LAS 2001 NOCHES Nº 83

JUAN-JACOBO BAJARLÍA SEÑORA DESNUDA
SEÑORA DEL OLVIDO
NO VENDRÁS CUANDO LA LUZ
LA POESÍA SOMBRA EN LA LUZ FRESCORES
ENCUENTRO CON SATANÁS CÉSAR VALLEJO ANA BOLENA
PRESENTACIÓN DEL HOMBRE Y YO HÖLDERLIN ANAÏS NIN
AÚN ESTÁS AHÍ VICENTE HUIDOBRO HELENA DORCELÉ
SENTADO EN UN BANCO HAIKUS DE AMOR ELVIRA DE VILLAMAYOR (I)
LA CASA DEL DESTINO LA CALLE ELVIRA DE VILLAMAYOR (II)
LA MANO DEL ACANTILADO ALGUNA VEZ SE REGRESA SOCIOS DE HONOR
LA CASA DESHABITADA DESCANSO EN EL INFIERNO UNA CITA CON LA PALABRA
SÓLO UNA SOMBRA EN LA CASA HAY OTRA CASA SEMINARIO SIGMUND FREUD

LA POESÍA

Le dijeron que la puerta de entrada es el camino,
y la poesía una luz. No le dijeron cuál era la distancia
entre la luz y el silencio ni entre la voz
y las sombras. Pero, sí, le dijeron cuál era el espacio
entre el cuerpo y la palabra.

Ella viene cuando los relojes duermen
y la noche despierta las sombras,
cuando la palabra es la extensión
en que cae lentamente el deseo.

Le dijeron que la puerta es el camino y que detrás
del camino no hay puerta. Le dijeron que la poesía
es la llave del camino, la mano que ablanda la noche
y los espejos. Le dijeron que la poesía es la
medida del hombre.

Pero yo sé dónde está.
Es una llave que vibra en el vuelo de los pájaros.
Cuando los pájaros mueren la llave se apaga
para crecer en la palabra que envuelve tu cuerpo.

ENCUENTRO CON SATANÁS

Tengo a Satanás del otro lado.
Lo presiento.
Es una máquina que crece.
“¿Qué quieres?”, le pregunto.
“Quiero tus olvidos”, me responde.
“Colecciono olvidos cargados de promesas”.

Me negué.
La máquina es un abismo lleno de ventanas.
Satanás insistió:
“Tan sólo un olvido o la sombra de un olvido.
Te ofrezco lo que quieras”.

Dije yo:
“Si te doy la sombra,
¿cómo reconocerás el olvido?”
Dijo él:
“Si me das la sombra,
sólo tendrás el deseo de una promesa vacía”.

Me negué otra vez.
Satanás modificó su dialéctica:
“Los olvidos pesan. Te compro su espesor”.
Contesté:
“¿Cómo mides el espesor?”
Y él:
“Quitándole al deseo lo que pesa la sombra
para sumarle la intención y el tiempo”.

El abismo crece
y la noche cabe en la mirada de los ciegos.
Sentado
oculto del otro lado de la puerta
Satanás me espera enumerando mis huesos.

Aún no estoy seguro de mi triunfo.

En el próximo número...
más, más, más...

cartas – poemas – fotografías
erotismo – misterio – acción

De la mano de

Juan–Jacobo Bajarlía

125.001 ejemplares: NADIE, NUNCA, ME ALCANZARÁ, SOY LA POESÍA


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AÚN ESTÁS AHÍ

A Bhuma

Aún estás ahí
                   detrás de tu nombre
             perdida en el camino que se extendía en el deseo
             en las ausencias que caían de la noche
             junto a la taza de café que enumeraba el abismo.
Los relojes dormían retardando el alba
y las palabras brillaban en tus ojos
            buscando las puertas del exilio
                   las sombras que inscribían tu ser
                   y el miedo que humedecía tus ideas.

Aún estás ahí
                   detrás de tu nombre
            el mundo en la valija
            y el río de Heráclito en tus manos
                   bajo las horas que enredaban los recuerdos.
Sentada ahí
               pasaban los espejos que cubrían tu voz
                                                                       los horizontes
               las piedras que alimentaban tu sangre
               las imágenes que tejían el tiempo.

