LAS 2001 NOCHES Nº 75

FRANCISCO URONDO CONTINUIDAD DE LOS PARQUES CUANDO CLAVES TUS OJOS EN EL FUTURO
CANDILEJAS LA NOCHE BOCA ARRIBA A LAS CINCO EN PUNTO DE LA TARDE
ARIJÓN SOCIOS DE HONOR AL LLEGAR
FRESCORES MIGUEL OSCAR MENASSA RECOMENDAMOS LA LECTURA DEL LIBRO
JULIO CORTAZAR CUMPLIR 64 AÑOS PSICOANÁLISIS PARA TODOS
NO SE CULPE A NADIE PREPARANDO EL AMOR CONCIERTO INDIOS GRISES

DOS POEMAS DE FRANCISCO URONDO

Por Juan-Jacobo Bajarlía

Francisco Reynaldo Urondo nació en Santa Fe, Argentina en 1930. Poeta, autor de varios poemarios, fue muerto en una emboscada junto con su mujer, Alicia Raboy, el 17 de junio de 1976. El asesinato se consumó en Guaymallén (provincia de Mendoza) adonde Urondo se dirigía para proseguir su batalla contra la dictadura.

En 1968 fue director de cultura en Santa Fe, y ejerció el periodismo mientras se dedicaba a su obra. Es autor de una novela, muchos ensayos y cuentos, y gran cantidad de páginas, arrasadas, en definitiva, por esa Guerra Sucia que afligió a la Argentina.

Ningún escritor se salvaba de sus críticas y diatribas, sobre todo los que militaban en la escritura tradicional, que Urondo llamaba “caballos sin mentalidad”. Cuando lo asesinaron en Guaymallén tenía 46 años y una vida luminosa que no pudo llevar a cabo.

FRANCISCO URONDO
Argentina, 1930

CANDILEJAS

A Jorge Souza

el frac está impecable
como en la mejor noche de su antepasado
en su mano brilla la galera alta
junto a los guantes blancos
eres un hombre elegante
en el foyer lustroso de un teatro
...
pero adentro no hay rigoletto
adentro hay sombras
fantasmas dicen
algún hombre que fracasó con un chasquido
-una guitarra a la que se le han roto las cuerdaso
el amigo que no ve hace muchos años
y no quiere reencontrar
pues teme por su pulso
y por su timbre de voz
...
ahora comienza el número femenino
el cuadro central al parecer
de este espectáculo
pero no hay bataclanas desnudas
sino cierto cansancio en los ojos
alguna medrosidad en los trajes azules
decadencia en el compás

en este cuadro confunde todo
el engaño y las traiciones
cierta pasión muy grande o algún olvido
no recuerda el nombre de su primer amor
y mezcla sus cabellos rubios
con los teñidos de una muchacha delgada
de buen corazón

de ésta sí recuerda el nombre
muchos la llamaban y ella acudía dispuesta
con los años que han pasado
también ahora llega a su pequeño escenario
y le parece estar en aquella pensión ruinosa
y que es la primera vez
y que son las mismas caricias
...
en este momento nada se representa
un hombre llora simplemente
no tienes dinero para pagar el dolor de una mujer
pero cobran diariamente tu pasión oscura
tu sueño acompasado
adiós adiós hijo mío
todo está concluido de antemano
para muchos que creen vivir
tú no llegarás a ser en cambio
-algo similar pero más digno

qué será de nosotros sin nosotros
de tu mano solitaria en la jungla
sin tus olas de aventura
sin mí sin alguien al menos

el instigador vuelve arrepentido a tu golpe de sangre
sobran las razones para ti
pero es demasiado temprano todavía
demasiado frío el aire
el hombre solo no tiene consuelo
se ha interrumpido el espectáculo
adiós adiós nos veremos luego
...
han desaparecido las mujeres
sus medias eran de muselina
su calor no era el que pensaba
no imaginó así sus manos
su gesto de ayuda
está cansado de admirar sus carnes que decaen
siente el pecho oprimido
y la boca amarga
y ayer no corrió el vino
su conciencia no está muy tranquila
hay que abrir las ventanas
y recibir las risas frescas
antes de que se haga la noche
...
es entonces el mar en escena
a toda orquesta
un director trata de mezclar
su melena blanca
con la espuma del oleaje
no
no quiero ser otra vez engañado
ya no soy un niño
he vivido con cierta rapidez
he sabido enamorarme
tengo una mano que cae donde no debe
alguna forma de comprensión
...
el mar se ha alejado sonriente
está lejos de los naufragios
lejos del hombre que está por ahogarse
y nada a brazo partido hacia la orilla borrosa
el propósito es el mismo
él nada por salvarse
y yo me hundo en el papel vacío
liso como las aguas
¿alguna vez alcanzaré ese rumor
serán las aguas una esperanza
me salvarán sus riendas
navegaré este mar de fondo?
tu hija tiene la pureza que has olvidado
y que ella no puede revelar
...
las aguas te han dejado un regalo
es un caracol que zumba como una tormenta

