LAS 2001 NOCHES ÍNDICE NÚMERO 14 |
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¿CESAR VALLEJO HA MUERTO? |
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Los años más intensos de la vida de César Vallejo, los de su poderosa creatividad y su más desalmada contingencia, hay que buscarlos entre paréntesis de hierro (dan ganas de decir: de hierro y muerte y destrucción y lágrimas) de este complejo siglo XX que agoniza: la terminación de la Primera Guerra Mundial (1918) y el comienzo de la Segunda (1939). Habia nacido en Santiago de Chuco, departamento de La Libertad, al norte del Perú, hace ahora 106 años y fue bautizado en la parroquia del barrio de Cajabamba un 19 de mayo y con los nombres de César Abraham. Era el año en que se cumplía el IV Centenario del descubrimiento de América y también en el que moría el poeta estadounidense Walt Withman. Provenía de origen humilde y en ese modesto medio andino se desarrolló su infancia, su primera juventud inquieta con diversos ganapanes que lo reducían a una vida austera. No sin serias dificultades económicas y con interrupciones a causa de ellas, sigue estudios universitarios de Filosofía y Letras así como de Derecho. En los intersticios de estas formaciones académicas se emplea tanto de ayudante de cajero en una hacienda azucarera o enseña materias elementales en algún centro escolar. En Trujillo entra en contacto con un grupo de contestatarios románticos entre los que se encuentran el poeta Antenor Orrego y el que senía fundador del movimiento populista APRA, Víctor Raúl Haya de la Torre. Corre 1916: sus primeros poemas, líricos y láricos, se publican en periódicos de Bogotá (Colombia) y Guayaquil (Ecuador). Son veloces años de amores y lecturas, de |
contacto directo con gentes de la tierra, de recitar sus versos en espacios públicos, de recibir las primeras palabras de reconocimiento y elogio y también las primeras críticas ácidas y reseñas burlonas. A esas exteriorizaciones les acompaña, sin embargo, un rosario de pérdidas: la muerte de su queridísimo hermano Miguel, la ruptura amorosa con María Rosa Sandoval, la muerte de su madre María de los Santos. Esto hunde a Vallejo en una desesperación que sólo encuentra relativo cauce en sus escritos, en sus conferencias, en la vehemencia con que establece sus amistades, sus nuevos intereses culturales y políticos, su avidez desasosegante de investigaciones literarias. Para las Navidades de 1917, Vallejo intenta suicidarse. Y se abre el paréntesis: 1918. Viaja a Lima donde conoce a José Carlos Mariátegui, lúcido revolucionario marxista que impulsa una lectura de la lucha de clases adaptada a la altura y dinámica de cada pueblo. Mariátegui dirige la revista Nuestra Epoca donde Vallejo colabora. En su célebre libro «Siete ensayos...», relevando el panorama de la escritura del Perú, Mariátegui señala la potencial capacidad poética de Vallejo. A su vez, nuestro poeta entrevista a varios intelectuales de su país y queda profundamente impresionado por el trato que recibe de Manuel González Prada, escritor orgánico anarquista. González Prada le transfiere no sólo un intenso afecto casi paternal sino que le empapa de su combatividad infatigable, su cualidad humanística de abrir brechas en la intolerancia y, lo quizá esencial para la inmediata obra de Vallejo, su repudio activo contra todo avasallamiento y todo despotismo colonial. Firrnado incialmente con el nombre de César Perú, que luego modifica por el suyo propio, entrega los originales de «Los heraldos negros» a imprenta: «Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!» El libro aparecerá a mediados del año siguiente (por las naturales vicisitudes de todo libro autogestionado por su autor) pero con pie de imprenta de 1918. En el mundo, el pavoroso clima de guerra desatado en 1914 parecía amainar. Nuevos sueños humanos de paz duradera y existencias productivas titilaban en los horizontes. Le daban duro con un palo y duro también con una soga Pero el mundo y las relaciones entre los hombres no iban a cambiar como por arte de magia. Había que concretar el sueño antiguo de la humanidad. Pensamiento y acto serian indiscernibles. |
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La cultura de la agonía se ponía en tela de juicio. Ya no más dolor gratuito, penosa postergación, destino inmodificable. Etica y estética serían una sola y misma cosa. La vida sería bella porque el hombre la haría con sus manos. Algunos interpretan los sucesos por los que Vallejo fue a parar a la cárcel de Trujillo y donde estuvo preso 112 días (entre los años 1920/1921) como la consecuencia de la represión policial a una algarada estudiantil. Para Vallejo, ese encarcelamiento resulta una situación disparadora que le moviliza profundamente. ¿Cuánto debe el «hermetismo» de «Trilce», su poemario gestado en su totalidad entonces y publicado en 1922, a esta situación depravante y persecutoria? ¿La radicalidad experimentadora de esa poesía y su ímpetu hacia la ruptura de una lógica de las estructuras literarias vigentes, del académico poder seductor y sojuzgador de una lengua consagrada, cuánto no tendrán que ver con el resultado subversivo del poemario? Un poeta no sufre sólo como un hombre. Sufre como si fuera un conjunto innumerable de hombres. «Trilce» podría ser efecto de esta perceptividad exquisita de Vallejo aherrojado antes que un objeto lingüístico puesto a destrozar exóticamente la formalidad vigente.