La poesía estallaba bajo la luna de Empédocles
y te abría la puerta de fuego
donde buscabas tu cuerpo detrás de tu nombre.
Sólo fue una palabra que cayó del enigma
cuando los ojos de la memoria te vieron esa noche.
Aún estás ahí
                    detrás de tu nombre.

SENTADO EN UN BANCO

A Jacobo Fijman

Sentado en un banco me esperabas:
contabas la soledad
las altas torres de la demencia
los días que caían oscuramente sobre tus manos
y las lentas pisadas que brillaban en el césped.

Sentado en la casa de la locura
tejías tus recuerdos en el miedo de tus ojos
la aldea perdida en los progroms
y el perro de ceniza que te buscaba en el alba
sobre caminos de sangre.

Yo sé que me esperabas como la luz a la sombra
como el silencio al bullicio
el fervor a la angustia
la poesía a la prosa:
la cordura de Dios en pilchas de loquero.

Los ojos caían en tus palabras
        y los verbos crecían en tu sonrisa:
        los violines ladraban
        colgados de la luna
en ríos de soledad que encendían los semáforos.

Yo sé que me esperabas contando la muerte
los habitantes de la ausencia
que llenaban tus días:
ahora
        sólo esperas la eternidad
        sentado en un banco.
 

 

 

LA CASA DEL DESTINO

Siempre es noche luminosa en la casa del destino. Allí descansa
la Poesía cuando viene del abismo. Cuando se exilia de las estrellas para fertilizar el combate.

Ayer (siempre es ayer) entré en la casa del destino. No había ventanas. Era noche luminosa, pero no había voces. En los muros se arrastraba el miedo. En las sillas siete monstruos ciegos me miraban. Busqué un apoyo. Sólo vi tinieblas que ondeaban. Una brasa inextinguible sobre la que se consumía la verdad.

¿Dónde estaba aquella otra casa del silencio poblado de signos?
La casa del destino es cambiante. La mano que la habita, alimentada de tiempo, escribe y rehace las historias. La mano existe, pero sólo vemos su sombra. Una sombra confusa donde yace la memoria, los días repetidos, la noche oscura del alma.

En la casa del destino (en los cráteres detrás de los muros) sólo existe el agua del exilio. En ella nos bañamos cuando entramos en el mundo.

LA MANO DEL ACANTILADO

Una mano de piedra
llora sobre el acantilado
cuando las olas dibujan los recuerdos
cambiantes naufragios
que alimentaron las tinieblas.

Ahora
mano encallecida
el espejo de los años
por donde corren las aguas
que lavan el deseo.

LA CASA DESHABITADA

Alguien estuvo aquí:
la palabra sobre el gesto
la intención sobre el impulso
noches luminosas que caían
desde las encubiertas galaxias
que aceleraban el cosmos.
Sobre el piso doblaban las pisadas
en la mesa
la mano extendida de recuerdos:
hay una hoja amarillenta
llena de memoria
desde la cual volaban los días y los pájaros.
La puerta está cerrada
el timbre lleno de voces
de sigilosos llamados
que vinieron en la noche
para posarse en el silencio
escuálidos fantasmas que devoraron las sombras.
Sobre la mesa
la mano del poeta que encendía las palabras
la tea que se alimentaba del deseo
y el libro que arrojaba sus voces:
sobre la mesa
los huesos que enumeraban el futuro.
 

¡Cuidado! ¡Cuidado! Óleo sobre lienzo 80 x 80 cm de Miguel Oscar Menassa


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SÓLO UNA SOMBRA

Llegaste cuando las viejas computadoras
                                                 ardían en sus códigos
y la luz era un ovillo para enhebrar planetas
una fórmula retorcida impresa en una mueca
                                                que caía en el vértigo.
Llevabas la mano de Cibernius
                                                y el “hágase la ciencia”
los libros que Fausto perdió una noche
y la sonrisa de Dios sobre tu frente.

Llegaste un día cuando la quinta generación
se acoplaba con la sexta y las otras
                                                y parían máquinas y depósitos
donde hervían las sombras y los cúmulos
que tú necesitabas para limpiar el cielo
                                                los días y las horas
de un sarro que, decías, venía del engaño
                                                de una palabra vacía
o de un abismo donde el hombre buscaba sus mandíbulas.