ESCUELA DE PSICOANÁLISIS
GRUPO CERO

TEMPORADA 2004-2005

SEMINARIOS GRATUITOS

- FREUD
- LACAN
- CLAVES DEL PENSAMIENTO

Tel. 91 758 19 40

125.001 ejemplares: NADIE, NUNCA, ME ALCANZARÁ, SOY LA POESÍA


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www.miguelmenassa.com


...

en eso apareces en escena
te mueves torpemente
eres una marionetta
como aquellas que tú mismo manejabas
fernando viene a tu memoria
él es otro semejante
muchos espejos te reflejan
vas a aflojar
pero rompes las luces de una trompada
todo el mundo grita
como si estuviera en un terremoto
no es para tanto
digo
y una gran ola envuelve las voces
con su brazo nocturno
...
ya nadie silba a la salida del teatro
ya no hay teatro bueno
no existe maese pedro y su música
está solo con su propia imagen
el hallazgo de esta nueva semejanza
lo enorgullece
va a felicitarse
pero advierte que no se trata
de una revelación divina
y que tal vez haya poco tiempo
puede ser el séptimo día de la creación
los dioses bostezan
y antes de calzarse los guantes blancos
y la galera alta de felpa
habrá que empezar de nuevo
y terminar enseguida
en un solo instante

Ituzaingó-febrero 1956

EDITORIAL GRUPO CERO
PRESENTACIÓN DE LOS LIBROS DE POESÍA:

“A PLENA LUZ”  María Chévez

“EL OJO DE CRISTAL” “EL OJO DE CRISTAL”
Carmen Salamanca Gallego

11 de noviembre de 2004 a las 19 h

PRIMER PREMIO DE POESÍA (EX AEQUO)
PABLO MENASSA DE LUCIA (5ª CONVOCATORIA)
GRUPO CERO

c/Duque de Osuna, 4 - locales
Tel.: 91 758 19 40
www.editorialgrupocero.com

 

ARIJÓN

a Juan L. Órtiz
a Hugo Gola

ha raspado mi hombro
desvío arijón ha sido
un espinillo que se aparta al pasar
dolorosos recuerdos
o peligrosas intenciones
era cuando crecía
como cualquier hombre
es simplemente el camino que se recorre
y desanda sin temor
fueron miradas
que vieron cada vez más y llegaron
-costeando el paraná por supuestohasta
estallar al norte
por san javier
y tuvieron que pensar
esos pobres ojos partidos
saber que nada era tan fácil como ir
ni tan penoso como desenterrar
buscar la validez
en nuestra intimidad más difícil
...
heridos por la luz
por el fragor de tanta infancia
nuestros ojos
asumiendo cada atardecer
cada serenidad del aire
la ausencia de un solo movimiento
de algún soplo
asumiendo el temor desencadenado
melancólico ante su configuración
cambiable
mortal como la vida
el temor oculto detrás de la quietud aparente
del falso éxtasis

sólo el zumbido de los mosquitos
planeando sobre nuestra inquietud.
irritando nuestras reacciones
cada noche
cuando la oscuridad
dueña hasta el amanecer
huía con las luces
aparentemente arrepentida
de perseguir no sin ternura
nuestros pasos

desde entonces vuelve
aquel significado premonitorio del crepúsculo
vuelve hasta que el ciclo sea
la única realidad que no se puede transformar
que atemoriza con la inconciencia