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Cuando corren rumores, después de su salida de la cárcel bajo libertad condicional, de que su juicio sería reabierto, Vallejo embarca hacia Europa. No regresaría jamás a su Perú natal. El mundo está convulsionado. Hitler es un embrión amenazante sobre las ruinas de una Alemania devastada e inflaccionaria. Marchan los fascistas sobre Roma. Stalin es Secretario General del PC soviético. Comienzan las purgas. Los artistas, como hombres que son, rechazan el viejo orden estético: dadá rompe todo lo que encuentra como engañoso a su paso y los futuristas celebran con loas la implacable evolución industrial de la posguerra. Hay un sujeto desconocido más allá de la razón fracasada, de la lógica científica, del diseño de estado y la ilusión creada. Esa es la Europa crispada a la que arriba César Vallejo. Entre Francia y España pasará sus agitados años de poeta pobrísimo. Entre París y Madrid, esencialmente. Presencia el surgir de la generación poética del 27 bajo la dictadura de Primo de Rivera. Vive con emoción el nacimiento de la República Española en 1931. Milita, activa, escribe y polemiza en la dramática tensión que crece como amenaza polarizante. Se identifica con el hombre del pueblo, con los sin-nada, con los don-nadie. Elige al antihéroe clasista contra el superhombre racial teutónico o romano. Y en un lenguaje inaugural que pone en movimiento desconocidas fuerzas del idioma, César Vallejo desde su posición intrascendente y casi desconocida (sólo Juan Larrea, José Bergamin y Gerardo Diego auscultaron con respetuosa admiración su grandeza poética en España) da testimonio de un hombre desnaturalizado por la marginación, silenciado por la censura sistemática, postergado y mal interpretado en su sueño humano. El resto que viene nos obliga a tender un fresco manto de comprensión sobre tanta sensibilidad apaleada y ensogada: míseras colaboraciones periodísticas, pensiones parisinas cada vez más modestas en compañía de su mujer Georgette, viajes reveladores como cronista sin salario a la URSS, hospitales y salud precaria y hambre de comida real. Escribe en defensa de la causa republicana española mientras vaticina el inevitable fratricidio de la Guerra Civil. Y como a España, también a él se le abren antiguas llagas, fiebres y temblores. Agotado, extremadamente consumido por una vida feroz, muere el 15 de abril de 1938 en París. Sus «Poemas humanos» que compilan sus textos de esta última etapa aparecen como homenaje póstumo en julio de 1939. Se cerró así el otro paréntesis de hierro que aherrojó su vida. En medio queda la desesperante vitalidad actual de un poético y emocionante y transformador. PONI MICHARVEGAS |
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1938: «CESAR VALLEJO HA MUERTO» Como él mismo lo dijo, por anticipado, en un poema tan legítimamente memorable como visionario: Piedra negra sobre una piedra blanca, falleció en París pero sin aguacero, y no un jueves sino un viernes santo. A las 9 y 20 horas del 15 de abril de 1998 se cumplirán sesenta años de su muerte. Y sin embargo, cuánta vida nos ha seguido dando. Mi descubrimiento personal, hondo e intimo, de César Vallejo (1892-1938), fue para mí un acontecimiento extraordinario. No sólo porque me ocurrió en plena adolescencia alrededor de los quince años sino también porque, no disponiendo en aquel entonces de ningún antecedente intelectual, literario o académico de ningún tipo, mi primera percepción de su enorme, profundísima poesía fue absolutamente inocente, sin posibilidad concreta de prevención o preconcepto alguno. Y también aislada, individual, como lo son todos los grandes descubrimientos primigenios. (¿Está de más reiterar aquí que algo muy similar me aconteció, casi contemporáneamente, con Roberto Arlt?). Durante mucho tiempo intuí, sin haber reflexionado sobre el punto, que esa revelación conmocionante se debía a un fulmíneo contacto con la evidencia