Llegaste y te coronaron
y Cibernius borró la sonrisa que llevabas en la frente
                                                puso los libros en el horno
borró tu conciencia y te dio un cúmulo
                                                para limpiar los impulsos.
Y al fin, ya coronado, buscaste una mujer y un hombre
                                                las claves del planeta
y el antiguo amor que apuntalaba el cuerpo.
Sólo hallaste una sombra que transpiraba en una máquina.

SEÑORA DESNUDA,
SEÑORA DEL OLVIDO

1

Está desnuda, pero no se le ven los senos. Su vientre es una cavidad por donde sueña el mundo. De esa cavidad partió la esperanza.

2

Está desnuda y no tiene ojos, pero mira.
Sabe dónde estás y te sigue.
Cruje en los algodones
cuando la noche llora en tu frente
y camina silenciosa y segura.
Alguien la engendró para medir las palabras
y está desnuda y llena de mundo,
y lo tiene todo y está vacía.

3

Cuando extiende la mano no la ves. La ve el perro cuando aúlla o cuando duele el pecho, el niño cuando te mira o el viejo cuando pide. Todos la ven, pero tú no, porque estás dentro de ella. La ven las tinieblas y la sangre, el grito que se deshace y la ausencia que crece en el muro.

4

Ella es un círculo cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Tiene un número que imprime en tu paladar. La cifra es la cantidad de palabras que debes pronunciar. Cuando la cantidad está cubierta, la cifra se borra. Cuando la cifra se borra puedes verla, pero ya nadie te ve.

 

SOMBRA EN LA LUZ

Ya eras Grande y no Flora
y te buscabas descendiendo en la piedra
que alimentaba el cansancio
cuando la sangre de Bathory lamía el clavo
y los crímenes de Erauso se transfiguraban en de Quincey.
Stephen Dedalus buscaba los ojos muertos del marqués de
                                                                                [Sade
       que tú coleccionabas en las tiras del muro
       junto a la librería de la señorita Ulises en París.
Pero en la valija llena del mundo que traías
       en el bar caído en las tazas de la noche
estaba tu virginidad acumulada de mañanas
tu sonrisa inclinada de granos
la ausencia que alzaba palabras lejanas
los fantasmas que crecían de miedo en el poema
       para esmaltar la sangre
y el alma de la locura que se festejaba a sí misma.
“Voy contigo”, me dijiste, y todo fue un comienzo.
El camino se perdió en el deseo
cayendo en un río de voces devoradas en la piel.

CÉSAR VALLEJO

César Vallejo, el desamparo que vino cuando vendrá y heredó el puente entre la luz y la sangre. Te negaban, ¡pobre César!, porque buscabas las palabras humedecidas que vomitaban los ojos ciegos de la muerte. Te pegaban porque abrías la poesía de un solo tajo para repartir el fuego entre los hambrientos. Te pegaron tres veces y te negaron trece. Respondiste con trilce, tres veces tres monedas de oro para los bolsillos que ocultaban el pan en el rugido de las hienas.

HÖLDERLIN

Hölderlin. Sólo Hölderlin y tu viaje al otro lado de las sombras. Aún esperan a Diótima que se anuncia detrás del muro en la noche junto al lecho. Aún estalla tu corazón cuando después, a la distancia, la muerte visita a Diótima. Hoy eres el señor Scardanelli que busca en el piano la voz de la ausente, el señor Scardanelli que desciende (la memoria sobre una carta desleída) para fundirse en ella. Navegas en esa piel hablándole al deseo, a la vieja memoria bañada de sangre. Sólo te responde el hilo del tiempo que teje el olvido.

VICENTE HUIDOBRO

Vicente Huidobro, el Calumniado, el Usurpado, el Silenciado, el
Ahorcado, el de la Torre Abolida donde Gerard de Nerval te formula esta pregunta:
                                  ¿Por qué has creado un alba cosida
                                    por los hilos del deseo? La conspiración
                                    es la mano de las sombras, el ojo
                                    que atraviesa el muro.
Quizás algún día le respondas que aún sigues tejiendo bufandas
para pájaros, noches ovilladas en tu mano para desatar la luz,
estrellas que cuelgan del canto de los pájaros para iluminar las
palabras.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estamos a punto de naufragar. Óleo sobre lienzo 80 x 80 cm de Miguel Oscar Menassa


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HAIKUS DE AMOR

Desnudo el cuerpo
en silencio nocturno,
          luz en la noche.
 

