en que, después de leer mi diario de infancia, vino Henry a Louveciennes con la esperanza de hallar a una niña de 11 años. Aún estaba emocionado por la lectura. Sin embargo mi picardía eliminó a la niña, y rápidamente estuvo excitado y comenzó a decir locuras y a tomarme sexualmente”.
O bien juega con este desaliño que
destruye todos los convencionalismos: He olido mi propia miel en su boca”. En cambio, de June, la mujer de Miller, la misma que la inició en el lesbianismo, escribirá: “Estoy en sus brazos en un taxi. Me estrecha con fuerza contra sí y exclama: “me estás dando la vida. Me estás dando lo que Henry me ha quitado”. Y yo me oigo responder con palabras llenas de fiebre. Esta escena del taxi -las rodillas pegadas, las manos entrelazadas, las mejillas juntas- se repite aun estando conscientes de nuestra enemistad fundamental. Permanecemos enfrentadas, pero nada puedo hacer por Henry. Cuando ella está presente, es demasiado débil, lo mismo que es débil en mis manos. Mientras le digo que la amo pienso en cómo puedo salvar a Henry, el niño y no el amante, porque su debilidad lo ha convertido en un niño. Mi cuerpo recuerda a un hombre que ha muerto”.
Es la guerra consigo misma. No le
interesa Hugo Guiller, con quien se ha casado sólo para dejarlo al
poco tiempo. Ni aun el psicoanalista René Allendy, a quien engaña
por otros erotismos. Al final, diluidas las esperanzas y la fuerza, atosigada la libido, descenderá en su diario para buscar el alma y morir, a los 69 años, 1972.
La rebelde que usó el
estilete En la revolución de 1890, en Buenos Aires, se registró un hecho insólito que hemos leído en un original mecanografiado, fechado en Londres en 1895. Su título The Hariotry (referido a la prostitución), remitía, en el prólogo, a otro título no menos curioso: The Putanism War, en 1893 cuyo autor era Jack Fielding. El original mecanografiado sólo llevaba en la portada, además del título, las iniciales de este último autor: J.F., quien describía los sucesos de 1890, capitaneados, según expresaba, por el doctor Leandro N. Alem y el general Manuel J. Campos de parte de los revolucionarios. El bando adicto al presidente Juárez Celman, encargado de la represión, estaba a cargo del general Nicolás Levalle.
|
|
Grupo
Cero / Índice / Otros
Números |
||
El 26 de julio los revolucionarios tomaron el Parque de Artillería (actual palacio de Justicia) y arremetieron contra las fuerzas del gobierno que disparaban su metralla desde la plaza Libertad. Hubo muertos, heridos, animales despanzurrados y gran cantidad de árboles quemados por los impactos de la artillería. El palacio Miró, en Viamonte y Libertad, donde vivía Felisa Dorrego de Miró, sobrina del infortunado Manuel Dorrego, quedó semidestruido por el fuego cruzado de ambos bandos. Dice Fielding que de ese palacio salió Helena Dorcelé, una francesa de 27 años, “hermosa y de ojos castaños claros, introductora de mancebas para la prostitución” que nada tenía que ver con los Dorrego. Se internó entre los escombros de la plaza Lavalle en busca de un herido, y fue sorprendida por un supuesto oficial del gobierno que Fielding no identifica. De esa manera, en calidad de detenida, Helena Dorcelé fue llevada a una casa de pensión de la calle del Parque (hoy Lavalle), donde el oficial (el falso oficial) le propuso este trato compulsivo:
O entregaba voluntariosamente su
desnudez. Escribe Fielding que Helena Dorcelé, tras elegir la primera alternativa, se echó a reír y comenzó a desnudarse. El presunto oficial abusó de ella recurriendo a toda clase de excesos. Y como dice el autor: “La succionó y se hizo succionar, y además la sometió varias veces por los glúteos”. Todo eso se hacía, al parecer, con el beneplácito de ella. Él, a su vez, observando la docilidad de la mujer, se enardecía mucho más y exigía otras experiencias eróticas: “los pezones por los glúteos”, rubrica Fielding. Y así, después de varias horas, este héroe del sexo quedó dormido y roncando como en el Orient Express de Agatha Christie al cruzar por Europa. Fue el momento esperado. Helena Dorcelé hurgó en la chaqueta del violador, y halló un filoso estilete que desenvainó y clavó rapidamente en el corazón del durmiente. Éste esbozó apenas un quejido y murió al instante. Pero no satisfecha con esta acción, le seccionó el membrum virile (venganza frecuente en el mundo del sexo) y lo colocó sobre un papel en el cual había escrito esta frase:
L’homme et la merde, la même chose.
La dama que demoró en
reclamar Hay un manuscrito inquietante: Las violadas o el amor a deshoras (1727), del madrileño Fernando Pérez Alcócer, que Edmundo Devale halló en el infiernillo de la biblioteca del Marqués de la Encina, en Valencia.
Versos de combate, tratan de un proceso
invocado en los tribunales de la época, donde se discutió, entre
insobornables juristas, sobre la oportunidad de denunciar un hecho
de violación que exigía la resistencia de la víctima y su denuncia
inmediata. En el caso, la mujer ofendida estuvo tres días y tres
noches en el lecho, junto al violador. Sólo después de ese lapso se
presentó, desgreñada y desgarrada, ante las autoridades. Su
presencia lastimera, a pesar de la tardanza en la denuncia, llevó a
los jueces a un estudio exhaustivo.
|
De este manuscrito hemos corregido la puntuación, parte de la enrevesada grafía y, no siempre, las faltas de concordancia y la sintaxis. Transcribimos:
Se llamaba Juan Manuel
Dijo el juez muy enconado: La doctrina jurídica que se desprende de esta sátira, sigue rigiendo en nuestro tiempo. Los jueces sospecharon que la mujer estaba despechada por alguna promesa incumplida del peluquero. El manuscrito de las violadas o el amor a deshoras, fue conocido por George Bataille. Pensaba llevar a cabo una recreación. Sus múltiples trabajos y la redacción posterior de Madame Edwarda (1941), se lo impidieron. Sospecho, sin embargo, que uno de sus papeles, hallados después de su muerte, bien pudo haber sido el origen de este proyecto. El papel estaba redactado en estos términos: Recordad, señora, que el sexo no admite el tiempo ni la duda. La violación es tan natural que si no la denunciáis en el acto es porque os ha gustado su brutalidad. Pero brutalidad no es indignidad. Por tanto, si habéis consentido la penetración, después de la sorpresa, es que la daga del caballero os era imprescindible. Entonces ya no podéis acusarlo de violación. Esto, sí, se llama dignidad”.
La violación de una
mujer que |