en el sentido de Husserl: vivencia de la verdad en que su uso de la palabra convertía a un poema. Había allí algo encarnado en lenguaje que iba más allá del lenguaje, humanísimo lenguaje humano. Y el sentimiento, bien de fondo, se contagiaba sin posibilidad alguna de retórica, latente en su palabra, viva. Que ello se diera entrañablemente vinculado con dos acontecimientos que también se me volvieron legendarios, siquiera en forma infusa, es decir, la guerra civil española, la lucha de aquellos milicianos, los voluntarios republicanos contra la agresión fascista, vivida como una personal mitología, y el hecho de que en su sangre se mezclaran todavía de manera inconsciente para mi lo español y lo indígena, no dejaba de incluirse oscuramente en aquel impacto original. De tal impronta nace acaso que, todavía hoy, me resulte a veces casi doloroso releer a Vallejo. Como si ese contacto desollado, visceral con una verdad insoslayable, con una hominidad ineludible que resulta entre otras cosas su poesía, no haya dejado nunca, así sea de modo irracional, de aludirme muy personalmente. Con los años, por supuesto, otros ingredientes se fueron añadiendo, y de eso me siento obligado a hablar ahora. Junto con aquella adolescencia fueron creciendo también las búsquedas de la propia identidad. Ser argentino, y por lo tanto latinoamericano, como lo soy por nacimiento, no dejó nunca de enhebrarse con mi condición de hijo de inmigrantes, lo que me unía por mi sangre también con otros mundos. Que, como bien dijo Paul Eluard, «están en éste». Y fue hace ya varios años, en ocasión de una amplia muestra itinerante organizada por el gobierno autonómico gallego, bajo el significativo título de Galicia en América, que otros elementos se agregaron a esta pequeña historia. Allí confirmé algo que sólo había atisbado antes como leyenda y que, como toda leyenda, no había alcanzado nunca la suficiente precisión. La madre de César Vallejo se llamó María de los Santos Mendoza Gurrionero («de pecho en pecho hacia la madre unánime»), y era hija del sacerdote gallego Joaquín de Mendoza y la india chimú Natividad Gurrionero. Pero no sólo eso. También su padre, Francisco de Paula Vallejo Benites («Mi padre, apenas, /en la mañana pajarina, pone / sus setentiocho años, sus setentiocho / ramos de invierno a solear»), no sólo era hijo de otro sacerdote gallego, José Rufo Vallejo, sino que su propia madre también era otra india chimú, Justa Benites. Y aunque uno intente resistirse, no hay casi modo de evitarlo. César Vallejo nació en 1892 en una Compostela indoamericana, la peruanísima Santiago de Chuco. Y en su sangre conviven, se confunden, se unifican, por obra del amor o de la pasión que van más allá de toda inhibición, pero no de toda culpa, la morriña insoslayable del gallego trasplantado con la melancolía indeleble del indio sometido. Y los entresijos de la mitología católico-cristiana, ineludiblemente entrelazados con verdaderas, auténticas historias de amor, junto con todo lo que arrastra haer nacido de sangre indígena en el mismísimo meollo del Perú de los Incas. ¿Es posible olvidar, hablando de estos temas, la insoslayable significación que tiene el hecho de que la paradigmática Rosalía de Castro, símbolo vivo pero también históricamente la iniciadora con la aparición de sus Cantares gallegos del resurgimiento cultural del idioma (y con él del pueblo) de Galicia, haya sido también hija natural de un sacerdote? Ese desacomodo existencial, social, incluso cultural, con sus impensadas perspectivas, ese pecado original a la vez seductor y repelente, pero de cualquier manera marca de los dioses ¿puede no ser vincular, fundamental, inquietante? Y así se lo intente mantener oculto porque, dentro de uno, nada puede volverse más manifiesto que lo latente. ¿De dónde sale si no la «Dulce hebrea» de Los heraldos negros (1918) a la cual se le pide «Desclávame mis clavos oh nueva madre mía!», de dónde la amada que