Era el amor
una noche enredada
          sobre tus labios.
 

Sueño de amor:
promesa humedecida
bajo las nubes.

LA CALLE

La calle es esa lluvia
que sube a los andenes
y se filtra por las ventanas,
ese paso que se ajusta
bajo las marquesinas
cuando las voces llaman
desde una puerta
que se abre a la ausencia.

La calle es esa sombra
que se acomoda en la sonrisa,
ese amor que se pega a los labios
cuando los pájaros silban
extendiendo el futuro,
esa señal que avanza en la mirada
cuando los ojos se encuentran
en el cruce de una esquina.

La calle es esa voz
ese gesto siempre en fuga
ese cuerpo que se enciende
al ritmo de una llama
que se rehace en las veredas
donde tu mano y la mía
buscándose en la sombra
se acercan al fervor.
 

ALGUNA VEZ SE REGRESA

Alguna vez se regresa
cuando los pasos se acumulan en la voz
o las palabras brotan del impulso,
cuando el infierno sigue resplandeciente
y se aplasta en la intención.

Alguna vez se regresa
cuando la conciencia muerde la lengua
y diluye las miradas
que se clavan en los muros
o en el perfil que se abre en el deseo.

Alguna vez se regresa
cuando las páginas se agotan
y arde la soberbia en una noche
buscando la dialéctica
que desfallece de tanta precaución.

Alguna vez se regresa
de las manos que se amurallan
en el alba que crece del amor
o en la luz que los pájaros festejan
uniendo el alba con el canto.

Alguna vez se regresa,
pero no siempre
cuando los hilos están rotos
y el amor se arrodilla en los bares
que clasifican a los náufragos.

DESCENSO EN EL INFIERNO

In memoriam
Eduardo Guillermo Poyastro

Allí estaba la llama
      los ácidos que crecían
      el juego de la vida y la muerte
que rugía en el hueso
      en los botellones que destilaban el deseo.

Aquí la llama en tu mano dulce
que regresaba de la memoria,
en tu voz que repartías como el pan
      como los días de sol que vigilabas
      para los que habían perdido las quijadas,
aplastados por el señor con botas de siete leguas.

Habías resucitado en un oscuro hospital
con fístulas y con llamas
con el fervor de la vida y la muerte
metido en tus entrañas
contando los olvidos.
Tus ojos bebían de esos botellones,
de las llamas alquímicas que festejaban a Graciela,
de las historias de Juan Sin Tierra y Guillermo el Conquistador.
Habías regresado del Infierno para combatir la sed
la desolación que mordía los talones
y los látigos que devoraban los fetos.
Tu risa como la lluvia de primavera
y tus palabras húmedas para fertilizar los sueños
desactivaban las sombras
        el miedo recogido en los puños
        la pólvora que llenaba el impulso.

El regreso fue otro infierno:
        las botas estallaron a tu espalda
        quemaron tus palabras y tu risa
        la tierra de amor que pisabas
        y la mirada de tu hueso.
El infierno entró en tus fístulas
y ardió en el llamado que nadie oyó,
en las voces que inflamaron la noche
       y quedaron vacías.
Pero no has muerto:
tu mano dulce se extiende como un río desvelado
y tu voz es aún el pan de los que perdieron las quijadas.

EN LA CASA HAY OTRA CASA

En la casa vive una mano que escribe en las láminas del viento. Cinco dedos que juegan al destino. Una pluma con una punta de fuego que traza las historias del abismo. Hay también una silla indescifrable donde al relámpago se ve la espalda encorvada del poeta. Todo existe en un silencio poblado de signos que enarbolan sus banderas. Su única luz es la que viene de la cumbre. En la casa hay otra casa, y, en ella, la casa del miedo y otras casas.
 