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que seduce con la libertad
una absoluta sombra
un eterno pliego
...
fue allí siempre
junto al río coronda
donde las aguas fuertes
agredían la tierra
o descubrían los cangrejales absortos
o convertían la orilla en barro divino
la canoa era la aventura
el seibo no era aún símbolo nacional
sino una flor
-una mujer encendiday
la arcilla blanda la resistencia
probando siempre
nuestro alcance de niños
y fueron los primeros aromas
los ademanes primeros del amor
como una olita
abatidos como un junco
penetrando
-como el calor del barro en el pie sumergidocomunicando
la primera ternura creadora
-descalza cimbreante tibia
la que acompañó
las andanzas
jugosa como el seibo
junto al coronda
roja como el sol y su sangreno
se sabe si allí fue
junto a los pajonales
donde fueron revelados
o donde se ocultaron algunos secretos
no recuerdo si entonces fue
por el llamado seco de la cascabel
o por las magnolias
o por el sol
...
caminando se llega
a las islas altas y cambiantes
del coronda
se ignora qué riesgos significan
si es allí el temblor dulce y perecedero
o la traición
si es el sábado lúcido
o la ausencia del isleño
uno no sabe si es el laberinto verde y rosa
donde la avidez se transforma
y se multiplica en el crepúsculo
o es que todo no existe
o es que al menos aparece
por nuestra imaginación
en las islas altas y cambiantes
era posible olvidar mirando
eludir mirando
tratando de sorprender la gracia y la maldad
era fácil quedarse y esperar
pero en las islas altas uno fue

BUENOS AIRES

CONCIERTO DE
INDIOS GRISES

en
IMAGINARIO CULTURAL
Bulnes y Guardia Vieja
21 DE OCTUBRE DE 2004 A LAS 21,30 H

Información: 4966 1710/13
www.indiosgrises.com

estuvo merodeando y voló
con la adolescencia
y es ahora penoso no volver a jugarse el destino
a torcer el itinerario de las aguas calientes
...
hubo que ganar la victoria regia
para mecerla con el amor
en la laguna de los espejos
de aguas prohibidas a los amantes

costaba hasta lo más simple
cobran lo más inocente
pero ya se presentía entonces
que la placidez de las aguas
o la munición de los dueños
no derrotan la voluntad de vivir

en la setúbal
laguna grande como el claustro materno
habían aprendido el amor
dejaron de ser niños
crecieron en las fatigas húmedas
circundaron el bochorno

 

resbalaron por los sauces
crujieron con el viento del norte
dejaron de ver en el verano álgido
para soñar en las largas siestas
creyeron con fe en la soltura
y seducidos por los movimientos
siguieron los hombres a las aguas
a los bañados libres en las crecientes
...
con su carga estricta de conquistadores
de peregrinos fluctuando entre la razón y el deseo
entre el abismo y el monte
agriados en la dureza de la adolescencia
con las arenas del rincón
-ala limpia y alta del sombrero
hombre alto y sereno

GRUPO CERO
GETAFE
DEPARTAMENTO DE CLÍNICA
Tel. 91 682 18 95
Previa petición de hora

 


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pingo lustroso
compás insobornablecon
el jugo y el color de las frutas
y el sueño de las ginebras
y la transparencia del alguacil
los pasos
incrustados en la arena
buscando la huella
el crecimiento
la madurez
la visión
el abandono lento -sin resistencia
o sin temoresen
aquella última oscuridad
...
y así después del amor
llegamos al arroyo leyes
helados por la muerte
que allí también giraba en el vértigo
de los remansos
y en la rapidez de nuestra imaginación
llegamos temerosos
del largo y activo descanso de las aguas
la casa de los cuervos
soportaba la lepra
y la irreverencia de los literatos
siniestra
ajena a la descripción
complicada en la fiebre
asomada aún al filo caliente del cuchillo
al coraje agitado
poseedora de éste y aquel tiempo
en que se bebía el golpe de la sangre
y se escuchaba el lonjazo del amor
“no ha pasado
nada ha concluido aún
sigue el juego”
dice la vieja casa roída
ahogada en los bañados
escondida en los pajonales blandos y juntos
...
algunos pescadores navegan el nervioso leyes
algún aire conmovido sacude las hojas
el porvenir está en el próximo recodo
el pasado mira por el hoyo de los remolinos
el presente silba como una víbora
canta en las cuerdas del río
y huye detrás de la aparente tranquilidad
...
el sueño del verano
el sudor de las frutillas