se ha «crucificado sobre los dos maderos curvados de mi beso»? ¿O, incluso, «un viernesanto más dulce que ese beso»? Por supuesto que del lenguaje. (Pero no sólo del lenguaje.) De donde surgió también ese magnífico Trilce que, desde Trujillo, en 1922, agota de antemano muchas de las futuras experiencias de las vanguardias europeas. O aquel que a mi me parece el libro más hondo y tocante y logrado que haya producido la guerra civil: España, aparta de mi este cáliz, mucho más que póstumo, y no por casualidad escrito por un hijo de América («¡Niños del mundo, está / la madre España con su vientre a cuestas!»). Y alrededor del cual la misma agonía del poeta, casi encarnada en la lumbre del mito, vueltos uno solo destino personal y momento histórico, se vuelve asimismo luminosa evidencia, verbo vivo. (Según otro poeta, su amigo Juan Larrea, las últimas palabras de Vallejo fueron: «Me voy a España». Refiriéndose, por supuesto, a la España republicana, que estaba desangrándose también al mismo tiempo en su agonía final.) ¿De dónde salen, digo? De la lengua humana, empapada de vida y también fuente de vida, vida ella misma, instintiva y orgánica, cargada de los humus nutricios de la pequeña historia y de la gran historia, pero también de los instintos y los sueños, de las ansiedades y los deseos de los hombres. De un hombre capaz de ser, a la vez, él mismo y todo lo humano, lo más humano de lo humano, de ser único y general, al mismo tiempo, entre todos los hombres, junto a todos los hombres. La de César Vallejo no es una voz unánime, sino prójima, íntimamente próxima. (Qué otro, sino un gran poeta como él, podía habernos dejado por ejemplo esa sucinta clase magistral de economía política: «la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre... »). Me enorgullezco limpiamente de saber que el primer hombre que me hizo descubrirme latinoamericano llevó en sus venas la sangre de mis antepasados campesinos, y también la noble sangre de los primeros hijos de la América primera, la aborigen, la indígena. Como la lengua, como la vida, toda sangre es espléndidamente mestiza. Sólo la muerte es pura. RODOLFO ALONSO PIEDRA
NEGRA SOBRE por César Vallejo Me moriré en París con aguacero, Jueves será, porque hoy, jueves,
que proso César Vallejo ha muerto, le pegaban
también con una soga; son testigos |
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FUE PRESENTADO EL
LIBRO LAS 2001 NOCHES NOCTAMBULAS* Estamos, manifiestamente, ante un libro nocturno; nocturno plasmado en la diferencia con lo negro de la novela o del cuento de las «series negras». Realizado también a distancia de otros colores del espectro: el rosa del relato por entregas, el azul de la fusión romántica o el amarillo de cierta prensa. Pero tampoco las intenciones de la escritura aparecen blanqueadas, pues página a página el inconsciente va debilitando los fines de la voluntad. Ella misma está bordada con las hebras de lo que no tiene acceso pleno, de lo radicalmente heterogéneo, y que sin embargo insiste con la desesperada obstinación de un marcapasos. Libro nocturno, sugería, compuesto de tiempo y música, más que de figuraciones plásticas, literariamente conocidas o reconocidas en la existencia de un «género» determinado. Libro hecho de noche, no sólo, quizás, por la noche. El título, poetizado, juega y saborea su cualidad de paradoja, y de ese modo pierde su dimensión indicativa y cuantitativa. Sabemos que en una noche puede hallarse la univocidad del ser-noche, y en doscientos cuarenta, por ejemplo, podría faltar, aunque esté señalado el número que las ordena. En una palabra: las noches son remisiones infinitas de unas a otras, pueden sustituirse, alternarse, deformarse, sin que fallezcan sus atributos, nocturnos. Y por estas ramificaciones, por esas sutiles conexiones se van derrumbando las oposiciones que podrían establecer jerarquías entre ellas. Felices e infelices, logradas o no logradas, suaves e