NO VENDRÁS CUANDO LA LUZ

Eres una voz que amanece en los túneles,
el hambre que va en los bolsillos
y una antigua espada que enflaquece
o se encoleriza
en las carcomidas camas de un hotel.
Eres un número que avanza en la noche
cuando los astros arrojan sus redes
y la luna desfallece en un banco,
un número que alguien puso en el aire
para el alimento de los pájaros.

Sé que vendrás hurgando los túneles,
buscando el hambre en los bolsillos
y la antigua espada perdida en los hoteles.
Volverás bajo los astros desfallecientes
persiguiendo los huecos de la luna
y las voces devoradas por el deseo.
Volverás a las camas carcomidas
juntando el sexo con las sombras,
pero no vendrás cuando la luz
te llame por tu nombre.


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FRESCORES

ANA BOLENA

La reina adúltera que perdió
la cabeza por los músicos

Segunda esposa de Enrique VIII, Ana Bolena fue decapitada por orden de éste en 1536. La reina tenía 29 años y mantenía relaciones adúlteras con tres músicos de la corte. He aquí la confesión de Marcos, ante uno de los ministros del rey, según lo consigna el español Cristóbal Lozano en el siglo XVII:

“Digo, señor, que estando la reina un día acostada en su cama (...) me mandó que me acercase a ella. Llegué hincando la rodilla junto al lecho, y declaróme su voluntad y aficción. Y esperando ocasión de que el rey se ausentase de la corte, su criada Margarita me llamó una noche. Encerróme en su retrete, y a la hora del silencio, cuando ya todas las demás estaban recogidas, me sacó de allí y me llevó hasta la cama de la reina. Confieso, pues, que entonces, y otras muchas noches, con la misma traza, he ofendido con ella a mi rey, y que merezco el castigo. Nores y Briunton, según cosas que he visto, no están libres de pecado. De esto han manado mis bizarrías, las joyas y dineros. Conque he dicho cuanto pasa”.

Marcos, los otros dos músicos y Margarita también fueron ejecutados. Oros historiadores dirán algo distinto. Lozano lo refirió así y describió una reina impúdica y adúltera. Pero Araäljib, en su enigmático Infolio XIII, recordó que Enrique VIII era sifilítico y protector de un grupo de prostitutas con las que tenía acceso carnal, según lo afirmara mucho después Lo Duca. ¿Cómo, entonces, no le iba a ser infiel Ana Bolena? El sexo también crea el poder y mueve sus monstruos.

 

ANAÏS NIN

La musa implacable del incesto

Las palabras que no se dicen pueden matar por omisión. Si se
dicen puede ser un suicidio. Si se escriben y no se dicen, una tentativa de aniquilamiento. Esto es lo que sucedió en 1933 con Anaïs Nin.

Tuvo incesto con su padre en un hotel de Valescure, en Francia.

La redacción de ese sexo fue el punto de partida de su aniquilamiento: “Me penetró tres y cuatro veces sin parar, sin retirarse”, escribirá en su diario póstumo.

Luego, enamoradísima, descendiendo en sí misma, rompiendo con toda moral, sólo pensó en su padre. En el triunfo sin barreras de un antiguo resquemor edificado sobre el abandono.

Se cuidó de decir ese incesto, de vocearlo, tal como lo pidió él, pero lo escribió en su indeclinable diario. Fue su violento desafío.

Huyó de ese abismo y buscó otros erotismos. Otras tinieblas donde sumergirse.

Anaïs tenía 10 años (había nacido en Neuilly, en 1903) cuando su padre, el compositor catalán Joaquín Nin, huyó del hogar dejándola con Rosa Culmell, su madre. Veinte años después lo halló en París.

Era un hombre fuerte, inmensurable, “buscador impenitente de coños”. Anaïs tenía 30 años y ya era una llama, un incendio alimentado por Henry Miller.

 

Todo sucedió rápidamente, y fue en un hotel donde, para disimular, habían tomado dos habitaciones.

“Volví a mi habitación -consignará en su diario- con un pañuelo entre las rodillas porque su esperma era superabundante.”