la axila tensa
el vino tibio de las mestizas
-piel marrón
ojos azulesvecinas
de la fiebre de cayastá
“a beber” decíamos
el asalto del aire
a destruir las trampas de la seducción
a correr abiertamente tras el deseo
a rodar entre los sembrados
sobre el blando lecho de polvo
donde han quedado
también allí
las huellas fieles a los que vienen

refrescaremos nuestros labios secos
ahora también oh dulces
lustrosas hijas de india y de polaco
sedientos ahora también
por el calor fuerte de entonces
por la llama erguida de siempre
por la temperatura de ustedes
...
y se mantiene esa pequeña vibración
se desconoce si ella es nuestra
o un latido de las aguas
es un temblor que se teje
de un lado a otro de la trama
y que llega hasta san javier incluso
donde los bañados se mezclan con los algarrobales
donde el arroz aún elimina
a “mucho pobre ignorante”
donde la tragedia vibra
en el contorno de un carancho
lugar donde aún permanece el dulce casero
el aparecido
la superstición
la diamela de los patios
la enredadera fresca y propicia para conversar
para el amor entre los hombres “de mano en mano”
allí y antes también
en cacique ariacaiquín
los últimos indios caen sin quejarse
y el hachero también allí
calla y anuda sus huesos
hilando la trama que va
de una punta a la otra del paisaje
de un vínculo a otro de la juventud
ellos también resisten la crueldad
y esperan
la hora de la palabra y la soltura
...
todo nacía en los salitrales de sauce viejo
junto a la esperanza arcillosa del coronda
en arijón
que nos araña como una mujer ávida
como el filo de las cortezas
como el calor del pecho
y la ternura rápida de una mano
y hasta tan lejos llegaron los bañados insurrectos
y los remansos
hasta tan lejos para perderse
en las duras maderas del chaco
de ese lado y hasta tan lejos
siguen la yarará el sueño la tensión del amor

Ituzaingó, medidos de julio 1956

GRUPO CERO
ALCALÁ DE HENARES
DEPARTAMENTO DE CLÍNICA
Tel. 91 883 02 13
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FRESCORES
90 AÑOS DE SU NACIMIENTO

JULIO CORTÁZAR
Bélgica, 1914


NO SE CULPE A NADIE

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en
punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse, siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza
para cazarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirándo simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara, aunque parte de la cabeza ya debería estar fuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así, su mano tendría que salir fácilmente, pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos, aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire, el frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver, por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara, sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso, respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación, es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a
ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver, lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exáctamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la

mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y en cambio su
mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas.

En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado en el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas, en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda,
quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.


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CONTINUIDAD
DE LOS PARQUES

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro de la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de
hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo está decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a
anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada.

En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo

LA NOCHE
BOCA ARRIBA

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos, le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debería ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta.

Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...”. Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada.

“Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima...”. Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más le torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivar; un resplandor rojizo tenía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando.

No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

- Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreírle a su vecino, se
despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche.

La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le froto con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse. Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete,se fue desmigajando poco a poco. El


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brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada”. Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba al mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable.

La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

- Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto.

¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas.

El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco. Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra razumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender.

Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban delante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya se iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen translúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados.

Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora
con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las
hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraba para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había
acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.


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MIGUEL OSCAR MENASSA
Argentina, 1940


CUMPLIR 64 AÑOS

Hoy, a la mañana
en el desayuno,
he visto pasar
muy cerca de aquí
sesenta y cuatro perros,
como hambrientos,
tal vez, abandonados,
cayendo en un abismo.

Abismos de penumbras,
de grises deslumbrantes
donde, aún lo que brilla,
no es lo verdadero.

Ahí donde los sueños
bordan silenciosos,
próximos desvaríos,
la niebla se hace niebla

y la luz,
antes de que yo
cumpliera 64 años,
ya era luz.

Hoy mismo, al desayuno,
sobre el pan tostado,
vi cabalgar luciérnagas
tratando de alumbrar

la sombra de mí mismo
que, acompasadamente,
como final de un acto silencioso,
caía sobre mí.

Di un paso para atrás,
como en el tango, y le dije:
"Tú eres mi sombra,
pero el que te persigue, soy yo."

64 años, perros, años
sombras, luz y caballos.

Caballos hubo siempre
en la calle, en los hipódromos,
en el trabajo, en la policía
y en la mesa de comer
en la casa de mi abuela.