irregulares, etc., son perspectivas del lector, siempre «in fábula», inserto en el relato y en sus propias operaciones de lectura. Al marcar la nocturnidad del texto he querido señalar aquello a que él da paso. Hace pasar a través suyo un sin número de aconteceres, para emerger como un acontecimiento cultural ya acontecido. De ahí su importancia. Sería una necedad soslayarla, pues ella proviene de algo establecido y sedimentado en el tiempo: Las 2001 Noches. Indiscernible en su nombre propio, difiere en sus propios dominios. Ya no es aquella revista mensual y todavía sigue siendo aquella. Por eso sindicaba a estas 2001 Noches y sus repuestos como «un acontecimiento cultural ya acontecido». Todo ello está propiciado desde la nocturnidad como clima, tempo, materia, sonoridad de las complejas relaciones que esta obra mantiene consigo misma y otras en una interminable cadena de reemplazos. Así Las 2001 Noches deja de ser sólo una acabada pieza gráfico-escritural para transfigurarse en lo que funciona «entre» las demás producciones, produciéndose como singularidad e invención en el concierto de los dones culturales. Y es en tal cadena donde este voluminoso libro va convirtiéndose en una escultura; en un tipo de escultura monumental y peculiar. A la manera de un monumento se nos impone testimoniando, advirtiendo, recordando, mostrando o interrogando cuestiones acerca de su propia posibilidad, que no es otra, al sumergirnos en sus densas aguas, que la nuestra olvidada en la superficie. De ahí lo nocturno, también, como una extensa y balbuceante operación de la memoria. Detengámonos un poco más en ese carácter de monumento que posee el texto. No ocupa un lugar en el espacio, aunque como objeto físico lo tenga, sino que habita un «sitio» relevante. Un sitio insituable, como el blanco de la hoja entre las palabras o la pausa entre las notas musicales. Está ahí, pero a la vez esparcido, abrazando toda la materia desplegada. Así es como el sitio y la función toda del libro devienen un «entre» marca que contados escritos pueden atribuirse, la de estar «entre» las diversas publicaciones por las que se derivó hasta ser un punto inconcluso de sí misma. Tal monumento serial es la culminación, en cierta manera, de una serie temporal que hasta él se aproxima y en él se contiene. O dicho de otro modo es un mayúsculo epílogo de todas las precedencias. Pero, ¿qué es un epílogo? Es siempre la metáfora de un recomienzo. En este sentido podríamos decir que Las 2001 Noches trasciende esa metáfora, para mutarse en una realidad subvertida, de una realidad que avanza desde el futuro. Gracias Miguel por este inmenso «golpe de gracia», por el estilo y el estilete que nos abre el alba desde una noche cualquiera patinada con betunes y magnolias. Juan Carlos de Brasi |
Y EN LA LIBERIA
LAS 2001 NOCHES Y 393 NOCHES DE REPUESTO ¿Qué es presentar un libro? ¿Acaso dejar que esté presente entre nosotros? ¿Qué es lo previo a sentar en el escenario a un libro? ¿Acaso crear la escena para que entren en ella libro y autor? Menassa nos dice que le gusta entrar en escena después de las palabras, tal vez también nos diría que como escritor le gusta entrar en escena después de su escritura. En cuanto a leer un libro, la manera propia de ser leído un libro, suele venir indicado en el libro mismo, es decir que leyendo y siguiendo las indicaciones de lectura que el propio libro enseña seria probablemente la manera más precisa. Este libro se puede leer en varias direcciones: como una leyenda, como una novela y como un poema. Como una leyenda porque así como Freud es el inventor del último mito de Occidente: el mito de la fundación de la cultura, Menassa inventa el mito de la escritura. Para este escritor un hombre que no le haya pasado la escritura no es un hombre. A partir de este nuevo mito no será lo vivido, ni lo hablado sino lo escrito. «Sólo después sabremos, sólo después sabremos. Cuando lo irremediable pregunte por si mismo.