Después, aniquilada y enardecida por un volcán que la devoraba, buscará a Otto Rank y otra vez el sexo acuciante. Pero ella, desde ese diario obsesivo que la perseguía como una sombra, desde su Henry and June, su otro cuaderno, recordará también las noches con Henry Miller: “Recuerdo la tarde en que, después de leer mi diario de infancia, vino Henry a Louveciennes con la esperanza de hallar a una niña de 11 años. Aún estaba emocionado por la lectura.

Sin embargo mi picardía eliminó a la niña, y rápidamente estuvo excitado y comenzó a decir locuras y a tomarme sexualmente”.

O bien juega con este desaliño que destruye todos los convencionalismos:
“Sus besos son húmerdos como la lluvia. Me he tragado su esperma. Y él ha besado mis labios impregnados de esperma.

He olido mi propia miel en su boca”.

En cambio, de June, la mujer de Miller, la misma que la inició en el lesbianismo, escribirá: “Estoy en sus brazos en un taxi. Me estrecha con fuerza contra sí y exclama: “me estás dando la vida.

Me estás dando lo que Henry me ha quitado”. Y yo me oigo responder con palabras llenas de fiebre. Esta escena del taxi -las rodillas pegadas, las manos entrelazadas, las mejillas juntas- se repite aun estando conscientes de nuestra enemistad fundamental.

Permanecemos enfrentadas, pero nada puedo hacer por Henry.

Cuando ella está presente, es demasiado débil, lo mismo que es débil en mis manos. Mientras le digo que la amo pienso en cómo puedo salvar a Henry, el niño y no el amante, porque su debilidad lo ha convertido en un niño. Mi cuerpo recuerda a un hombre que ha muerto”.

Es la guerra consigo misma. No le interesa Hugo Guiller, con quien se ha casado sólo para dejarlo al poco tiempo. Ni aun el psicoanalista René Allendy, a quien engaña por otros erotismos.
Pronto sólo le interesará febrilmente Otto Rank, en cuyo lecho seguirá oblando el tributo de su pasión.

Al final, diluidas las esperanzas y la fuerza, atosigada la libido, descenderá en su diario para buscar el alma y morir, a los 69 años, 1972.

HELENA DORCELÉ

La rebelde que usó el estilete
para vengar su violación

En la revolución de 1890, en Buenos Aires, se registró un hecho insólito que hemos leído en un original mecanografiado, fechado en Londres en 1895. Su título The Hariotry (referido a la prostitución), remitía, en el prólogo, a otro título no menos curioso: The Putanism War, en 1893 cuyo autor era Jack Fielding.

El original mecanografiado sólo llevaba en la portada, además del título, las iniciales de este último autor: J.F., quien describía los sucesos de 1890, capitaneados, según expresaba, por el doctor Leandro N. Alem y el general Manuel J. Campos de parte de los revolucionarios. El bando adicto al presidente Juárez Celman, encargado de la represión, estaba a cargo del general Nicolás Levalle.


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El 26 de julio los revolucionarios tomaron el Parque de Artillería  (actual palacio de Justicia) y arremetieron contra las fuerzas del gobierno que disparaban su metralla desde la plaza Libertad. Hubo muertos, heridos, animales despanzurrados y gran cantidad de árboles quemados por los impactos de la artillería.

El palacio Miró, en Viamonte y Libertad, donde vivía Felisa Dorrego de Miró, sobrina del infortunado Manuel Dorrego, quedó semidestruido por el fuego cruzado de ambos bandos.

Dice Fielding que de ese palacio salió Helena Dorcelé, una francesa de 27 años, “hermosa y de ojos castaños claros, introductora de mancebas para la prostitución” que nada tenía que ver con los Dorrego. Se internó entre los escombros de la plaza Lavalle en busca de un herido, y fue sorprendida por un supuesto oficial del gobierno que Fielding no identifica.

De esa manera, en calidad de detenida, Helena Dorcelé fue llevada a una casa de pensión de la calle del Parque (hoy Lavalle), donde el oficial (el falso oficial) le propuso este trato compulsivo:

O entregaba voluntariosamente su desnudez.
O la violaba sin ninguna excusa.
O la llevaba al cuartel en calidad de espía para ser fusilada.