Un caballo percherón,
tierno, pero un poco gordo,
sentado en una sillita,
sus patas, mas delanteras,
sus manos, quiero decir,
en perfecta posición
sobre la mesa,
con delicadeza extrema
esperando que un humano
le pida permiso a Dios
para empezar a comer.

 

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Después, también, he montado
caballos azul y blancos
como banderas de patria
que después abandoné.

Hoy, sin más, amo la rosa
donde gualda y grana aguardan
que me entregue a los colores
que dan vida a lo español.

Rojo enamorado, furia española.
Rojo sangre de toros, nuestra crueldad.
Rojo, pequeñas gotas perdidas en el bosque,
algún soldado ha muerto, un hombre lo mató.

Quiero ganarlo todo,
pero el gualda me acompaña,
amarillo maricón,
de mala suerte encumbrado.

Fuerza, sí tengo,
hasta tengo amor,
sólo me falta que el gualda
me quiera vivo, hoy.

PREPARANDO
EL AMOR

Sus cuerpos al unísono,
estallando,
aunque estaban muy lejos.
Cuando tu voz recorre
los cables increíbles,
esos cables que transportan
alguna humanidad,
cuando tu voz volando
sobre la tierra, el río,
la pequeña colina,
el imponente océano,
llega hasta mí desnuda,
carne, palabras incendiadas
preparando el amor.

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CUANDO CLAVES
TUS OJOS
EN EL FUTURO

Cuando claves tus ojos en el futuro
verás galopando, camello azul,
en medio del desierto enarbolando
aquella palabrita
que tanta leche dio:
Libertad, libertad, libertad.

A LAS CINCO
EN PUNTO
DE LA TARDE

A las cinco en punto de la tarde,
en el estilo lorquiano pero al revés,
me encontraré con tres mujeres
al unísono para bordar mi piel
de las próximas siete décadas.

Seré todo fulgor y todo agonía
al mismo tiempo, fingiendo confusión,
haciendo como que yo sabía
desde hace mucho tiempo
que un día tres mujeres,
al verme decaído, tal vez, triste,
harían para mí bailes y amores
enamoradas, acaso,
de mi perfil egipcio
o viciosas del semen
de los hombres ancianos o, tal vez,
delicada e informe, enamorada
del brillo de los astros,
no vio nunca hombre alguno
y no sabe decir: soy una mujer.

Llegado el caso les diré:
soy un macho verdadero.
Yo no haré nada.
El baile era frenético,
hubo un instante
que tuve que contarlas
eran tres pero, también, millones.
Había carne, pero también
había cielo, imposible contarlo.

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AL LLEGAR

Al llegar, choqué
con sus paredes grises,
sus hombres fantasmales,
sus mujeres alertas, precavidas.
Fue un golpe alucinado
de un porvenir tan grande
que me tiró en la cama 15 días
sin saber qué pasaba,
en qué país estaba.
¿O era que no estaba,
que nunca habíamos llegado,
que no venía de ninguna parte?
Mas, de golpe, estiré la palabra
para alcanzar ese pequeño dólar
que, volando, me mostraba el camino.
Para vivir en Buenos Aires,
es necesario hablar inglés.
No sólo se llevaron todo,
no sólo crearon los mutilados
sino que, hablando inglés,
nosotros somos como ellos: culpables.
Pero el destino cruel
lo ha decidido así:
culpables somos todos
pero pagaremos nosotros.

RECOMENDAMOS LA LECTURA DEL LIBRO

MONÓLOGO
ENTRE LA VACA
Y EL MORIBUNDO
Autor:
Miguel Oscar Menassa
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IV

Creo que mi vida es la vida de un personaje literario y no me puedo apartar mucho de eso, cuando escribo. Tal vez haya vivido equivocado los primeros 50 años de mi vida, tal vez, para poder vivir la vida que me fue tocando, tuve necesidad de creerla literaria, para hacerla posible de ser vivida.

Tal vez una verdad pueda cambiarse por otra verdad sin que se venga abajo ningún mundo. El amor puede transformarse en confort y el premio Nobel puede estar esperándonos, a la vuelta de cualquier esquina.

El problema, planteado a mi manera, sería el siguiente: Dentro de 21 años, matemáticamente, me darán el premio Nobel de Poesía, pero yo lo quiero antes de cumplir los 60 años, es decir, 11 años antes y, me imagino, que para que ese desfasaje temporal ocurra, algo tendré que hacer de otra manera.