Cuando la muerte venga anudada en un punto, Y aunque esto fue escrito hace más de 15 años, Menassa sigue trabajando en el mismo mito. Podemos decir que Psicoanálisis del líder (1979) y El oficio de morir (1983), son sus antecedentes, y que con Las 2001 Noches forman una trilogía que hacen a la producción de la conjunción «Psicoanálisis y Poesía». La noche n.º 0 convoca en una fórmula precisa el mito de la escritura: «Si es posible el poema es posible la vida». Y en este libro no queda nada que no sea pasado por la escritura, incluido lo que es condición de escritura: Ella: la Mujer, la Muerte, la Poesía. Y pasar por la escritura quiere decir que nada será lo mismo después de escrito porque si no fuera así no sería escritura. Así vemos cómo alcanzan una nueva dimensión no sólo el exilio como exilio de nosotros mismos, sino el sufrimiento, la poesía misma, el psicoanálisis, el amor, la traición, la madre, la misma lengua, y todo ello expuesto sin misterio y sin que deje de permanecer el misterio. En este sentido todo texto es absolutamente legible, al mismo tiempo que irremediablemente ilegible. Este libro es también una novela de casi 500 páginas, que muestra la historia de un hombre que pasado por la escritura se hace universal. En el prólogo nos dice «aquí estoy una vez más apostando mi vida a la inteligencia de mis manos. Porque no es que pensando se hizo mi hombre, todo lo que toqué de humano y de verdad, lo conseguí escribiendo». Esta puesta en acto de la función de la pérdida que es publicar, esta forma de exiliarse de la obra escrita que es el acto de publicar, nos dice de la manera de Menassa de entregarse al amor, ese dar lo que no se tiene. Alguien que siempre promovió la invención frente a la impotencia, y así nos dice: «Si no puedes, invéntalo». |
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En este libro se ve viviendo, o mejor dicho, escribiendo, a un hombre que nada logra separarlo de la escritura, y donde hasta la muerte es entregada a la escritura. Desde lo más penoso a lo más placentero, todo es nutriente de su amada la escritura. En las páginas de este libro vive un hombre que antes no existía, precisamente el inventor del deseo de escribir como universal, deseo que tampoco existía antes. En medio del desastre y de la muerte de miles de personas, en medio de la caída de tantos ideales, el psicoanálisis le permitió, según sus palabras, no ser uno de los caídos. Y no sólo eso, también le permitió escribir y publicar este libro, que nace hoy y ya tiene 21 años. Un libro que comienza por el final, 1997 y que mantiene la misma intensidad en todas sus noches. También es un libro donde vemos cómo se constituye un hombre y una mujer, uno frente a otro. Vemos cómo llegan a habitar el lenguaje, es decir, la cultura, como sujetos del deseo, aún cuando nacemos sujetados, inmersos en los deseos de otros. Podemos ver cómo desde las formaciones familiares, las formaciones religiosas y desde las ideologías más poderosas, obstáculos para su producción, surgen hombres y mujeres. Este libro es también como un poema, tiene puntuación poética porque como la poesía es un anudamiento preciso de palabras que si falta alguna deja de ser y como el poema no se puede explicar, sólo se puede ejercer su lectura. Y no dejaremos en el olvido que este libro termina con esta frase en su último dibujo: «NO HAY ESPERANZA, LA TIERRA ES REDONDA y, por ahora, no se detendrá», como si eso y el misterio del lenguaje fueran lo permanente. La determinación que impone el lenguaje es inagotable pero Menassa alcanza combinaciones imposibles que se deslizan fuera de lo cogitable, dejándose tocar por lo indecible, dejando que la puesta en acto del sujeto del inconsciente no falte en ninguno de sus pasos. En el prólogo lo que más destaca es que ya nunca podrá decir que no pudo, declara abandonada la impotencia, y con ello la omnipotencia, y nos dice que es un producto del psicoanálisis y de la poesía. El sexo también ha sido atravesado por este libro. Durante tiempos sin memoria se intentó fomentar la represión sexual, olvidando que el significante llegó con el sexo, que lo genital no se puede reprimir, en tanto es del régimen de la especie humana, es algo universal, algo del orden simbólico, y lo simbólico no está sostenido por ningún referente de la realidad, lo simbólico sólo está sostenido por lo real imposible. Lacan nos dice que en el acto genital, en un único momento, se puede alcanzar algo por lo cual un ser para otro esté en el lugar, a la vez viviente y muerto, de la Cosa. En ese acto, y en ese único momento, puede simular con su carne el logro de lo que no está en ningún lado. Pero la posibilidad de ese logro, aunque es polarizante, aunque es central, no es puntual. Se trata de renunciar al amor a si mismo, el amor sin división, sin resto, el amor sin otredad, sin rectificación edípica. Un libro que