Escribe Fielding que Helena Dorcelé, tras elegir la primera alternativa, se echó a reír y comenzó a desnudarse. El presunto oficial abusó de ella recurriendo a toda clase de excesos. Y como dice el autor: “La succionó y se hizo succionar, y además la sometió varias veces por los glúteos”.

Todo eso se hacía, al parecer, con el beneplácito de ella. Él, a su vez, observando la docilidad de la mujer, se enardecía mucho más y exigía otras experiencias eróticas: “los pezones por los glúteos”, rubrica Fielding.

Y así, después de varias horas, este héroe del sexo quedó dormido y roncando como en el Orient Express de Agatha Christie al cruzar por Europa.

Fue el momento esperado. Helena Dorcelé hurgó en la chaqueta del violador, y halló un filoso estilete que desenvainó y clavó rapidamente en el corazón del durmiente. Éste esbozó apenas un quejido y murió al instante. Pero no satisfecha con esta acción, le seccionó el membrum virile (venganza frecuente en el mundo del sexo) y lo colocó sobre un papel en el cual había escrito esta frase:

L’homme et la merde, la même chose.
(“El hombre y la mierda, la misma cosa”). Luego desapareció. Fielding omite decir que fue el precio más caro que se pagara por los servicios de Dorcelé. Nadie la vio salir de aquella casa. Nadie supo los detalles del hecho, al menos hasta que su protagonista los relató, años después, al curioso Fielding.

ELVIRA DE VILLAMAYOR (I)

La dama que demoró en reclamar
por su honra

Hay un manuscrito inquietante: Las violadas o el amor a deshoras (1727), del madrileño Fernando Pérez Alcócer, que Edmundo Devale halló en el infiernillo de la biblioteca del Marqués de la Encina, en Valencia.

Versos de combate, tratan de un proceso invocado en los tribunales de la época, donde se discutió, entre insobornables juristas, sobre la oportunidad de denunciar un hecho de violación que exigía la resistencia de la víctima y su denuncia inmediata. En el caso, la mujer ofendida estuvo tres días y tres noches en el lecho, junto al violador. Sólo después de ese lapso se presentó, desgreñada y desgarrada, ante las autoridades. Su presencia lastimera, a pesar de la tardanza en la denuncia, llevó a los jueces a un estudio exhaustivo.
 

De este manuscrito hemos corregido la puntuación, parte de la enrevesada grafía y, no siempre, las faltas de concordancia y la sintaxis.

Transcribimos:

Se llamaba Juan Manuel
y quiso cortarme el pelo.
Dijo que “yo era su novia
y su oficio peluquero;
sólo te corto muy poco”,
y fue buscando el enredo.
Pero bajaba y bajaba
tratándome con el cuerno,
y en vez de cortarme el rizo
me arrebató el agujero.
Y así durante tres días,
mañana y noches completos.

Dijo el juez muy enconado:
Veo entonces que tu cuerpo
sintió placer por tres días,
y él te trató con el cuerno
buscando pacientemente
en tus argollas el pelo.
Si así es, afligida dama,
sólo un castigo yo dicto:
que te pague el peluquero,
por tu demora en venir,
la violación con un pedo.

La doctrina jurídica que se desprende de esta sátira, sigue rigiendo en nuestro tiempo. Los jueces sospecharon que la mujer estaba despechada por alguna promesa incumplida del peluquero.

El manuscrito de las violadas o el amor a deshoras, fue conocido por George Bataille. Pensaba llevar a cabo una recreación. Sus múltiples trabajos y la redacción posterior de Madame Edwarda (1941), se lo impidieron. Sospecho, sin embargo, que uno de sus papeles, hallados después de su muerte, bien pudo haber sido el origen de este proyecto. El papel estaba redactado en estos términos:

Recordad, señora, que el sexo no admite el tiempo ni la duda. La violación es tan natural que si no la denunciáis en el acto es porque os ha gustado su brutalidad. Pero brutalidad no es indignidad. Por tanto, si habéis consentido la penetración, después de la sorpresa, es que la daga del caballero os era imprescindible. Entonces ya no podéis acusarlo de violación. Esto, sí, se llama dignidad”.

ELVIRA DE VILLAMAYOR (II)

La violación de una mujer que
sentó jurisp