FRANCISCO URONDO | CONTINUIDAD DE LOS PARQUES | CUANDO CLAVES TUS OJOS EN EL FUTURO | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
CANDILEJAS | LA NOCHE BOCA ARRIBA | A LAS CINCO EN PUNTO DE LA TARDE | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
ARIJÓN | SOCIOS DE HONOR | AL LLEGAR | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
FRESCORES | MIGUEL OSCAR MENASSA | RECOMENDAMOS LA LECTURA DEL LIBRO | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
JULIO CORTAZAR | CUMPLIR 64 AÑOS | PSICOANÁLISIS PARA TODOS | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
NO SE CULPE A NADIE | PREPARANDO EL AMOR | CONCIERTO INDIOS GRISES | ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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DOS POEMAS DE FRANCISCO URONDO Por Juan-Jacobo Bajarlía |
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Francisco Reynaldo Urondo nació en Santa Fe, Argentina en 1930. Poeta, autor de varios poemarios, fue muerto en una emboscada junto con su mujer, Alicia Raboy, el 17 de junio de 1976. El asesinato se consumó en Guaymallén (provincia de Mendoza) adonde Urondo se dirigía para proseguir su batalla contra la dictadura. En 1968 fue director de cultura en Santa Fe, y ejerció el periodismo mientras se dedicaba a su obra. Es autor de una novela, muchos ensayos y cuentos, y gran cantidad de páginas, arrasadas, en definitiva, por esa Guerra Sucia que afligió a la Argentina. Ningún escritor se salvaba de sus críticas y diatribas, sobre todo los que militaban en la escritura tradicional, que Urondo llamaba “caballos sin mentalidad”. Cuando lo asesinaron en Guaymallén tenía 46 años y una vida luminosa que no pudo llevar a cabo.
FRANCISCO URONDO A Jorge Souza el frac
está impecable
en este cuadro confunde todo
de ésta sí recuerda el nombre |
qué
será de nosotros sin nosotros el instigador vuelve arrepentido a tu golpe de sangre
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125.001 ejemplares: NADIE, NUNCA, ME ALCANZARÁ, SOY LA POESÍA |
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... en eso
apareces en escena Ituzaingó-febrero 1956
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a Juan L. Órtiz ha raspado
mi hombro sólo el
zumbido de los mosquitos desde
entonces vuelve |
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que seduce
con la libertad
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estuvo
merodeando y voló costaba
hasta lo más simple en la
setúbal
resbalaron
por los sauces
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pingo
lustroso
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la axila
tensa Ituzaingó, medidos de julio 1956
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FRESCORES
JULIO
CORTÁZAR
El frío complica siempre las cosas, en
verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora
a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un
regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco,
hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el
traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse
encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de
la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a
ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de
la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer
pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin
asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del
atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para
adentro, con una uña negra terminada en |
mano sigue prisionera en la manga, si es
la manga, y en cambio su
En el fondo la verdadera solución sería
sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la
entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el
cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo
como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en
algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira
hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha
pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado en
el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor
como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las
pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano
metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para
eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda
avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi
imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la
mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera
otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de
ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano
prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en
eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que
renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo
para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de
la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia
adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que
está en medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha
quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere
detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse
del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si
tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le
obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a
aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el
hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría
falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar
inútilmente por las piernas, en vez de pellizcarle el muslo como lo
está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin
que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano
izquierda, |
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Había empezado a leer la novela unos
días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla
cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente
por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de
escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del
estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su
sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado
como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano
izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a
leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los
nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo
ganó casi en seguida. Gozaba del Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos, le llamaban la guerra florida. A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debería ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe. Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. |
Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...”. Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio. La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima...”. Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento. Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás. Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. Lo que más le torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivar; un resplandor rojizo tenía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
- Se va a caer de la cama -dijo el
enfermo de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era
de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala.
Mientras trataba de sonreírle a su vecino, se La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le froto con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete,se fue desmigajando poco a poco. El |
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brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose. Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada”. Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba al mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. - Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien. Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. |
El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra razumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban delante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya se iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón el centro de la vida. Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen translúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados.