en su valor de enunciación nos enseña a vivir, nos enseña que en la vida de cada hombre hay puertas que existen como puertas cerradas y puertas que existen como puertas abiertas. Un escritor que trabaja en el régimen de implicación y este libro es fundamento de su implicación en la transmisión. Diferenciar el propio psicoanálisis, como árbol que no deja ver el bosque, del complejo teórico y la transmisión, es una tarea que se despliega en cada página y a lo largo de cada noche. Saber escuchar es saber leer cuando se trata de un libro. La escritura eleva al que escribe a la dignidad de «universal», siendo el tiempo del hombre, como se muestra en este libro, el tiempo de la escritura. La escritura ha inventado el tiempo mortal, el tiempo del hombre. Con este libro el hombre ha dado un paso más hacia el próximo inédito de lo por venir, podemos decir que se ha producido un nuevo universal en el multiverso del ser humano. Un libro que no deja que el deseo de despertar que anida en el hombre cese de anudar ese no ser. Un libro que tiene condición de acto, en tanto instaura para siempre un nuevo comienzo. Así como cada lengua es la historia de sus equivocas, este libro es la historia donde se despliegan anudándose y desanudándose los efectos de lenguaje y los efectos de vacío. No sólo a partir de Platón dejó de crearse lo nuevo desde el hábito y la costumbre iniciándose la creación exnihilo, es decir como efecto del vacío incorruptible, sino que este libro lo pone en acto en cada una de sus noches. Noches con mirada, noches creadoras de una temporalidad que antes no existía. AMELIA DIEZ CUESTA |
No es el verbo, sino la lágrima, la que manda aquí ahora. LEÓN FELIPE
«Cuando los hombres no tienen nada claro qué decir sobre una cosa, en vez de callarse suelen hacer lo contrario: dicen en superlativo, esto es, gritan.» «El animal (el mono) vive siempre alterado, enajenado; su vida es constitutiva alteración.». J. ORTEGA Y GASSET
«He aquí que alzo el grito por la violencia que se me hace, mas no soy atendido. Clamo por auxilio pero no hay para mi justicia. El ha cerrado mi camino con vallado de modo que no puedo pasar. Y mis veredas ha cubierto de tinieblas.» El libro de Job XIX. 7,8
Grita el energúmeno y grita el náufrago, grita el demagogo y grita Job, grita el simio y grita el santo. Se alteran la bestia y el hombre. Se altera el hombre... ¡el hombre! y el hombre se altera por el ruido de la calle y... ¡por el silencio de los Dioses! LEON FELIPE
EL POETA ES EL GRAN RESPONSABLE El poeta es el gran responsable. La vieja viga maestra que se vino abajo de pronto estaba Cuando todo se hundió en España, hace ya tiempo, Alguien gritó después sobre las ruinas: Luego hablaron los carceleros. |
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en el hai-kai,
Y el gran hierofante: ¡Silencio todos! Yo no soy más que un hombre sin oficio y sin gremio. |
y tierra de muchos cementerios.
Y digo que la Poesía está en la sombra,
¿No puedo yo gritar en la sombra? |
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Todas las lenguas en un salmo único,
-Ciñete pues los lomos como hombre valeroso.
Y ahora pregunta el hombre, III Escucha, poeta cervatillo, |
Todo cuanto mi fuego pueda devorar es mío: Buscad solos vuestra canción. |
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El llanto es la piqueta que se clava en la sombra,
Y a ver si me entendéis.
El salmo en masa, LEÓN FELIPE
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LAS 2001 NOCHES Según la enciclopedia Larousse, la primera acepción del verbo presentar es: «poner algo delante de alguien para que lo vea, juzgue, coja, etc.». Aparentemente, el asunto no tiene duda pero se me cruzan unas palabras del profesor Juan Carlos De Brasi que vendrían al caso: un libro no es una entidad cerrada, un hecho acabado e independiente, pues necesita del lector, el receptor en el cual el mensaje cobra sentido. Y éste será, por definición, distinto para cada uno. Esto ocurre con todos los libros, me dirán, y es cierto. Pero en este caso se dan dos circunstancias que confirman lo dicho: Por un lado, la magnitud de la obra: 500 páginas, 2.394 noches, en variados formatos: prosa, poesía, aforismos; infinita temática de vida en movimiento: amor, sexo, ternura, traición, locura, muerte, exilio... De todo, en todos los niveles imaginables, un conjunto irreductible y múltiple. Por otro lado, el impacto ha sido tan fuerte, ha removido tantos estratos de mi ser, que no puedo hablar sino desde los efectos provocados por su lectura, aún sin procesar. Con todo esto quiero decir que LAS 2001 NOCHES, más que un libro, es una entidad viva, una especie de mágico brebaje que pone palabras a nuestros silencios más ocultos y se adapta como un guante a los particulares dobleces de cada escucha. Acostumbrados nos tiene Menassa a malabarismos en la cuerda floja, saltos y caídas en