Se me ocurre, de pronto, la mejor idea parahacerlo posible: Escribiré una novela acerca de un hombre como yo, de los 50 a los 60 años y la novela termina cuando me entregan el premio Nobel.

Algo como el Ulises, pero con buen final, ya que han vuelto los boleros y para el próximo siglo, exactamente dentro de 10 años, se anuncia la llegada del amor a la tierra.

El hombre vivió en las grandes capitales del mundo, Buenos Aires, Madrid, Milán, París, pero ahora, vive en Arganda del Rey, pequeño pueblo comunista, a 29 kilómetros de Madrid y con capacidad actual para 25.000 habitantes.

Cuando miro por la ventana de mi habitación, donde escribo, hago el amor y sueño, veo entre el blanco de las otras casas y el azul del cielo, la bandera argentina y un vecino en el fondo de su casa tiene un caballo, que también veo por la ventana, como en la casa de mi abuela María.

La ventaja de vivir en Arganda es que tengo jardín. Pero ya vendrán tiempos mejores, y un poeta podrá tener su plantación personal de cacahuetes o alcachofas marinas o violentas tormentas del jazmín o dulces y tercos melocotones abiertos a la esperanza o, tal vez, esa manzana verde de la doble caída.

Pecado y ciencia tocan el corazón de la manzana y nosotros la seguimos usando como fruta para después de las comidas. Tengo tensión, tengo apetitos, hambres de milenios y, ahora, querrán conformarme con algún pedazo de queso, excrecencias de alguna vaca pastora, o la misma vaca muerta a palos y descuartizada encima de la mesa, recordando viejos rituales, donde los hombres
se comían unos a otros, y eso era el amor.
Clavo sin piedad mi cuchillo contra el corazón de la vaca y la
vaca muge, se desgarra de pasión frente al asesino. Yo, con precisión
quirúrgica, separo grasa y nervios y le doy a mi amada un
bocado de los ovarios calcinados de la vaca.
- Somos libres, me dice ella, mientras se entretiene en el ruido de
sus dientes tratando de doblegar las partes quemadas del universo.
Después, más ligera, haciendo de todo espejismo, una mentira,
me dice con soltura:
- En mí, vive una vaca magistral, que muge y asesina todo el
tiempo. Aveces, parece dolorida, pero nada le importa, sabe que ha
nacido para ser asesinada a palos y, entonces, caga por todos lados
y las flores enloquecidas se comen lo esencial de la mierda y crecen
aceleradamente hacia el futuro.
Mutilada dentro de una pequeña caja de amor, acompañada de un
poema o bien sobre el mármol frío y desolado de una tumba, recordando
que algo vive aunque el hombre muera.
Me estoy divirtiendo como hacía décadas no me pasaba, pero me
doy cuenta, que esto no me ha de servir mucho para el Nobel. Una
gran experiencia, un gran amor y me desgrano en pequeños versos
cotidianos.

Ella trata de explicarme que ya fuimos dominados, hace algunos siglos, que hoy día se trata de otra cosa, que ya nadie pelea o quiere o desea la libertad. Que la gente normal hace costosas colas para denunciarse a sí misma.

Mientras se dejaba caer en la cama finalizó, sin esperanzas: -Lo peor, es que el Estado que nos controla es a su vez controlado por estados más poderosos...

Dejé caer sus palabras en el aire, porque ella misma las había dejado caer de esa manera y me detuve en claros pensamientos de aguas comestibles. Me imaginé vendiendo mi vida a una gran empresa inglesa y absolutamente convencido le dije sin rencor: - La palabra por la palabra es tan inocente como el cuerpo por el cuerpo.

Algo consigo, pero no me doy cuenta de haber conseguido nada, por no haber conseguido de repente lo deseado. No me dejo llevar por ese vacío del alma, comienzo todo nuevamente. Vuelvo sobre huellas dejadas de lado. Invierto, parte del capital del mundo, en mis versos. Arranco del amor, estas palabras sanas, bellas y nadie me podrá decir que no he vivido.

Me toco el corazón de la serpiente y me siento vivito y coleando, hago ejercicios de respiración, como suponiendo que el viaje será largo y doy por abierta la competencia. Habrá fiestas y ancianas mujeres discutirán sobre mis orígenes:

- Nació del ruido, dirá la más anciana, y es por eso que puede escuchar los sonidos más lejanos de una voz.


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