Cada vez que cerraba los ojos las veía
formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a
la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo
protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que
se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener
los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último
esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua;
no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez
negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con
súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente
porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de
sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna
menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla,
desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado,
descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez
que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la
escalinata, ahora |
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MIGUEL OSCAR MENASSA
Hoy, a la mañana
Abismos de penumbras,
Ahí donde los sueños
y la luz,
Hoy mismo, al desayuno,
la sombra de mí mismo
Di un paso para atrás,
64 años, perros, años
Caballos hubo siempre
Un caballo percherón,
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Después,
también, he montado Hoy, sin
más, amo la rosa Rojo
enamorado, furia española. Quiero
ganarlo todo, Fuerza, sí
tengo, Sus cuerpos
al unísono,
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CUANDO CLAVES Cuando
claves tus ojos en el futuro
A LAS CINCO A las
cinco en punto de la tarde, Seré
todo fulgor y todo agonía Llegado
el caso les diré:
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Al llegar, choqué
RECOMENDAMOS LA LECTURA DEL LIBRO
MONÓLOGO
IV Creo que mi vida es la vida de un personaje literario y no me puedo apartar mucho de eso, cuando escribo. Tal vez haya vivido equivocado los primeros 50 años de mi vida, tal vez, para poder vivir la vida que me fue tocando, tuve necesidad de creerla literaria, para hacerla posible de ser vivida. Tal vez una verdad pueda cambiarse por otra verdad sin que se venga abajo ningún mundo. El amor puede transformarse en confort y el premio Nobel puede estar esperándonos, a la vuelta de cualquier esquina. El problema, planteado a mi manera, sería el siguiente: Dentro de 21 años, matemáticamente, me darán el premio Nobel de Poesía, pero yo lo quiero antes de cumplir los 60 años, es decir, 11 años antes y, me imagino, que para que ese desfasaje temporal ocurra, algo tendré que hacer de otra manera. Se me ocurre, de pronto, la mejor idea parahacerlo posible: Escribiré una novela acerca de un hombre como yo, de los 50 a los 60 años y la novela termina cuando me entregan el premio Nobel. |
Algo como el Ulises, pero con buen final, ya que han vuelto los boleros y para el próximo siglo, exactamente dentro de 10 años, se anuncia la llegada del amor a la tierra. El hombre vivió en las grandes capitales del mundo, Buenos Aires, Madrid, Milán, París, pero ahora, vive en Arganda del Rey, pequeño pueblo comunista, a 29 kilómetros de Madrid y con capacidad actual para 25.000 habitantes. Cuando miro por la ventana de mi habitación, donde escribo, hago el amor y sueño, veo entre el blanco de las otras casas y el azul del cielo, la bandera argentina y un vecino en el fondo de su casa tiene un caballo, que también veo por la ventana, como en la casa de mi abuela María. La ventaja de vivir en Arganda es que tengo jardín. Pero ya vendrán tiempos mejores, y un poeta podrá tener su plantación personal de cacahuetes o alcachofas marinas o violentas tormentas del jazmín o dulces y tercos melocotones abiertos a la esperanza o, tal vez, esa manzana verde de la doble caída.
Pecado y ciencia tocan el corazón de
la manzana y nosotros la seguimos usando como fruta para después
de las comidas. Tengo tensión, tengo apetitos, hambres de
milenios y, ahora, querrán conformarme con algún pedazo de
queso, excrecencias de alguna vaca pastora, o la misma vaca
muerta a palos y descuartizada encima de la mesa, recordando
viejos rituales, donde los hombres Ella trata de explicarme que ya fuimos dominados, hace algunos siglos, que hoy día se trata de otra cosa, que ya nadie pelea o quiere o desea la libertad. Que la gente normal hace costosas colas para denunciarse a sí misma. Mientras se dejaba caer en la cama finalizó, sin esperanzas: -Lo peor, es que el Estado que nos controla es a su vez controlado por estados más poderosos... Dejé caer sus palabras en el aire, porque ella misma las había dejado caer de esa manera y me detuve en claros pensamientos de aguas comestibles. Me imaginé vendiendo mi vida a una gran empresa inglesa y absolutamente convencido le dije sin rencor: - La palabra por la palabra es tan inocente como el cuerpo por el cuerpo. Algo consigo, pero no me doy cuenta de haber conseguido nada, por no haber conseguido de repente lo deseado. No me dejo llevar por ese vacío del alma, comienzo todo nuevamente. Vuelvo sobre huellas dejadas de lado. Invierto, parte del capital del mundo, en mis versos. Arranco del amor, estas palabras sanas, bellas y nadie me podrá decir que no he vivido. Me toco el corazón de la serpiente y me siento vivito y coleando, hago ejercicios de respiración, como suponiendo que el viaje será largo y doy por abierta la competencia. Habrá fiestas y ancianas mujeres discutirán sobre mis orígenes: - Nació del ruido, dirá la más anciana, y es por eso que puede escuchar los sonidos más lejanos de una voz.
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