el tirabuzón sangrante de la poesía, mientras el público tiembla con el corazón en un puño. Acostumbrados a morir de risa con la simple mueca del payaso que nos habita y, también, a vivir del llanto derramado en manos ausentes. Esta vez, el espectáculo es definitivo: la gran chistera sin fin, inagotable como el deseo, de donde, página a página, cada lector podrá sacar de las orejas, sueños perdidos, amores olvidados o mareas imprevistas. Espejo sin fronteras, barre nuestra ceguera sin compasión, nos refleja verdades desconocidas, parajes donde la mirada descubre rostros jamás imaginados. Y es que, aunque sepamos que para el poeta, Ella siempre es la poesía, ¿qué mujer puede resistir la tentación de vestirse con ciertas frases, colarse entre versos hasta sentir que son la propia piel, que esas palabras fueron escritas para mí, reina del universo en ese instante? Entonces, no hay duda, yo soy ella. ¿Qué hombre no sostuvo entre sus brazos el deseo incandescente de ella, palabra sin medida, ella sublime encandilada rendida de amor en el abrazo? ¿Qué hombre no verá nacer en estas páginas, dimensiones impensables de su propio hombre masculino? La serie es interminable, y es que cada cual encontrará en este libro lo que pueble su mirada. 20 años de exilio, pero el resultado excede la mera biografía, me atrevería a decir que también los propósitos de Menassa, sean cuales fueren, quedan sobrepasados. Y es que en 20 años, que no es nada, cabe de todo, también las transformaciones que Menassa, es decir, la escritura de Menassa, ha sufrido. Porque están todos: El escritor condenado a trabajos forzados por voluntad propia y el pobre hombre preocupado por que el dinero le alcance a fin de mes. El titiritero enamorado de la luna y el agreste decidor de libertades contra todo. El que aparta su nombre cuando el lugar reclama vacío y el sencillo vigía de sueños compartidos. Todos los que la escritura encontró a su paso. Y para que no olvidemos esa multiplicidad, cientos de rostros, semejantes pero diferentes como el propio ser humano, nos observan por todo el libro. Ojos rodeados de más ojos, multitud de ellas esperando el desenlace; figuras entrelazadas sin motivo aparente sobre fondo de números y complicadas operaciones aritméticas; alguna quiniela, como en la portada, para que no todo quede librado al azar, al viento. Muchos de ellos reposan al trasluz sobre frases manuscritas del poeta, de tal manera que, como diría Alejandra Pizamik, casi, casi «se les oye soñar». «Con paciencia y con saliva, un elefante se garchó a una hormiga», comienza el casi final, la noche 2001. Tomada del decir popular, condensa a la perfección tanto los elementos como la técnica empleados. El elefante, claro está, viene a ser Menassa, para quien las dificultades no son impedimentos sino material reciclable, combustible para que la máquina infernal no se detenga. |
La hormiga sería la materia prima que la escritura se encargará de hacer perdurar: la propia vida del poeta. Paciencia y saliva son elementos de muy distinta catadura: paciencia como virtud espiritual, muestra de sabiduría y humildad ante la voracidad del tiempo y, a la vez, sólido instrumento de trabajo, imperturbable y seguro. En el extremo opuesto, la saliva nos tironea de los tobillos arrojándonos sin piedad al animal que nos habita. Orgánica y vital, bautiza las palabras cada vez, antes del vuelo. Citando a Leopoldo de Luis, Menassa es de los poetas que se acuestan con la poesía, es decir, nada de asepsia, nada de distancias ni limites de seguridad. Por eso la saliva, 20 años de saliva diaria, es lo que imprime a este libro el vértigo radical de lo humano, drama y luz para el futuro del hombre. Y para que nadie se lleve a engaño, el autor nos ofrece otro final. En la noche 393 de las de repuesto, las últimas palabras nos envían, directamente, al diván. Una vez más, no caben dudas, hasta Menassa tendrá que resignarse: LAS 2001 NOCHES es una epidemia imparable. Muchas gracias.
CARMEN SALAMANCA GALLEGO
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¿Cómo nació el amor? Fue ya en
otoño. Te miré. La tristeza Eras tú amor, destino, final amor
luciente, Me miras con tus ojos azules, |
labios de muerte bajo nocturnas aves ¿Qué sonríe en la sombra sin muros
que ensordece Alma celeste para amar nacida. Casi me amabas. |
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Un fondo marino te rodeaba.
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No sólo no les pasó el
psicoanálisis, |
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-primer vagido del hombre Cuando pequeño escuchaba hablar a los
mayores: Gritábamos de todo, después,
Con los dientes apretados, |
En la quietud de ese silencio pasaron años. Éramos empecinados, amábamos con fervor las ilusiones Adiós, pues el poeta ha de seguir
viajando.
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